Ramón Andrés: “Más que como consuelo, muchos oyen música para alejar problemas”
El ensayista y poeta español publicó “Filosofía y consuelo de la música”, un libro incomparable en el que despliega una historia del pensamiento sobre la música y del consuelo que ese pensamiento trae
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Los libros de Ramón Andrés no admiten término medio. En un extremo la miniatura Claudio Monteverdi. “Lamento della Ninfa”; el otro, las monumentales 1800 páginas del Diccionario de música, mitología, magia y religión. A esta última estirpe pertenece, con sus casi 1200 páginas, Filosofía y consuelo de la música recién distribuido en la Argentina y publicado, igual que casi todos sus otros libros, por Acantilado. Cada ensayo de Andrés (Pamplona, 1955) es único en todos los sentidos de esta palabra, pero eso no quiere decir que falten las recurrencias. Por ejemplo, en el volumen sobre Monteverdi, precisamente, nos topamos con la frase siguiente: “Quien consuela lo hace desnudamente porque teme que un día deberá, asimismo, ser consolado. Consolari: acercarse a alguien y apaciguarlo; aproximarse y aliviar, dos verbos para un mismo fin”.
Es probable que no exista en el mundo otro libro como éste, tan generoso en la erudición, tan feliz en la prosa. Se le parece tal vez lejanamente El canto de las sirenas, de Eugenio Trías, aunque con por lo menos una diferencia que no es de matiz: Trías tienta una historia filosófica de la música y Andrés una historia de la filosofía de la música, es decir, de cómo los hombres pensaron la música, por qué se sintieron impelidos a hacerlo y los modos en que ese pensamiento fue también una variedad del consuelo. Que Boecio, el autor de De consolatione Philosophiae, haya escrito también su tratado sobre el fundamento de la música no puede ser una casualidad.
En cierta página del libro, Andrés ilumina con total claridad su objeto: “La música, el consuelo, la filosofía, pueden convertirse en la misma cosa”. Parece incluso que pudieran cambiar mutuamente atributos. Quedaría por saberse si el poeta y el músico (Andrés es las dos cosas) llegó a esa conclusión filosófica por una vía teórica, o más bien (como suele pasarle a quien escribe ensayos) merced a una conclusión vivida. “He de decirle, con toda sinceridad, que se debe no tanto a una conclusión sino al sentimiento que me ha regido siempre”, cuenta Andrés a LA NACION. “Ser consolado por la música y la lectura, quizá porque la mía fue una infancia, digámoslo así, dura y desgraciada. Más tarde vino la filosofía, que me ayudó a aumentar y sostener mi amor por la vida, que conservo. La experiencia física de la música vino después, aunque en mi disparatado hogar la música era una constante. Mi padre tocaba el violín como aficionado y mi hermana, bastante mayor que yo, estudiaba canto. Tenía una voz preciosa. En esa casa, por decirlo de algún modo, no sonaba más que Wagner. Estuve muchos años sin poder escucharlo.
−El capítulo sexto de la segunda parte de su libro se inicia con una consideración muy bella sobre la Edad Media y “la existencia de un mundo prometido que nuestros ojos no alcanzan a ver”. Me recordaba el pasaje de la Confesiones en el que Agustín señala, sobre la belleza, que los hombres pueden “percibir por las cosas visibles las invisibles de Dios”. Acá se nos presenta el problema de la imago y de la mimesis. ¿Qué imita la música, si es que imita algo? O para decírselo de otra manera: ¿es diferente lo bello musical de lo bello en la pintura?
−Agustín definió la belleza (los antiguos se referían a ella con el término pulchritudo) como un splendor ordinis, esto es, un esplendor del orden. Y la música es siempre la expresión de un orden, y lo sigue siendo, paradójicamente, aunque la armonía pueda ser maleada e incluso desmembrada, como sucede en la música estrictamente contemporánea, al menos en bastantes casos. Yo soy un admirador de los maestros contemporáneos. Y en cuanto a la pintura diría que sucede lo mismo. Por qué no amar lo figurativo y, a un mismo tiempo, amar la abstracción. Le confieso que me produce tanto bienestar el canto gregoriano, como Josquin Desprez, Bach, Schubert, Scelsi, Nono y tantos más. Y acerca de la pintura puedo señalarle lo mismo: entiendo en un mismo flujo, incluso temporal, a Jan van Eyck, Goya y Richter, por poner unos nombres.
−Novalis, en uno de sus fragmentos, anotó que la salud era el silencio de los órganos. Claro que esto no implica que el sonido sea la enfermedad, pero en todo caso sí que silencio es lo anterior a la música y que ninguna música concluye con la última nota. ¿Cómo entiende usted esta dialéctica, dado que además le dedicó entero un ensayo al silencio?
−Habría que decir que el silencio no es el reverso de la música. Creo que en su caso tienen un tronco común, porque no hay lenguaje sin silencio. O acaso sería más preciso decir que no hay lenguaje si éste no reconoce el silencio que está en su núcleo. Ahora bien, en todo lo que nace hay un silencio previo, y en este sentido a todos nosotros nos antecede aquel silencio de cuando todavía no éramos, porque el silencio tiene algo de fundacional. Sin embargo, muchas veces indico que el silencio no es la ausencia de sonidos ni de ruidos, sino que es un estado mental. En ocasiones, se puede estar en un gran silencio interior y, por extraño que parezca, pasear por una ciudad. Me gusta mucho lo que usted menciona y que lo explica todo: ninguna música concluye con lo última nota. Eso es.
"Como civilización hemos rehusado a cualquier forma de detenimiento, de quietud, instados por la prisa ficticia que el sistema nos ha impuesto."
−¿Rehusamos últimamente ese consuelo que se nos ofrece en la música?
−Me parece que como civilización hemos rehusado a cualquier forma de detenimiento, de quietud, instados por la prisa ficticia que el sistema nos ha impuesto. A menudo la prisa con la que hacemos las cosas no responde a una realidad. Parece que vivamos en un mundo de emergencia, y con ello sólo hemos logrado vivir de manera precipitada. Digo todo esto porque más que consolarse, muchos acogen la música como un modo de alejar los problemas, cuestión muy lícita, pero inferior al hecho de tomar una responsabilidad consigo mismo y entrar en el espacio tiempo de la música, ya sea de Monteverdi o de Leonard Cohen, no importa. ¿No pueden ser preciosos una canción gauchesca o un palo flamenco?
−Uno de los dedicatarios del libro es György Ligeti. ¿Por qué?
−Siempre he encontrado en Ligeti una coherencia y una amplitud mental que me ha admirado. No es que los otros maestros no posean estas capacidades, sólo quiero decir que en él, en Ligeti, es extraordinariamente frecuente. Antes he referido que soy un afecto a la música contemporánea. Ha abierto caminos de mi mente que desconocía, y quizá esto se deba al abandono de la narratividad, en el sentido clásico, y su propuesta a la hora de explorar más el sonido que el discurso, por así decir. Debemos admitir que la música compuesta después de 1945 ha vuelto a plantearse a fondo el estudio de la sonoridad, se ha sumergido, cosa muy importante, en la especulación de la acústica, y ha adquirido el reto de expresar el mundo y la existencia de manera diferente, lo que llevó en su momento a revisar el sentido de armonía.
−Permítame una digresión personal. Doy hace muchos años clases de Estética en un posgrado del Conservatorio de la ciudad de Buenos Aires. Los alumnos son músicos y más de una vez me preguntaron, no sin algún fastidio, por qué era importante para ellos leer a Boecio, a Hegel o a Adorno. Yo tengo mi respuesta. Me gustaría saber cuál sería la suya.
−Leerlos, así como a otros muchos maestros, es importante, muy importante, porque nos muestran el espíritu de cada época –no sólo en lo musical- y son ventanas que nos muestran un proceso de creación mental que nunca se detiene. Nosotros somos, en todos los aspectos de la vida, el fruto de un desarrollo mental, de un esfuerzo y de una dura lucha mantenida entre la razón y lo irracional. A este esfuerzo le podemos llamar “inteligencia”. Entonces, a sus alumnos, si me lo consintieran, les diría que leer lo que se ha escrito y escribe sobre música es un modo de aprender a observar con objetividad, como el pintor que se detiene, retrocede unos pasos y examina el cuadro que está pintando.
−Decía Robert Schumann que un réquiem es algo que siempre se escribe para sí mismo. Usted lo postula como pregunta: ¿sentimos lamento o consuelo? Y podría agregarse, ¿o acaso nos lamentamos y encontramos en el lamento consuelo?
−Claro, Schumann era un romántico. El Romanticismo interpretó así el destino humano, como tragedia. No podían asimilar una idea sencilla pero no menos esencial: el hecho de que somos fortuitos y que, por lo tanto, vivimos entregados al azar. Para ellos el mundo era algo inamovible, firme. Incluso cuando se despertó su amor por las ruinas, es decir, por la desaparición y la nostalgia. Nosotros ya hemos aprendido a asimilar la fragilidad del planeta e incluso a asumir su inviabilidad en el tiempo. Ellos componían como despedida, y quienes componen hoy lo hacen entrando en el enigma de lo desconocido. Ahora, la misión del arte, pero también de la poesía, la filosofía y las ciencias, es adentrarse en la incertidumbre de un mundo que no permite afirmarnos y que no sabemos a ciencia cierta que es él el que se despide de nosotros.
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