Quijotes de disquerías
Había decidido dar por terminado el día laboral cuando, dos segundos antes de hacer clic en “Apagar” -la computadora, por supuesto- entró un mail. Seguramente uno de esos envíos automáticos nada urgentes, quise creer, porque eran casi las 10 de la noche. Y sin embargo, algo -ese “algo” inexplicable que destella ante nosotros en ocasiones y que finalmente nos hace comprar un libro, elegir el próximo destino de viaje o enamorarnos perdidamente- captó mi ya muy fatigada atención a esa hora.
Era una investigación de una agencia inglesa, con datos bien segmentados acerca de la venta de discos (vinilos, concretamente). Como pocas veces puedo contenerme ante una noticia de la música, un gran amor, la curiosidad triunfó sobre el cansancio y lo abrí.
El estudio exponía que, según las estadísticas, los singles, o simples, como se los llamaba antes (eso de “sencillo” suena espantoso) dominan el mercado, que los álbumes lanzados en colores estridentes -una metáfora de “exclusividad” o edición limitada- funcionan mejor que los tradicionales LP negros, que América del Norte lidera en ventas, seguida de Asia, y que los hombres compran más que las mujeres (inserto aquí un emoji de resignada decepción).
Pero más allá de los datos duros, lo interesante eran los motivos. El informe decía que la venta de vinilos es una respuesta natural ante lo “intangible” que busca imperar en estos tiempos, y que los amantes de la música siguen defendiendo el sonido cálido de lo analógico, la experiencia táctil de sostener un disco, apreciar el arte de tapa, leer el sobre interno. En pocas palabras, el nuevo florecer del vinilo se explica como un gesto de quijotesca rebeldía.
Evoqué de inmediato una entrevista que le hicieron en Madrid al escritor norteamericano Bret Easton Ellis por su nueva novela, Los destrozos, una suerte de retorno a su último año de colegio secundario acomodado en Los Ángeles, en 1981. El autor, que es inteligente y mordaz -escribió Psicópata americano en 1991, a sus 27 años, acerca del ‘lado B’ de un yuppie neoyorquino millonario que es también un asesino serial de pobres y desvalidos- disparó en esa charla varios dardos sobre la liviandad del arte actual y los cambios en su consumo.
Para Ellis, un melómano incontenible, cuyas historias están regadas de una sorda -o no tanto- banda de sonido ochentosa (sus personajes escuchan a Elvis Costello, Duran Duran, Blondie, The Police y tantos más), la opacidad cultural del presente reside en algo básico: que todo está disponible en nuestros teléfonos. “Antes uno invertía”, sostuvo en esa conversación con la también escritora Lucía Lijtmaer. “Para comprar un disco primero ahorrabas, luego ibas al negocio. Después volvías a tu cuarto y lo escuchabas entero, muchas veces. Te quedabas atontado mirando la tapa, disfrutando… ¿Por qué? Porque habías hecho una inversión. Ahora todo está en una pantalla; a los 10 segundos ya no importa. Esto es parte del problema de las nuevas generaciones”.
Entonces fui más hacia atrás. Recordé el éxtasis infantil de los cuatro años frente a la discoteca prodigiosa de mi tío Osvaldo -el músico de la familia- y el sueño de, alguna vez, tener una colección semejante. Pensé en la adolescencia y en todos esos alfajores no comidos durante los recreos en pos de ahorrar, como decía Ellis, para comprar vinilos y CD. También en las muchas, muchas tardes de domingo rescatadas por David Bowie, por la voz sedosa de Christine McVie en Fleetwood Mac o por nuestro Gustavo Cerati, y hasta en la profesión que después elegí para, entre otras cosas, estar cerca de todo eso.
El informe concluía diciendo que, en 2022, la venta global de vinilos alcanzó los 1700 millones de dólares, y que para 2028 llegará casi al doble. Entonces sí; cerré el mail, apagué la PC. Súbitamente quise volver a casa, poner un disco, servir un vino y brindar por todos los que compran música y libros, y los que van al cine y a recitales, esa estirpe romántica que, estoy convencida, va a salvar al mundo de la indiferencia.
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