Quiero ser tu fan, Harry Styles
El tiempo me cambió tanto o yo cambié tanto con el tiempo. Me gustaría negarlo. Con ciertas cosas muy específicas. Me convertí en una persona tan seria. Mi madre solía congraciarse con mi pinta, mi niñez, el flequillo y una picardía para interpretar canciones de Nacha Guevara en cualquier casa y ahora ella también se pregunta dónde estoy. Sé que mis amigas no encuentran en mí a la joven que iba al boliche para bailar La Nueva Luna, Rodrigo. No es que me aflija no cantar en público o bailar pero sí me apena la ausencia de esas ganas. Estoy decepcionada. Lo sentí hace unas semanas, cuando leí sobre los recitales de mi cantante favorito y caí en la cuenta de que por primera vez no fui a verlo. Desde 1995, desde mis 12 años, no me lo había perdido.
Por eso soy una mujer aún más amargada y me pregunto si la próxima vez debería obligarme a ir para ver si allí me reencuentro con esa parte que falta. Me pregunto también si lo debería olvidar. A veces incluso fantaseo con que lo recupero, con que vuelvo a ser fanática de alguien como se puede ser cuando se es adolescente, que se tienen ganas de gritar te amo cada vez que el ídolo pasa, que se hacen idioteces, se escriben cartas que no llegan, se exhiben como trofeos vasos de cartón usado que dejó en el escenario en que tocó.
Si pudiera elegir, si dejara de tener esta parte de mí rota, hoy me gustaría ser fanática de Harry Styles. Sería lindo estar en mis 16 y desquiciada por él. Un inglés de 28 años que nació en un pueblo, rubio y de ojos claros, que hace pop, que trabajó en una panadería, que fue parte de una banda que se formó en un reality, One Direction, pero que se independizó y mejoró. No sé cuán bien canta Harry pero eso al fanatismo no le interesa, lo que sí tiene es que saber lucir. Los anillos, los cuellos, las lentejuelas, los disfraces, el pecho al aire, los tatuajes, las polleras, el jopo en el pelo largo, la sandía en la boca, las perlas, los vestidos, los gestos. Las sonrisas no suelen quedar bien en las caras pero a él, por favor a él. Harry lo hace perfecto.
Tiene un tema que escucharía en loop, “Falling”, en el que el desafina bastante pero es bonito porque suena a un jarrón que se estrella contra el piso y en el que se pregunta qué le queda cuando se queda solo. El video es divino. Está vestido con una camisa transparente y con volados y toca el piano y el lugar se empieza a llenar de agua y él sigue. Ahogado. Harry entiende. No usa mucho redes sociales aunque tiene casi 48 millones de seguidores pero en sus shows habla con el público, hace preguntas, baila, salta, se ríe y se muestra accesible. Es un totalizador. Porque además de cantar las canciones que la gente quiere escuchar (su último disco fue récord a tres días de salir) busca acaparar lo que sucede en todos lados todo el tiempo. Ser un imposible. Harry se besa con mujeres y se muestra en la cama con hombres y desfila zapatos de taco alto y se chupa los dedos y habla de sexo y de angustias y canta con Shania Twain y baila con la protagonista de Fleabag y se disfraza de calamar pero parece sirena. Es voraz. Con esos agudos de vez en vez y la cruz que le cuelga de una cadenita Harry podría ser un indefinido. Un poco esto, aquello, de lo otro y de lo de más allá. Podría ser el futuro. Esto de no tener explicación. o tal vez sea un fiasco, ese artista que llena estadios y unos años después, adiós. Eso al fanatismo no le interesa.
Y sin embargo yo no puedo. Lo que tiene que volver no vuelve. Si salgo a caminar, me pongo los auriculares y lo escucho; si estoy echada en el sillón, abro Instagram y veo los videos que lo muestran, lo busco en los programas, lo leo en revistas, lo admiro en fotos pero nada. No desespero. La razón me vence. O la apatía. ¿El fanatismo tiene edad? Ojalá pudiera volver a esa época.
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