¿Quién es esa dama? El regreso de Willa Cather, pionera literaria del Medio Oeste estadounidense
Seleccionados y traducidos por Maximiliano Tomas, los cuentos de “La belleza de aquellos años” permiten que los lectores accedan a la obra de una escritora poco conocida en el país y dueña de un estilo sublime.
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Una escritora considerada regional por muchos años integra hoy un lugar central en el canon de la literatura estadounidense. Nacida en Back Creek, Virginia, el 7 de diciembre de 1873, Willa Cather se mudó con su familia a Catherton, Nebraska, en 1883. Al año siguiente, la familia se instaló en Red Cloud, la ciudad del Medio Oeste que se hizo famosa por sus relatos y novelas. Según dijo, la vida en el campo durante la infancia y adolescencia fue “la maldición y la felicidad” de su vida. Quería estudiar medicina y ciencia, pero luego de publicar un ensayo sobre Thomas Carlyle se abocó a la escritura. Por consejo de una amiga, comenzó a colaborar con cuentos y artículos en revistas y, en 1912, publicó su primera novela, El puente de Alexander, modelada por la admiración que sentía por Henry James y Edith Warthon. Al año siguiente, con la llanura como escenario, dio a conocer su “segunda primera novela”, Los colonos. Luego siguió los pasos de Thea Kronborg, una joven de origen sueco con un talento extraordinario en Colorado, en El canto de la alondra; con Mi Ántonia, que se puede leer como el tributo de una mujer enamorada a través del punto de vista de un niño, se consagró como novelista. Dijo el crítico estadounidense H. L. Mencken: “Ninguna novela romántica jamás escrita en Estados Unidos, por un hombre o una mujer, es la mitad de hermosa que Mi Ántonia”.
Admirada por William Faulkner y Truman Capote - “Es tan buena como Flaubert”, dijo-, fue sin embargo el poeta y ensayista Wallace Stevens el que encontró la sentencia definitiva: “No tenemos a nadie mejor que ella. Se esfuerza tanto por ocultar su sofisticación que es fácil pasar por alto su calidad”. Willa Cather vuelve a las librerías argentinas con La belleza de aquellos años (Mardulce), una selección de cuentos traducidos por el crítico y periodista Maximiliamo Tomas. “Es una selección de siete de los mejores cuentos de Cather -dice Tomas a LA NACION-. Ella publicó en vida apenas tres libros de relatos, relatos en el sentido de Henry James, John Cheever o Alice Munro, es decir, no cuentos cortos clásicos sino novelas condensadas en veinte, treinta o cuarenta páginas, y un cuarto libro apareció después de morir. De aquellos diecisiete relatos publicados en libro, este volumen incluye los más famosos y alguna que otra joya extra”.
Para Tomas, estas “breves obras maestras” son la mejor puerta de entrada a la obra de Cather. Más de la mitad de los cuentos que escribió a lo largo de su vida aún permanecen inéditos en castellano. “La vengo leyendo desde hace por lo menos dos décadas. Y siempre me llamó la atención su lugar marginal dentro del canon y lo difícil que era encontrar sus libros en castellano hasta hace bastante poco. En la Argentina, se editó una sola novela, Una dama perdida, en 1977, con traducción española. Así que se me ocurrió que si no había traducciones locales, bueno, quizá tuviera que hacerlas yo. Volví a leer todos sus cuentos, elegí los mejores y durante el primer año de pandemia y cuarentena dura, encerrado por obligación, conviví con el mundo ficcional de Cather, visitando ciudades y paisajes lejanos y hablando con personajes entrañables como el vecino Rosicky, Kitty Ayrshire y Lady Longstreet”.
“Cualquier gran cuento o novela debe contener la fuerza de una docena de historias previas bastante buenas que han quedado en el camino -escribió Cather en El arte de la ficción (Monte Hermoso)-. Un buen trabajador no puede ser tacaño, no puede negarse mezquinamente a desperdiciar material. Y tampoco puede hacer concesiones. La escritura será o bien la elaboración de historias para satisfacer la demanda del mercado -un negocio tan seguro y encomiable como fabricar jabón o alimentos para el desayuno-, o bien será un arte, que siempre consistirá en la búsqueda de algo para lo que no hay demanda, algo nuevo e inexplorado, donde los valores son intrínsecos y no responden a patrones de mercado”. Al leer su obra, queda claro cuál fue el camino elegido por ella.
“Se trata de una de las mayores escritoras de fines del siglo XIX y principios del XX: es una estilista que adoraba a Flaubert y a Turgueniev, y que en esa senda escribe, como se decía antes, ‘con todo el diccionario’ -apunta Tomas-. La riqueza de su vocabulario y lo poderoso de su imaginación se fusionan con una sensibilidad extrema para las artes y los conflictos internos del ser humano, y destaca su capacidad para construir personajes inolvidables, que desafían las convenciones de su época y su clase social. No se me ocurre mejor razón para volver a leerla una y otra vez”. Las dificultades específicas de traducir a Cather, agrega, “tienen que ver con que, al ser una estilista, sus frases a veces son largas y con subordinadas, pero también con referencias sociales e históricas de su época, que hay que investigar para reponer en su debido contexto, e incluso con referencias sobre música clásica o el arte pictórico, que obligan al traductor a detenerse e ir a las fuentes”. En su juventud, Cather también fue “periodista cultural” y escribía sobre pintura, teatro y música.
Por su amistad y larga convivencia con mujeres, y por la indumentaria masculina que solía vestir, varios críticos buscaron pistas del “lesbianismo latente” en la obra de Cather. No obstante, ella nunca hizo declaraciones sobre su vida privada y, al morir en abril de 1947, a los 73 años, se destruyó gran parte de la correspondencia. “No hay duda de que sus amigas más cercanas fueron mujeres: Louise Pound primero, luego Isabelle McClung, más tarde Edith Lewis, Zoë Akins y Elizabeth Sergeant”, escribió James Woodress, en Willa Cather. A Literary Life, que se puede leer completa en la página web del Archivo Willa Cather, donde también hay una cronología completa de su vida y fotos.
La escritora vivió por décadas y hasta su muerte con la editora Edith Lewis, en Nueva York. “La señorita Cather y la señorita Lewis eran tan parecidas que uno podía asegurar que habían decorado el departamento juntas -escribió Capote, que la visitó cuando él tenía dieciocho años y ella, 69-. Había flores por todas partes, ramos de lilas de invierno, peonías y rosas color lavanda. Libros de hermosos lomos se alineaban en todas las paredes del living”.
“Adoptó siempre un perfil bajo, a pesar de ser una autora muy conocida a partir de 1920 -dice Tomas al respecto-. Poco se conoce de su vida privada, ordenó a sus amigos que quemaran todas sus cartas cuando muriera, y si bien tuvo largas relaciones con mujeres, desde que estudió en la universidad y hasta su muerte, fue siempre tan reservada que su vida amorosa y sexual es un misterio. En ese sentido parece haber mantenido amores platónicos o matrimonios blancos, parecidos a los de Jorge Luis Borges y a los personajes de sus libros, donde hay arrebatos sensuales y a veces hasta eróticos, pero ninguna alusión sexual”.
En sus relatos, siempre se parte de anécdotas sencillas, que tienden a desarrollarse de forma gradual. “Todo el tiempo la leo -dice la escritora y traductora María Martoccia a LA NACION-. Ahora mismo, sus novelas Una dama perdida y La muerte llama al arzobispo. ¿Qué puedo decir? Es sublime y concreta, con descripciones y diálogos magníficos. La leo como quien escucha a buena cantante”. Martoccia forma parte de la “legión mínima y heterodoxa”, según Tomas, devota de Cather en la Argentina. Para él, no hay literatura más distanciada de la que se escribe hoy en el país, “regida por una sobreexposición del yo”, que la de Cather. “Se consideraba a sí misma un alma y una escritora del siglo XIX, se sentía incómoda con las costumbres y el vértigo que el mundo adoptó luego de la Primera Guerra Mundial -agrega-. Asomarse a su ficción, escrita casi siempre en tercera persona, con personajes a los que acompañamos a lo largo de una vida, es recuperar un mundo y una sensibilidad perdida para siempre, cuando lazos profundos de solidaridad y respeto, de cultura y dedicación aún regían las relaciones entre los seres humanos”.
Desde hace más de un año, Tomas está dedicado casi exclusivamente a la docencia, con talleres de lectura y escritura. Además, coordina el Círculo de Lectores El Zahir junto con el escritor Gonzalo Garcés y tiene en desarrollo dos nuevos programas de televisión, empezarán a producirse entre fines de este año y el transcurso de 2022.
Así empieza un cuento de Willa Cather
El caso de Paul
Era la tarde en la que Paul debía presentarse ante los profesores de la escuela secundaria de Pittsburg para explicar las razones de sus últimas faltas de conducta. Lo habían suspendido una semana atrás, y su padre llamó a la oficina del director para confesar la perplejidad que sentía por su hijo. Paul entró en la sala de profesores sonriendo y con liviandad. La ropa le quedaba grande y el terciopelo marrón del cuello de su abrigo, que llevaba abierto, estaba desgastado y deshilachado; pero, quizá por todo eso, había algo de dandi en sus formas y llevaba un alfiler de ópalo en su corbata negra bien anudada y un clavel rojo en el ojal. Los profesores sintieron que de alguna manera este último detalle no solo no era apropiado, sino que estaba lejos del espíritu de contrición que debería mostrar un joven que acababa de ser suspendido.
Paul era alto para su edad y muy flaco, con hombros elevados y pequeños y un pecho angosto. Sus ojos se destacaban por un brillo histérico que usaba de forma consciente y hasta teatral, algo que era incluso un poco ofensivo en un muchacho. Sus pupilas eran anormalmente grandes, como si estuviera bajo los efectos de la belladona, pero había en ellos un resplandor cristalino que aquella droga no produce.
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