La repentina muerte del pianista generó una serie de mitos que aún hoy rodean a una de sus más grandes obras
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Ninguna obra canónica del arte occidental suscitó un problema tan crítico sobre su autoría como el famoso Réquiem, (parcialmente) compuesto por Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791). El hecho de que su muerte fuera relativamente imprevista, con apenas 35 años, disparó una serie de fantasías que, alimentadas por la épica del Romanticismo, acabarían incrustadas en el imaginario de todos los oyentes.
Tal fue el efecto del mito mozartiano que sus últimos coletazos todavía perduran en la actualidad en la oscarizada película “Amadeus”, dirigida por Miloš Forman hace cuatro décadas. Pero el resultado más demoledor de la muerte temprana de Mozart fue la imposibilidad de concluir la misa de difuntos que le habían encargado pocos meses antes.
De las 14 secciones que conforman el Réquiem, solo pudo culminar las dos primeras. Otras ocho quedaron en borrador y de las cuatro últimas no llegó a esbozar material alguno. En este estado era imposible interpretar la obra, que parecía así irremediablemente condenada al olvido en un rincón del catálogo mozartiano, como embrión de lo que pudo haber llegado a ser.
Retomando la tarea
Sólo el tesón de su viuda Constanze cambió el destino. Movida por el aliciente de cobrar el encargo y honrar la memoria de su marido, encomendó al compositor Franz Xaver Süssmayr, uno de sus discípulos, la tarea titánica de completar la obra del maestro.
Süssmayr fue el responsable de dos operaciones sustantivas que nunca llegaron a ser del todo reconocidas en el ámbito público de la interpretación. La primera fue completar las ocho secciones esbozadas (del Dies irae al Hostias) añadiendo nuevos materiales y orquestando el torso que había ideado Mozart. Y la segunda, más complicada, fue componer al completo las tres secciones finales (Sanctus, Benedictus y Agnus Dei), para las que no había ningún borrador de partida.
Para aliviar la magnitud del encargo, y con el fin de garantizar cierta coherencia, Süssmayr optó por reutilizar la música de las dos primeras secciones para la Lux aeterna final, simplemente sustituyendo un texto por otro. Sin su intervención, la obra probablemente nunca hubiera entrado en el repertorio canónico.
Completada la operación, el Réquiem pudo entonces recibir su estreno 13 meses después, en enero de 1793. Con la publicación de la partitura en Leipzig en 1800, la obra se propagó rápidamente por todos los rincones de Europa, incluidas muchas ciudades españolas: desde centros capitales como Madrid, Barcelona, Sevilla y Zaragoza a poblaciones más modestas como Olot, Mondoñedo, Orihuela y Cervera.
La indefinición de la autoría
Pero quizá sin ser del todo consciente, con este proceso de difusión Constanze había dado pie a uno de los debates más agitados y controvertidos que nunca se vieron en la historia de la música: el de la verdadera autoría de la composición. ¿Qué partes de la obra que todos conocían eran realmente de Mozart y cuáles habían surgido de la pluma de Süssmayr?
Las polémicas entre musicólogos sobre este espinoso asunto se sucedieron en olas desde entonces. Pero ninguna evitó que se acabara estableciendo la práctica de atribuir el Réquiem en exclusiva a Mozart. Los carteles anunciadores, los programas de mano y las críticas de conciertos obviaron durante estos dos siglos la imprescindible participación de Süssmayr en la finalización de la obra.
A partir de la década de 1970 empezaron a plantearse propuestas alternativas en el ámbito de la musicología. ¿No era posible, a partir de los autógrafos conservados, imaginar el Réquiem que Mozart hubiera podido componer de haber vivido algún tiempo más?
A fin de cuentas, todos los expertos coincidían en que Süssmayr, con todo su mérito, era un compositor de oficio pero de talento modesto, que además había trabajado con la presión psicológica de someterse a la equiparación con un genio.
“Recuperar” un Réquiem inexistente
De modo que en las últimas décadas surgió veintena larga de versiones alternativas del inacabado Réquiem que modifican la versión “original” en grados muy diversos, en ocasiones incluso extremos. El avance en la investigación de las fuentes mozartianas y la continua actualización de los principios de la filología musical demandan nuevas ediciones que integren estos desarrollos.
Además, en la medida en que conocemos mejor los procedimientos compositivos de Mozart, las prácticas litúrgicas de su entorno y la técnica compositiva del propio Süssmayr, es posible evaluar con más precisión la edición de 1800 y proponer realizaciones mejor fundadas históricamente. La idea quimérica de reconstruir el Réquiem ha inspirado tácitamente muchos de estos intentos.
La conclusión inapelable que podemos extraer hoy de este complejo panorama es que esa empresa, la de completar el Réquiem mozartiano en su versión perfecta y definitiva, no es solo una operación difícil: es sencillamente imposible. Existe una tensión irresoluble entre dos facciones.
Por un lado, quienes abogan por una versión originada en el círculo vienés del compositor, que suene como tal y transmita la visión única e irrepetible de quienes vivieron en ese preciso lugar y momento (ideales que encarna la versión de Süssmayr). Por el otro, quienes sostienen que, precisamente gracias a la gran distancia estilística que nos separa de Mozart, ahora resulta mucho más fácil que entonces observar los detalles de su lenguaje y codificarlo de una manera más objetiva.
Solo nos queda esperar a que la inteligencia artificial haga pronto su propia propuesta. Si este dilema no tiene una solución definitiva, al menos podemos promover una aproximación más transparente a este complejo asunto: consignar siempre quién es el autor, junto a Mozart, de la versión que se esté interpretando o grabando.
El reconocimiento de esta autoría secundaria en nada eclipsa la grandeza mozartiana. Más bien, si acaso, la dignifica al recordarnos la grandeza de cómo un fragmento musical pudo desplegar una de las composiciones más extraordinarias de la historia de la humanidad.
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