¿Qué rara emoción brilla en la foto del primer día de clases?
En los últimos días, no hago más que toparme con fotos del primer día de clases. Chicos y chicas con guardapolvo o en uniforme, posando frente a la puerta de la escuela. En actitudes heroicas, como pequeños próceres; algunos melancólicos, pensando en la vida salvaje que dejan atrás; otros simplemente desconcertados, mirando a la cámara, hacia sus padres, como pidiendo una explicación. Con cada nueva foto que veo, me pregunto: ¿qué rara emoción brilla en las imágenes del primer día de clases?
Supongo que ese lunes representa para todos un hito que debe ser documentado. Todos tenemos una foto del primer día de clases. La mía es de 1983, justo el año en que volvió la democracia; estoy de perfil con un delantal blanco antiguo (de esos que tienen botones en la espalda) y me muerdo el labio, entre enojada y a punto de llorar. Sola, parada en el medio de una larga escalera, parece que el colegio que está detrás de mí va a engullirme en cualquier momento.
Vuelvo a nadar en el estanque de Facebook o el libro de las mil caras, me sorprende una nueva foto y pienso: hay algo cruel en contraponer la candidez del niño al monstruo de la institución. Pero también es una postal del futuro que nos hace pensar qué mundo aprenderá ese chico o chica, qué sociedad le tocará vivir. Leo un texto de la cineasta Albertina Carri sobre cómo era ir al colegio durante de la dictadura siendo hija de desaparecidos. La maestra les había dicho a los compañeros que era huérfana, y en su primer día de clases todos salieron a preguntarle cómo era que no tenía padres. Desde entonces, Albertina pasó los recreos dibujando. Pienso en cómo ella aprendió a sobrevivir a la escuela con arte. Y pienso también en las fotos del primer día de clases de los chicos que empiezan el año en la Argentina en contraste con las caras de los estudiantes desaparecidos en México y me pregunto qué es lo que le espera a cada niño al final de su camino de estudiante.
Releo el inicio de la novela de Witold Gombrowicz, Ferdydurke: "¿Qué había soñado? Por un retroceso del tiempo que debería estar vedado a la naturaleza, me vi tal como era cuando tenía quince o dieciséis años? Oía mi hace mucho enterrada voz, voz chillona de pichón?". En la novela, un hombre de treinta y tantos años sueña que despierta en el colegio. No en forma de niño, pero en forma de adolescente. La novela me lleva a un mundo donde profesores y alumnos se baten a duelo y la inmadurez se confronta con el yugo de la cultura.
Cada vez que vemos una foto de un chico que empieza las clases, nos teletransportamos en el tiempo hacia atrás y hacia adelante. Miramos en el retrato a quienes fuimos y quienes somos, en qué nos convirtió la escuela que nos tocó. Y también pensamos en el futuro. Porque al fin de cuenta, esos niños nos miran a la cámara como diciendo: algún día yo seré tu presidente, el doctor que cura tu cáncer, el obrero que construye tu casa, y todo lo que me han hecho (lo bueno y lo malo) te volverá.
La autora es escritora, dramaturga y directora de teatro
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