¡Qué mentira, mentirosa!
Cuando era chica, una vez dije que conocía a alguien que se había comprado en Estados Unidos una cámara de fotos que permitía retratar lo que uno imaginaba. Cualquier cosa que quisiera, bastaba con visualizarlo y, clic, la evanescencia se materializaba en papel de polaroid. Recuerdo la cara, los ojos abiertos, incrédulos, de un grupo de compañeras del colegio ante semejante posibilidad y me acuerdo también de la confesión inmediata que hice –tal vez fue después del recreo o al día siguiente–, por las dudas de que Dios me castigara: había dicho una mentira.
Otras fantasías por el estilo me apesadumbraban: durante un tiempo creí que las ficciones que veíamos en la televisión –no había mucho para elegir, se veía lo que daban en cuatro canales– eran en realidad retazos de vidas ajenas, que se transmitían adentro de la caja –por supuesto no existían entonces los reality shows–. Me intimidaba la idea de que en algún lugar del mundo alguien pudiera estar mirando los hechos de mi rutina cotidiana como un entretenimiento, y evitaba la más común y corriente situación íntima. Hasta que llegaba el reto: “¡Acabala con ese disparate y andá a bañarte!”.
Pero volviendo a las fotografías, que era adonde quería llegar, a nuestros inocentes doce años la posibilidad de cerrar los ojos, imaginarte con el chico que te gustaba y ver mágicamente impresa la escena de los dos, cara a cara, era muchísimo. De aquella anécdota que una tarde me valió la fundada increpación “¡qué mentira, mentirosa!” me reía sola hace unos días cuando leí en El País la noticia que decía que Getty Images comenzará a ofrecer contenidos creados por su propio algoritmo de inteligencia artificial (IA). La reconocida agencia usó su archivo para alimentar a la herramienta y ahora puede cumplir el deseo de sus clientes (medios de comunicación, entre ellos) del siguiente modo. “Con la inteligencia artificial generativa, una frase puede dar forma a imágenes extraordinarias o hiperrealistas. Basta con describir lo que quiere crear, ya sea una casa de madera con techo de algodón o una elegante oficina llena de ejecutivas ocupadas. Entonces, la IA previamente entrenada en grandes bases de datos toma las indicaciones y genera imágenes nunca vistas”. La nota en el diario español estaba por supuesto ilustrada con uno de estos casos: una nube rosa chicle, cual gigante copo de azúcar, remataba una vivienda también fucsia sobre bucólico paisaje.
“La ciencia ficción es un vehículo que permite aventurarse a un mundo desconocido, asombroso y en ocasiones, inquietante”, leo ahora que, a propósito, vuelvo a hojear un libro que pretende contrastar la realidad con los fenómenos que imaginó el cine (divertido e instructivo, La ciencia de la ciencia ficción). Mientras en los años 1980 la ficción mostraba en las películas máquinas para viajar en el tiempo, la ciencia pronosticaba en la revista Muy interesante un año 2000 con autos voladores y otros presagios. Dos décadas más acá de lo que alguna vez llamamos nuevo milenio no vemos el cielo surcado de supercoches, pero la evolución hacia los drones tripulados en algún sentido podría parecerse bastante.
No me siento sorprendida por tanto vaticinio tecnológico de cambio de siglo, de hecho hace rato que vivimos en el futuro, entre robots que si bien no son los humanoides de chatarra que pensábamos, se les parecen bastante -¿vieron la proliferación de esos hombres-tótem que “cuidan” la seguridad en los edificios?-. En cambio me gustaría poder poner en duda que hoy con solo pedirle a un software una foto con el chico que te gusta o con el ídolo deportivo –que, dicho sea de paso, ya aprendió a leer con su voz los apuntes de Saussure– esta se haga realidad en la pantalla. Ya no hay que soñarlo. “Lo pedís, lo tenés” prometía un viejo spot publicitario. Como si a esta altura tuviéramos pocos dilemas éticos, asistimos al ocaso de cierta inocencia. A una verdadera mentira mentirosa, el final del ver para creer y el inicio de un interminable desconfío.