La muestra de una treintena de obras de Pablo Picasso que estaban guardadas en las reservas del Bellas Artes disparó la intriga: ¿qué más conservan sin exhibir las principales salas del país?
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“Por favor no ingresar” pide el cartel colocado sobre la puerta, que sólo se abre al reconocer unas pocas huellas dactilares. Una vez que el sistema biométrico aprueba el ingreso, lo primero que se ve al entrar es una pulcra habitación con ambiente de quirófano. Bajo el registro permanente de cámaras de seguridad y en condiciones controladas de temperatura y humedad, un equipo con amplia experiencia debe usar allí guantes de nitrilo para manipular cada pieza protegida con papeles libres de ácido dentro de cajones señalizados por orden alfabético, en impecables muebles blancos.
Su misión diaria es proteger un invaluable tesoro que no para de crecer desde hace más de medio siglo: la mayor parte del acervo del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, compuesto por 7500 obras y piezas de diseño industrial y gráfico de los siglos XX y XXI. Una de las colecciones públicas de arte argentino moderno y contemporáneo más importante del país.
Ramona, el famoso personaje creado hace seis décadas por Antonio Berni, levanta los brazos con su sensualidad habitual en un gofrado de gran tamaño que cuelga de uno de varios “racks”: estructuras móviles con mallas metálicas, construidas a medida especialmente por encargo de museos, galerías y coleccionistas. En la sala contigua hay muchas más, preservadas junto a una pieza histórica de Luis Tomasello y esculturas emblemáticas de artistas como León Ferrari y Emilio Renart.
“Hay obras de Alberto Greco, Kenneth Kemble, Jorge de la Vega, Rómulo Macciò, Juan Del Prete, Yente, Liliana Porter...”, enumera a modo de ejemplo Alejandra Aguado, jefa de Patrimonio del Moderno. Y aclara que el porcentaje de las obras que se exhiben en sala varía cada año especialmente desde el año pasado, cuando se buscó generar “otros diálogos” más dinámicos con piezas de la colección en las muestras temporales. De todos modos, en 2022 esa proporción no llegó al 5% entre obras exhibidas y prestadas a instituciones del país y del exterior. Algo similar ocurre en la mayoría de los museos: esa cifra suele variar entre el 10 y el 15%.
La muestra actual de una treintena de obras de Pablo Picasso que estaban guardadas en las reservas del Museo Nacional de Bellas Artes, ya visitada por más de 25.000 personas, disparó la intriga: ¿qué más conservan sin exhibir los principales museos del país? ¿Cómo llegaron hasta allí piezas tan valiosas y por qué pueden llegar a permanecer durante décadas sin ver la luz de una sala?
La falta de espacio es una respuesta unánime, claro. Ese fue uno de los motivos por los que el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (Malba) decidió construir una nueva sede en Escobar, y la razón por la cual el Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA) impulsó varios proyectos para expandir su superficie; el más reciente proponía crear una reserva abierta al público en Tecnópolis, pero finalmente fue descartado y se continúa en la búsqueda de otras posibles locaciones.
La misma meta de conquistar metros cuadrados persiguió durante décadas el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, que nació sin edificio propio y se mudó varias veces, hasta que inauguró en 2018 la esperada ampliación del centenario edificio que alojó a la tabacalera Nobleza Piccardo. Recién en 2019 pudo unir en una sola sede todo su acervo, que aumenta cada año: solo en 2022 se sumaron 151 obras, gracias a donaciones –entre ellas, la de parte de la colección del Banco Supervielle- y la labor de la Asociación Amigos y el Comité de Adquisiciones.
Un círculo de donantes igual de comprometido logró el año pasado en el Malba una recaudación récord: 340.000 dólares para invertir en obras, seleccionadas junto con el Departamento de Curaduría. Nacido en 2001 con 223 piezas donadas por Eduardo Costantini, hoy tiene 710 y conserva entre el 85 y el 90% en sus reservas. Junto con el creado en 2008 por Amalita Fortabat para exhibir su colección y el Museo de Arte Contemporáneo de Buenos Aires (Macba), fundado por Aldo Rubino cuatro años después, es uno de los tres grandes ejemplos locales de instituciones creadas a medida para cumplir el sueño de importantes coleccionistas. El espacio, sin embargo, nunca parece suficiente.
Hay piezas clave del arte latinoamericano en Tercer ojo, la muestra actual que pone en diálogo la colección del Malba con la iniciada por Costantini tras fundar el museo. Entre estas últimas se cuenta Diego y yo, el autorretrato de Frida Kahlo que marcó un récord para la región en subastas públicas. Esta pequeña pintura entró el año pasado al museo en un operativo secreto digno de James Bond, por la entrada menos transitada: la que conecta las calles de Palermo Chico con un ascensor de carga, que conduce a otro espacio tan custodiado que violarlo puede representar un peligro de muerte. Si se iniciara allí un incendio, un sistema de detección temprana de humo reaccionaría quitando el oxígeno de la habitación para evitar que se propague el fuego.
“Si hubiera alguien acá adentro, en ese caso tendría que salir muy rápido”, advierte Valeria Intrieri, a cargo del registro y la gestión de la colección de Malba. Y aclara que “hay grandes diferencias entre un depósito, que solo sirve para almacenar, y una reserva”. Además de los sensores de temperatura y humedad para conservar las obras en buen estado, en esta sala que suele permanecer a oscuras -para protegerlas, incluso, de la luz- hay acceso limitado a personas del equipo que las revisan en forma periódica. La mayoría cuelga en racks cuya base está ubicada a 12 centímetros del piso, por si hubiera una inundación; otras permanecen entrepisos –donde también se guardan repuestos de época para reparar las más antiguas- o están envueltas con fiselina.
Éste es el caso por ejemplo de El pájaro amenazador (1965) de Antonio Berni, ubicado sobre la entrada para protegerla también en forma simbólica. Convive con otras creaciones de grandes maestros como Xul Solar, Alicia Penalba y Joaquín Torres García. Entre las más destacadas se cuenta La vieja carroza (1918), de Rafael Barradas; Luna y enramada (1940), de José Cuneo, y Vallombrosa (1916), de Emilio Pettoruti, que integraron la donación inicial de Costantini.
Los acervos de varios de los principales museos del país nacieron también de patrimonios privados: el de Josefina de Alvear y Matías Errázuriz Ortúzar (cuyo palacio aloja el Decorativo); Enrique Larreta e Isaac Fernández Blanco (en casas coloniales que conservan sus apellidos) o las familias que contribuyeron a formar en el Bellas Artes una de las colecciones más importantes de América Latina: desde los Guerrico y los Santamarina hasta los Hirsch o los Di Tella, sólo por citar algunas.
El rol que tuvieron en el siglo pasado importantes coleccionistas fue reemplazado en forma creciente por programas de adquisiciones impulsados por Asociaciones de Amigos y fundaciones como Antorchas y arteba, o donaciones del Fondo Nacional de las Artes, los principales bancos y artistas -como María Luisa Bemberg, Sara Facio, Aldo Sessa, León Ferrari, Ernesto Deira, Kenneth Kemble, Sergio de Loof y Alberto Heredia- o sus descendientes. Además de ceder al Moderno más de 500 obras de su autoría, Heredia legó su biblioteca, su colección, su archivo y su casa-taller de San Telmo, que está siendo restaurada para alojar la primera residencia gestionada por un museo público en la Argentina.
Para recaudar fondos con ese fin, la Asociación Amigos del Moderno realizó semanas atrás una cena en homenaje de Edgardo Giménez y su obra. Una iniciativa similar a la “Noche azul”, con la que celebró Malba Amigos a Frida Kahlo en diciembre, o a las fiestas temáticas que organizó hasta la pandemia la Asociación Amigos del Museo Nacional de Bellas Artes. El año pasado, esta última institución donó la escultura Marejada, de Noemí Gerstein, y publicó un libro que registra los valiosos aportes –incluidas 185 obras- realizados durante las últimas nueve décadas.
Otras donaciones recientes que recibió el Bellas Artes fueron las cedidas por los ganadores del Premio Nacional a la Trayectoria Artística; por los galeristas Roberto Elía y Mario Robirosa; por la Fundación Augusto y León Ferrari Arte y Acervo; por BBVA Argentina (el legado de Líbero Badii), por Matteo Goretti (parte de la colección de arte de los antiguos pueblos andinos) y por Rabobank. También se compraron otras de Gyula Kosice y Diana Dowek con fondos aportados por el Ministerio de Cultura de la Nación.
La mayoría de esas piezas, sin embargo, no se puede ver en forma presencial: de las más de 13.200 obras que integran el patrimonio del museo se exhibe entre un 10 y un 12% y el resto permanece guardado en seis reservas distribuidas en distintos espacios de la sede de Avenida del Libertador 1473. De todos modos, en el sitio web del museo es posible acceder a la colección de forma virtual y chequear cuáles se pueden ver en sala y cuáles no. Entre estas últimas se cuentan El primer duelo, de William Bouguereau; La vuelta de la pesca, de Joaquín Sorolla y Bastida; Sombra en la ventana (1925), Vino rosso (1940) y Noche de verano (1956), de Emilio Pettoruti; Primeros pasos (1936), La siesta (1943) y El matador (1964), de Antonio Berni, y Retrato del padre del artista (s/f), de Henri Rousseau.
“Las más importantes son las que en general están incluidas en la exposición permanente –dijo a LA NACION Andrés Duprat, director del MNBA-. Algunas de las obras que están resguardadas entran en exhibición a través de las muestras temporarias patrimoniales, como las actuales Papeles antiguos. Dibujos italianos del Museo Nacional de Bellas Artes y Picasso en el patrimonio del Museo, que pueden visitarse hasta el 18 de junio, o Escenas contemporáneas, en el Centro Cultural Kirchner. También hay cambios puntuales de piezas o modificaciones en el guion de distintas salas de la exposición permanente que permiten la circulación de obras en reserva”.
A esas exposiciones se sumó esta semana Fotografías de Augusto Ferrari en la colección del Bellas Artes, primera muestra individual que le dedica el museo a la obra del padre de León Ferrari. El ganador del León de Oro en la Bienal de Venecia y su hermana Susana donaron hace una década la mayor parte de las obras exhibidas, que permanecieron guardadas en las reservas del museo.
A la que resguarda el acervo en papel se llega después de atravesar una puerta secreta, un laberíntico pasillo y una puerta con llave, que se abre de vez en cuando. “El daño que produce la luz es acumulativo en el tiempo”, explica a LA NACION Mercedes de las Carreras, jefa de Gestión de Colecciones del MNBA. Tiene a su cargo un equipo de once personas, de las cuales diez son mujeres. “Necesitamos hombres”, advierte al desplazar un rack del que cuelga una enorme pintura con su pesado marco de época, en otra de las reservas muy bien camufladas.
No llegamos sin embargo hasta la “reserva madre”, como llaman a la más antigua de este edificio remodelado a comienzos de la década de 1930 por el arquitecto Alejandro Bustillo, que antes alojó la Casa de Bombas de Recoleta. Tampoco se permite a la prensa, por motivos de seguridad, acceder a las obras que guardan el Museo Nacional de Arte Decorativo (MNAD) y Colección Amalita.
“El MNAD posee un acervo de cerca de 6000 piezas de las cuales se exhibe aproximadamente un 10%. Ese porcentaje de obras en exhibición es similar en muchos museos que cuentan con acervos grandes. Ningún museo del mundo exhibe todo su patrimonio. En el caso del Decorativo, optamos por rotar de manera constante la colección permanente para que sea posible disfrutar del patrimonio que alberga”, dijo a LA NACION Marina Cañardo, quien asumió como directora en julio tras meses de intervención por la investigación de veinte piezas de arte robadas.
Para poder ver online lo que no se puede presencial, recomendó acceder al catálogo online de colecciones de museos: conar.senip.gob.ar. Pero allí se registran poco más de 4500 piezas, y en su mayoría sin imágenes disponibles. El sitio de colección Amalita, en cambio, es mucho más instructivo: en coleccionfortabat.org.ar se pueden ver obras como las de Carlos Alonso, Nicolás García Uriburu Gyula Kosice, Rómulo Macciò, Luis Felipe Noé y Alicia Penalba que se cuentan entre las 250 guardadas; las casi 150 restantes se exhiben en la muestra permanente, que rota cada cinco años.
El Museo Histórico Nacional hace lo propio: ayer inauguró Pintores de la Historia, una muestra con obras de de algunos de los pintores más importantes de su colección que representan acontecimientos importantes para la Argentina. Entre ellas, El Cabildo abierto del 22 de mayo de 1810, de Pedro Subercaseaux; La Capitulación de Salta, 1813, de Augusto Ballerini; Revista de Rancagua, de Juan Manuel de Blanes, y las pinturas de Cándido López sobre la Guerra de la Triple Alianza. Otra buena forma de rescatar un patrimonio que nunca perdimos.
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