Prosa de madurez
OBRAS COMPLETAS. TOMO 2 Por Norah Lange-(Beatriz Viterbo)-656 páginas-($ 75)
Admirada y acunada por el grupo martinfierrista a fines de los años 20, prologada y festejada por Borges, desdeñada y luego desposada por Oliverio Girondo, Norah Lange cruza la escena literaria de principios y mediados del siglo XX con su mítica melena roja, disfrazada de sirena y de musa única e inspiradora de una vanguardia conflictiva que dejaría huellas indelebles en nuestras letras. Eran tiempos de franquezas añorables: si Lange se permitía criticar la Buenos Aires de Borges por demasiado sosegada y dominguera, los compañeros martinfierristas retrucaban ensalzando la prosa de la vikinga noruega muy por encima de su poesía. De prosa trata este segundo volumen de las Obras completas editado por Beatriz Viterbo, que cubre la producción publicada a partir de 1935. Y en verdad, mientras la poesía de Lange aparece sometida al poderoso influjo del primer Borges -demasiado próximo- hasta resultar a veces su pálido reflejo, una poética muy distinta y personal se manifiesta en su prosa de madurez, atenta a un mundo sutil de gestos minúsculos espiados desde una lucidez inexorable.
La paradoja es que, a pesar del prestigio excepcional de que gozaba Lange en su condición de mujer dentro del grupo, su obra inclasificable causaba cierto malestar, precisamente por su imprevisibilidad. Y sin embargo, esa misma originalidad resulta hoy más actual que muchos de los experimentos narrativos de sus célebres congéneres. Detallista y morosa a veces hasta la exasperación, atravesada de atisbos oníricos, la prosa de Lange es a la vez densa y leve, abierta pero firmemente tejida dentro de un ritmo indeclinable. Una sintaxis de frases a veces prolongadas hasta el punto de lo irrespirable encuentra sin embargo, con rara precisión, la exacta desembocadura que la libera.
De modo similar, sus imágenes son extrañas pero nunca deliberadamente extravagantes: siempre dan en el blanco, suscitando en el lector un asentimiento que viene de las zonas más insospechadas de nosotros mismos; por eso cautivan y permanecen como una música obsesiva: "No sabes cómo cambia la palabra lámpara a la luz del día, delante de mucha gente, o cuando estamos solos, esperando"; "las manos, las mías, me parecían guantes de gamuza con hileritas de hormigas frescas subiendo y bajando y de repente grandes cantidades de harina que no me dejaban preguntar nada..." Ciertamente, esta escritura está enraizada en la infancia y sus misterios, pero a diferencia de la de Silvina Ocampo, que acudía a las mismas fuentes, están ausentes el erotismo y la malignidad, y campean en cambio en estos relatos ciertos temores inefables y una delicada compasión.
En Antes que mueran , una hilera de estampas conectadas sólo por el tono sonámbulo de quien las bosqueja, muestra gritos, ventanas, palmas de mano, cosas que se alejan mientras la muerte se aproxima. Una melancólica ternura envuelve algunos textos, en particular los últimos: un vaso que es necesario sustraer a su soledad de objeto olvidado, el minucioso recuento de una ausencia experimentada en habitaciones y muebles desencantados. La atmósfera de sostenida angustia de Personas en la sala -el relato más coherente y sostenido de la serie- se despliega en un apasionado espionaje acerca de seres inaccesibles en su silencioso misterio y alcanza un crescendo sofocante en su previsible final. En Los dos retratos una mirada perturbadora va discerniendo cambios inexplicables en retratos y espejos: metáfora de la ambigüedad misma de la vida, de las distorsiones que los celos familiares imponen en la visión de los seres odiados y queridos, dentro de una proximidad claustrofóbica.
Si hubiera que citar referencias ilustres se pensaría en aquellos grandes talentos semimarginales que manejaron con suprema delicadeza la ironía y el humor, el sueño y la sabiduría de la locura y la infancia. De Macedonio Fernández, sin duda, y sus famosos brindis, vienen los discursos de Estimados congéneres con que Lange, de pie sobre las mesas de los convites célebres, celebraba paródicamente a sus contemporáneos. Estas piezas oratorias ("fonéticas", como ella las llamaba jocosamente) merecen mayor atención que la recibida hasta ahora. Del mismo modo que los críticos encaraban la escritura de las mujeres de su generación desde un ángulo lateral, mezclando impertinentes observaciones personales a sus juicios literarios, Lange se atreve a enfrentar a los grandes de su momento -incluyendo a Girondo, Alberti o Neruda- con traviesas caricaturas, anécdotas irrelevantes, adjetivos en los que brillan la ironía y la ambivalencia y en ningún momento la reverencia incondicional. Quizá no fuera exagerado atribuir a esta actitud un cierto afán de reivindicación y represalia secreta de su sexo, esgrimida con suficiente finura y levedad como para no despertar rencorosas sospechas. Por otra parte, sus discursos permiten recuperar la intimidad amistosa y las relaciones más personales que se entretejían lúdicamente entre los miembros del Martín Fierro, y transmiten una sensación de fiesta frecuente y fraternal entre poetas que sólo perdura en muy pocos ámbitos en nuestros días.
Acaso recuerden a Katherine Mansfield la pincelada suave pero certera, la sonrisa oblicua, la gracia brillante y alada. Todos estos rasgos brillan en El cuarto de vidrio , el más sugerente e inquietante de sus relatos, aquí editado por primera vez, donde el espacio de la casa, siempre importante en los relatos anteriores, adquiere un peso casi protagónico. La obra quedó inconclusa y su lectura indica que acaso el ordenamiento de sus capítulos puede ser arbitrario. Antológica en particular es la relación del abuelo con su caballo, un capítulo difícilmente olvidable por su patetismo punzante, pero limpio de todo sentimentalismo. Asoma aquí más nítidamente la garra de lo siniestro mezclada a una magia irresistible, y los celos entre mujeres, excepcionalmente, alcanzan un clímax homicida que se disuelve luego misteriosamente. Aunque fragmentario, el texto revela una creciente maestría de Lange en el cenit de sus posibilidades narrativas.
Sustrayéndose a la imagen de sí misma, pueril y recatada, que le ofrecían sus pretendidos pretendientes, Norah Lange, con una firmeza que acaso contrastaba con sus rasgos más seductores, construyó su verdadera morada poética, distinta y perdurable. Un destino solitario se advierte en esa curiosa alternancia suya entre el exhibicionismo de sus discursos y el secreto de su narrativa, entre hartazgo y pasión: contradicciones vividas hasta el fin sin ceder al tentador propósito de resolverlas categóricamente. Estas vacilaciones, estos repliegues, la definen, más allá de la vanguardia en la que fue el blasón femenino imprescindible, como una escritora que anticipó el futuro con visión y energía decisiva, trascendiendo muchas de las olvidables pirotecnias y melosidades de sus célebres colegas. Es indudable que Norah Lange pensó la literatura con más ahínco y audacia que la mayor parte de ellos, y ese arrojo, ese riesgo flamean todavía en estas páginas, confiriéndoles su intransferible acento y su merecida posteridad.