Promesas de supervivencia
La novela de la poesía, volumen que reúne toda su obra en verso, fue premiado por la crítica en la Feria del Libro. Perfil de una obra que busca dar sentido al yo que se esconde y se revela en el nombre
Los poetas suelen hablar de nuevo cuando todo parecía dicho. Y con ese decir afirmativo, rabiosamente vital, pueden nombrar la condición póstuma, testamentaria, de toda palabra poética: acto puro de habla de un yo espectral que se empecina en sobrevivir. "¿Eso es hablar de la muerte?", se pregunta Tamara Kamenszain (Buenos Aires, 1947), con ese tono desencarnado y carnal de sus últimos textos en La novela de la poesía, el volumen que reúne los nueve libros de su obra poética y que acaba de ser galardonado con el Premio de la Crítica de la reciente Feria del Libro. "Escribir el propio epitafio/ no como un chiste de humor negro/ es contar el futuro en pasado/ decir que ya fue lo que va a venir." Cuando los poetas alcanzan esa certeza, la autoconciencia de su nombrar se precipita como una identidad. Leer toda la obra de la escritora argentina desde el comienzo es una revelación: el proyecto poético se vuelve testimonio. Eso se reconoce en la poesía reunida, escrita entre 1971 y 2012, de Kamenszain: percibir un acto de verdad que se cuenta como ficción a través del poema, con una continuidad existencial que parece, libro tras libro, causal y motivada. Novela familiar de la poesía, autobiografía tanática, voz terminal que, al remontarse en el tiempo, alcanza el sentido más profundo de una vitalidad algo desesperada pero también festiva e irónica, donde todo retorna: "Saber que todo vuelve y volverá a este irremediable principio, a este final redondo de crónica literaria", escribía la poeta en "Intento de inventar una historia", de su primer libro, De este lado del Mediterráneo (1973). ¿No parece la vida desunida reunirse finalmente en esta "novela poética" que principia como invención de una historia personal y finaliza como el sentido de un destino?
En "Destinación", poema de juventud inédito hasta este libro, como si fuera un manifiesto personal, la poeta nombra, con temprana lucidez, aquello que los lectores constatamos en los últimos poemas, escritos treinta años después: "Si es posible/ si fuera posible/ escribir el poema/ que uno escribiría a los ochenta/ o es necesario que una vida entera/ le dé sentido al raro impreciso/ pronombre personal/ para recién entonces/ con una línea imaginaria/ de hechos que se parecen/ sentarse a escribir en la creencia/ de que yo no es otro que aquel/ que teniendo veintiséis ya unía/ una cantidad de hechos que sin embargo/ nunca tuvieron unidad". Los ochenta años no han llegado, pero sí se ha cumplido la certera madurez de la edad de la poesía: toda la obra de
Kamenszain parece el despliegue de esa "vida entera" sostenida como un continuo imaginario, para dar sentido al impreciso yo que se enmascara y desenmascara en el nombre. Un nombre de familia, un nombre judío que –como escribe Enrique Foffani en el ensayo crítico que abre el libro– puede ser una manera paradójica de salir del gueto, el apellido para inventarse una identidad en el poema: "Kamenszain es una palabra compuesta que significa en idisch Szain o Schein, luz o brillo, y Kamin, hogar, lugar donde arden los leños. Por lo tanto, Kamenszain es la luz del hogar, la luz de la casa, de la casa grande con vida de living que abriga la charla y el recuerdo de los que no están, de los amigos desaparecidos".
Dos dimensiones mutuas se abren en ese ida y vuelta de la escritura, la "alternancia obsesiva donde siempre viene una y después la otra", como apuntó la autora y que sólo tienen entre sí una diferencia de grado y de tono: la poesía y la crítica. Desde El texto silencioso (1976) hasta La boca del testimonio (2007), Tamara
Kamenszain se transformó en una crítica de poesía insoslayable. Pero como en todos los poetas-críticos, sus ensayos son también autoexámenes sesgados o anticipos de su hacer poético. Y la horizontalidad de sus interpretaciones en el tiempo es puntuada por el arte vertical de los poemas que, a la vez, gestan una ficción poética autobiográfica donde "sigilosa la sujeta" ejerce, como en espejo, sus lecturas. El ensayo "La gramática tanguera" sostiene la poética de Tango Bar. Los relatos de las "enamoradas" y los "enamorados" en los ensayos de Historias de amor se transparentan con el juego de la retórica amorosa en los poemas de Solos y solas, unida al nombre vicario del "amado" por venir. La indagación de la infancia, las paternidades, las familias, los hijos, las muertes y el trabajo del tiempo en los ensayos de La edad de la poesía son la contracara de los duelos parentales de El ghetto y El eco de mi madre.
Con una insistencia que nunca pareció voluntarista, La novela de la poesía revela el preciso hilado de una trama que la lectura conjunta confirma. Por ejemplo, la profundidad con la cual la poesía de Kamenszain indagó el judaísmo en el nombre del padre, tal como lo había hecho de un modo magistral al explorar esa cuestión en la poesía de Alejandra Pizarnik. Ante ese rasgo, el episodio neobarroco de la poética de Kamenszain parece una experiencia pasajera para diluir el esencialismo del sujeto lírico en las rutilancias del signo. En cambio, desde su primer libro se hallan alusiones que hallarán una vasta culminación en El ghetto: "Pienso en mi miedo al momento del kaddish", escribía la poeta joven que también dedicó un poema a la figura del padre hacia 1973; mucho después, en 2010, ya no teme sino escribe el poema llamado "Kaddish" en el libro del duelo paterno. De todos modos, a la distancia, Los no (1977) es el libro que explora la escena y la mascarada, desde el teatro noh japonés hasta la murga criolla. Motivo barroco –"el mundo/ desplegado en su vasto escenario/ ya nació teatro"– es también, oblicuamente, el momento en el cual la poesía argentina trata de explorar el régimen de la mirada corroída bajo la dictadura, dos años antes del exilio de la poeta en México.
Los fundamentales ensayos que aparecen como apéndice en ese libro, "Bordado y costura del texto" y "El círculo de tiza del Talmud", abren el doble campo de la lengua para los libros que vendrán en su regreso a la Argentina: en el primero el espacio artesanal del hogar –en sus atenciones al detalle, a los actos del coser y del bordar, a la obsesión por los cuidados domésticos– se vuelve metáfora de la escritura de una lengua materna; en el segundo, el recorte obsesivo de los talmudistas al ghetto de su propia lengua –corte y circunsición– son comparados a los poetas silenciosos de un Talmud local "que también gestaron una poética circuncisa". Desde ese fundamento, con La casa grande (1986) y Vida de living, Kamenszain comienza a explorar las máscaras del yo femenino (otra vez, "la sujeta") en un espacio doméstico que ficcionaliza y a la vez afirma. Con Tango Bar, la poeta pasa del ámbito doméstico de lo femenino para alcanzar la retórica tanguera, como un modo de salirse de la lengua materna y volver a ella por otra vía: la sujeta será la "alegre mascarita" que discute las ronqueras del machismo, y la irrisión del sentimentalismo afirma el lugar verdadero del sentimiento al apropiarse de lo cursi, la queja ripiosa, el voseo canyengue y los arquetipos lodosos de lo arrabalero.
Y allí se produce otro giro, con el interregno de Solos y solas: El ghetto y El eco de mi madre remonta la palabra poética sobre el duelo de los ancestros. En ese libro penúltimo, la lengua materna se vuelve imposibilidad del decir a partir de la enfermedad y la muerte de la madre, en el eco lejano del idisch que se deslíe, donde el texto-tejido maternal pierde todo fundamento: "No puedo narrar/ ¿qué pretérito me serviría/ si mi madre no me teje más?". Esa vuelta trágica a la domesticidad primera, que ya no se puede contar o narrar, abre el camino a esta especie de novela familiar –o "desfamiliar", como observa Foffani, ya que se extraña de sí misma– de los poemas ulteriores, donde la poeta se pregunta cómo hablar de la muerte.
Y allí mismo, con la poesía en el cuarto propio del vacío, Kamenszain regresa de las sombras para decir de nuevo la luz del hogar y salir del gueto de la lengua. Y al hablar de la muerte dirá siempre: "escribir poesía para mí es dar y recibir una promesa/ de supervivencia".