Presente continuo
Juan José Saer, el gran escritor santafesino radicado en París, de visita en Buenos Aires, habla de su vida y de su obra. En su compleja y variada producción, que comprende novelas, cuentos, ensayos y poesía, el paisaje de Santa Fe se convierte en emblema del universo, en la que se mezclan lo urbano y lo rural, la civilización y la barbarie, apresados en un estilo admirable
Juan José Saer nació en un pequeño pueblo santafesino, Serodino, y hace casi 35 años que reside en París, frente a la estación de Montparnasse. Durante décadas enseñó literatura en la universidad de Rennes, puesto del que acaba de jubilarse. Pero sólo queda creerle cuando niega haberse afrancesado y sugiere que, para un escritor, la única patria es la lengua. A pesar de los años transcurridos, el autor de Glosa no perdió un ápice de afabilidad campechana ni a su acento se adhirieron erres o eses sibilantes. Su conversación, por el contrario, está salpicada de vez en cuando por esas expresiones coloquiales que tanto le gustan: "No sé si me dará el cuero", acota al contar que está escribiendo la que será su obra más extensa, "una novela de 400 a 500 páginas, de la que llevo escrita una séptima parte". "Me parece bien porque ya me empieza a picar el bagre", confiesa cuando termina la entrevista y se dispone a ir a cenar con amigos.
No es casual. A Saer, para muchos el más importante autor argentino vivo, no le agradan demasiado los gentilicios aplicados a la tarea de escribir "porque nadie se sienta a narrar pensando en categorías como santafesino, argentino o latinoamericano". Sin embargo, rápidamente puede encontrar un origen y una filiación: "Mi literatura está fundada en la lengua oral, en las entonaciones y el vocabulario del habla rioplatense. Cuando corrijo, si tengo que optar entre una palabra coloquial y otra más literaria, elijo siempre la coloquial. Como, para el caso, sucedía en la literatura gauchesca".
Sus novelas y cuentos forman uno de esos proyectos literarios rigurosos cuyas bases (como ocurre con William Faulkner o Juan Carlos Onetti, dos autores que admira) parecen haberse asentado milagrosamente antes de que se produjera la primera línea del primer texto. Todos sus libros transcurren en una suerte de patria chica o región en que Santa Fe deviene "la ciudad" y en la que cobran preponderancia sus suburbios y cercanías ("Un hombre siempre debe ser fiel a una región, a una zona", dice Garay, uno de sus personajes vitalicios, en uno de los cuentos incluidos en La mayor ). Esa zona, donde se cruzan lo urbano y lo rural, la civilización y la barbarie, es un rico mundo ficcional que le permite a Saer echar anclas para, desde allí, abarcar el universo en toda su complejidad. "Yo creo -dice- que en la parte está el todo. Y que el universo existe gracias a la especie humana, a la imaginación y a la conciencia humanas, que forjan una idea sobre él. Eso, en definitiva, es el arte."
El estilo es lo primero que llama la atención de un lector de sus libros. Hay que adecuarse con paciencia y placer a esas frases largas, sincopadas por comas que dan como resultado acordes singulares, una derivación de su interés declarado de llevar a la prosa algunos de los efectos extáticos de la poesía. Por otro lado, hay una continua exploración del tiempo, del espacio, de la memoria y de la percepción, que se transforma en una permanente indagación de la incertidumbre última de la realidad.
Debajo de ese espesor narrativo, están las tramas, que pueden ser mínimas o más elaboradas. En Nadie nada nunca , por ejemplo, un asesino de caballos frecuenta la región donde un hombre, en una casa a orillas del río y durante tardes de calor agobiante, asocia recuerdos con indolencia. En Glosa , que podría ser considerada una reducción al absurdo de la novela lineal, dos de sus personajes frecuentes, Angel Leto y el matemático, avanzan por la calle de la ciudad: a su alrededor la realidad crepita en una miríada de detalles mientras se evoca el cumpleaños del poeta Washington Noriega, se rememora un reciente viaje a Europa y se produce un breve salto sorpresivo hacia el futuro donde se da cuenta del asesinato de uno de ellos. Algunas de estas novelas, como El entenado , La ocasión o Las nubes , transcurren en tiempos pasados, entre indios de una civilización desconocida, en una llanura a la que arriba un ocultista que huye de la Europa positivista o en la que se traslada a un grupo de locos a través del campo. Y otras, como en La pesquisa , narra una historia policial ingeniándoselas para no caer en la literatura de género.
¿Qué une estas historias tan variadas que, sin embargo, están perfectamente imbrincadas en una obra homogénea y reconocible a la lectura de unas pocas líneas? Detrás de ese espesor narrativo, de ese vidrio esmerilado, en las obras de Saer los acontecimientos más ordinarios se codean con otros temas: las discusiones filosóficas o literarias, la intromisión de la violencia, la sensualidad, el aniquilamiento. La destrucción inevitable o la política aparecen siempre en un segundo plano que las vuelve todavía más inquietantes.
"Lo que más me interesa al escribir es experimentar. No me fijo tanto en los temas, que vienen solos. Nunca se me ocurrió hacer un recuento temático, en un sentido tradicional, de mi obra. Es cierto que la violencia aparece en mis libros, y vuelve a reaparecer. No deja de aterrarme, porque no soy nada violento. Pero tampoco me quiero preguntar las razones porque sería como matar la gallina de los huevos de oro. También es cierto que la violencia está muy presente en la tradición literaria argentina. La política, por su parte, es en el país una dimensión natural. También en mi obra, pero sólo como trasfondo. Todos estos temas están, podríamos decir, hilvanados. Alguna vez lo comparé metafóricamente con el desplazamiento de una ballena o con los saltos de ciertos peces voladores, que se hunden en el agua y vuelven a resurgir. Nunca me senté a escribir sobre tal o cual cosa."
A Saer, que lo hace a mano y después transcribe en computadora, le gusta repetir una frase de Borges: "Uno escribe como puede". Cuando se le pregunta por su estilo en busca de algún origen que pueda remontarse en el tiempo, hasta su infancia santafesina, a sus primeras lecturas o escrituras, el novelista se resigna.
"Uno escribe como puede, no como quiere. Existe un trabajo, una inclinación por un ritmo, por un vocabulario, no lo puedo negar, pero surge a medida que se realiza. Hay una anécdota igualmente que yo siempre cuento. Cuando era chico y estaba en cuarto grado, en Serodino, mi pueblo natal, yo ya decía que quería ser escritor. Mis maestras estaban muy contentas porque les gustaba que leyera y porque, según ellas, redactaba muy bien. Un buen día vino una inspectora a tomar un examen y me puso una mala nota. La razón fue que usaba demasiado la conjunción "y"... Yo creo detectar ahí la intención de querer escribir de una manera propia, de expresar las cosas de modo distinto del convencional."
La experiencia extranjera
Saer dice que también así es la vida. Y por propiedad transitiva la identidad. Se proviene de un lugar, se toman decisiones en la medida de lo posible y después es la vida, con sus azarosos modos, la que va determinando perfiles y contornos. A sus 65 años, y mirando retrospectivamente su propia actividad, está convencido de que en todo hay una importante cuota de casualidad y que lo único que existe cabalmente es el presente. El pasado, aunque deje sedimentos imborrables, va quedando atrás, borrándose de manera inexorable.
Saer comenzó a publicar en los años sesenta, una época de ebullición cultural y plena experimentación. Poco antes había salido a la luz pública el Nouveau Roman (Robbe-Grillet, Sarraute -a la que Saer tradujo-, Beckett), un movimiento de vanguardia que hacía del objetivismo su premisa principal y que al entonces joven escritor no le fue indiferente. Los nuevos directores de cine daban una orientación distinta a su arte. La pintura no le iba en zaga. El estructuralismo comenzaba a revisar las certezas del pensamiento occidental. Saer, que por aquel entonces residía en Santa Fe, estaba atento a aquellos movimientos. A la vez disfrutaba de esta capital provincial que vivía un inédito ajetreo cultural, algo que, de una u otra manera, marcó su obra. Detrás de esos personajes que van hilando casi todas sus obras (Pichón Garay, Tomatis, Leto, Barco, Washington Noriega), detrás de las referencias a la literatura, la filosofía y el arte en su conjunto, puede sospecharse un perpetuo roman ˆ clef que se extiende hasta hoy, signado por la amistad e intereses comunes.
"Siempre se extraña la juventud -dice con una sonrisa irónica, imaginando tal vez que su interlocutor exagera la importancia de la actividad de aquella época santafesina-, pero tampoco soy nostálgico. Fue una época interesante, pero tampoco me interesa volver atrás. Me siento cómodo en el presente. Sin embargo, uno siempre vuelve: en la novela que estoy escribiendo, que dura una semana, en la que se cuenta algún episodio de aquellos tiempos y que transcurre allá... -Saer señala hacia algún punto cardinal, como si quisiera marcar la ubicación de Santa Fe o la "zona", de repente idénticas, o el propio pasado inalcanzable." Y agrega: "En el mundo de todo escritor hay siempre ciertos elementos autobiográficos, yo no puedo negar que no existan en mis libros, pero están ahí perdidos, nunca en primer plano".
Pero los tiempos cambian. Aquella década se fue volviendo políticamente nebulosa. Con Onganía en el poder, Saer aceptó una beca para instalarse por seis meses en Francia. Seis meses que se volvieron permanentes. Esa divisoria de aguas fue importante en la vida del autor de Lo imborrable, pero, sobre todo, fue fundamental para el escritor.
"Vivir en Francia me sirvió por dos razones contradictorias: por un lado me ayudó a ver el país como un conjunto ("ojalá fuese una mirada joyceana", dice cuando se le recuerda al creador del Ulises mirando Irlanda desde Trieste) y me permitió relativizar la cultura de Europa. Desmitificarla y ponerla en la realidad. Al mismo tiempo creo que vivir en el extranjero es una especie de purgatorio, en el cual, sobre todo al principio, uno está un poco perdido. Creo que ayuda y es útil perderse en la oscuridad del mundo y trabajar. Si uno se queda en el lugar donde nació, la propia visión corre riesgos de empobrecerse. No niego que mucha gente que se ha quedado en su lugar de origen hizo una obra magnífica: basten los casos de (el poeta entrerriano) Juanele Ortíz o de Faulkner. Pero, al menos para mí, fue bueno pasar por una etapa de olvido y de soledad. Fue una especie de muerte y de renacimiento. Atravesé una suerte de zona negra y cuando salí, entré en otro lado."
La zona negra, más allá de las ansiedades de tener que ganarse la vida en un país ajeno, Saer la pone en relación con sus libros: después de su partida, estuvo catorce años sin publicar en la Argentina. Tal vez por esa experiencia de alejamiento, a partir del retorno de la democracia decidió que sus libros salieran siempre, en primer lugar, en la Argentina (única excepción a la regla es La ocasión , publicada en España cuando se le otorgó el Premio Nadal).
En aquellos años signados por la oscuridad de la dictadura publicó justamente El limonero real (1974), que acaba de reeditarse. Es la novela en la que Saer alcanzó a dominar definitivamente su estilo y su pericia técnica (aunque la previa Cicatrices , todavía apegada a un realismo más clásico, es un prodigio de construcción).
Saer estuvo, asegura, dos décadas sin releer este libro que le llevó nueve años concluir y que había empezado a escribir en verso. ¿Cómo lee un escritor con una veintena de libros a sus espaldas una novela escrita más de un cuarto de siglo atrás?
"Lo leí para esta edición -confiesa- como si lo hubiera escrito otro. De muchas cosas ni siquiera me acordaba. Fue una sorpresa agradable, que no es algo que me pase con todo lo que escribí. Con este libro, sin embargo, mi sensación es que tiene su originalidad y que su lectura no presenta dificultad. Ocurren, como en muchos de mis libros, cosas muy ordinarias, muy comunes, pero tiene la estructura poética que buscaba para que la escritura fuera mucho más elaborada que un mero relato realista. `Es tu novela de gauchos´, me dijo alguien una vez. `Sí -le contesté-, pero sólo mis gauchos fuman Chesterfield´."
"Siempre tengo la impresión -agrega- de que las últimas cosas que escribí son mejores que las anteriores. Mi mirada es retrospectiva. No veo mi obra desde el principio hacia adelante, como un continuo, sino desde el presente hacia atrás. Por eso, por ejemplo, cuando el año último se publicaron mis cuentos completos invertí el orden cronológico para que el lector pudiera compartir mi propia perspectiva."
Saer siempre sostuvo que la escritura precedía cualquier reflexión sobre su arte. Pero también sostuvo durante años una inflexible postura teórica que no se cansaba de repetir en las entrevistas: "No escribo cuentos". La edición, el año último, de los Cuentos completos , una abigarrada colección de más de 500 páginas, parece haberlo hecho rever su posición. Dice haber descubierto en el índice, casi eufórico, que la cifra de relatos ascendía a setenta y nueve. Cuentos más convencionales los primeros; otros, largos como una nouvelle ("El taximetrista"), otros breves como una reflexión inspirada (los incluídos en La mayor , en el apartado "Argumentos").
"No recordaba haber escrito tantos, la verdad. El mayor placer fueron los cuatro inéditos. De "El camino de la costa" me había olvidado por completo, y sólo ahora que hablamos me viene a la memoria que iba a ser parte de una colección dedicada a las cercanías del río. Fue el antecedente directo de El limonero real ."
Esta demora en reconocerse como cuentista parece eco de su convicción de la lentitud de la buena literatura, aquella que va haciendo camino despaciosamente, sin buscar efectos rápidos ni conquistar a la industria cultural. Que la literatura tiene sus propios modos de supervivencia es evidente para Saer si se hace un repaso de las tradiciones literarias.
"Basta fijarse en los escritores que ocupan un lugar central en la literatura argentina de hoy. Gente como Macedonio Fernández o el propio Borges, que fue durante años, y sigue siendo, un escritor muy minoritario. Si uno recuerda cómo era la literatura argentina de hace cincuenta años, descubre que sólo dos o tres personas hablaban de Macedonio. Ahora es imposible concebirla sin él. En aquellos tiempos uno leía a Borges o a Arlt, no a los dos. Hoy sabemos que los dos existen en la literatura argentina. Cada uno tiene un mundo propio y eso es lo importante."
Saer no está hablando de sí mismo, por supuesto. Pero la regla puede aplicársele. Los libros del escritor, que jamás envió un ejemplar a un crítico y que no ha hecho más de la cuenta para que su obra se conozca, fueron haciendo, en solitario, su camino hasta llegar al lugar de privilegio que ocupan hoy. El lector va a sus libros por propia decisión y no a la inversa: como él mismo, en su adolescencia, fue a una librería de usados y se dirigió hacia aquel primer ejemplar de Faulkner que no lo buscaba, que apenas lo esperaba, silencioso y disponible.
Perfil
Origen: hijo de padres de ascendencia siria, Saer nació en Serodino, provincia de Santa Fe, en 1937. En 1968 se trasladó a Francia, en donde vive desde entonces.
Novela: Responso (1964), Cicatrices (1969), El limonero real (1974), El entenado (1983), Glosa (1985), La pesquisa (1994), Las nubes (1997), entre otras.
Cuento: Unidad de lugar (1967), La mayor (1976), Lugar (2000), Cuentos completos (2001).
Poesía: El arte de narrar (1977).
Ensayo: Para una literatura sin atributos (1988), El río sin orillas (1991), entre otros.
La función de la crítica
Aunque Saer publicó artículos críticos desde la década del setenta, sólo en los últimos años se animó a reunirlos en volumen. El concepto de ficción (1997) y La narración-objeto (1999) contienen ensayos de diversa índole, como una recordada y lúcida defensa de Antonio Di Benedetto, el autor de Zama .
"No me considero realmente un crítico porque un crítico debe tener una disciplina de la que yo carezco. Aquellos ensayos los escribía en cuadernos y hubo muchos que nunca pensé publicar; incluso algunos permanecieron inéditos durante treinta años, sin ser pasados a máquina. Se trata antes que nada de una visión personal de la literatura, porque mis decisiones son muy arbitrarias. Por eso algunos amigos a veces se agarran la cabeza cuando hablo de autores que a ellos les gustan y yo detesto, como (Vladimir) Nabokov. Hay otros que no son considerados tan buenos y a mí me gustan muchísimo."
"A mí la crítica me sirvió, como también me sirvieron algunas de mis clases, muchas veces, como pretexto de reflexión para mi trabajo literario. Es, en el fondo, una reflexión sobre mi literatura. Esos artículos de los libros son distintos, por ejemplo, a los que estoy publicando actualmente en diarios. En estos, paradójicamente, hay mucha más creación. Es un modo de intervenir en el mundo exterior, que poco y nada tiene que ver con mi literatura."