Postal de un carnaval en Buenos Aires
Un escenario con micrófonos, unos banderines, unas vallas de seguridad armando un camino hasta el escenario, un puesto de choripanes, un puesto de venta de pomos de espuma y un grupo de hombres, mujeres y niños con galeras y ropas brillantes revoleando pies y manos al ritmo de unos bombos mientras llega el siguiente grupo en un colectivo escolar. Ésa fue mi postal del Carnaval en Buenos Aires en los distintos corsos que visité en los días feriados. A veces estos mismos elementos se ordenaban de otra manera, según si el desfile era en una plaza o en una calle cortada, pero todo parecía estar estandarizado, como una fórmula que se repitiera idéntica en todos los barrios.
A pesar de que las murgas tenían diferentes nombres y colores en la ropa, al cabo de un tiempo las caras y gestos se confundían. Algo del efecto de la repetición -siempre los mismos pasos, la misma música- me fue colocando en una suerte de hipnosis. Por momentos me agolpaba contra la valla para ver de cerca la cara sudada de los bailarines; en otros me quedaba más lejos, entre la horda de niños que se batían a duelo con espuma. Aunque trataba de seguir el ritmo con las palmas, era difícil bailar de este lado del vallado. En Río de Janeiro, fuera del Sambódromo, no hay vallas: los blocos da rua se van moviendo por la ciudad.
Y como el que no baila piensa, me quedé abstraída mirando las comparsas y haciéndome preguntas. ¿Cuántas horas se tarda en coser un traje? ¿Se votará en una asamblea cada paso, cada ropa, cada canto? ¿Quién escribe las letras? ¿Existe un manual de pasos de murga? ¿Los que tocan el bombo eligieron ese instrumento o son los pataduras del barrio? ¿Serán los niños que bailan los hijos de las mujeres que bailan?
Durante el año había visto ensayar a algunas murgas en las plazas, donde se congregaban -sin vestuario pero con mucho espíritu- para repetir una y otra vez los mismos pasos. Era como una clase de aerobic en familia: delante de todo, una líder con silbato seguida por un grupo de mujeres con calza que copiaban los pasos, y detrás de ellas, unos hombres haciendo música con bombos y redoblantes; y por todas partes, los niños que daban vueltas alrededor. Pero ahora, vestidos con sus trajes, eran como personajes de ficción. Habían entrado en otra dimensión, eran parte de un espectáculo.
Entre baile y baile empecé a escuchar las cosas que se decían en el escenario, a veces en tono de arenga, otras de sátira. Una mujer de la murga de Parque Patricios dijo: "En esta murga bailan chicos de la villa, como los que recibieron las balas de goma". Un hombre sin traje ni maquillaje se subió al escenario y dijo: "Parece que el 51% se va transformando en 40, y sigue bajando". Otro, trajeado como un superhéroe llamado Subeman, llevaba en la mano una tarjeta gigante de la Sube y hacía un dúo con un payaso sobre el aumento del precio de las cosas. Los números satirizaban la política actual y pretendían ser graciosos, pero no lo eran tanto. Era como una manifestación disfrazada. En el Carnaval no hay policía, ni carros hidrantes, ni balas de goma.
La autora es escritora, dramaturga y directora de teatro
lanacionarMás leídas de Cultura
“Enigma perpetuo”. A 30 años de la muerte de Liliana Maresca, nuevas miradas sobre su legado “provocador y desconcertante”
“Un clásico desobediente”. Gabriela Cabezón Cámara gana el Premio Fundación Medifé Filba de Novela, su cuarto reconocimiento del año
Martín Caparrós. "Intenté ser todo lo impúdico que podía ser"