Post pandemia: "humanimalismo" para regresar a la vida en tiempos catastróficos
El hecho de escribir acerca de esta calamidad planetaria por la que atravesamos me saca de las casillas. ¡Se suman tantos factores que confluyen en ese estado de ánimo! Mi especial ignorancia sobre los orígenes de la enfermedad, mi miopía para comprender las etapas de su decurso, la oscuridad contradictoria del presente que nos exigiría continuar la cuarentena con el fin de evitar más muertes y, a la vez, desplegar cierto coraje a la hora de regresar a la vida (no uso la palabra "normalidad" y mucho menos "nueva normalidad", uno de los mayores sofismas vacíos de contenido de los muchos que circulan y eclipsan la explotación de la "normalidad" pasada así como el mantenimiento enmascarado del statu quo social previsible en el futuro), la opacidad radical del porvenir a cuya disipación la memoria histórica poco ha contribuido: he aquí los hilos principales que tejen mi desasosiego. Podría decir, como historiador, que la humanidad siempre resistió las epidemias y que sobrevivieron tanto ella cuanto sus obras e instituciones, adaptadas y reformadas (aunque no siempre) a las heridas lacerantes que el contagio de la enfermedad y la muerte generalizada produjeron en el cuerpo de las sociedades. Así fue, hasta ahora, desde los tiempos de la peste bubónica de Asdod y de otras ciudades filisteas, narrada en el primer libro de Samuel (5-6), hasta la gripe española, los estallidos de la poliomielitis en los años cincuenta y la matanza espantosa, lenta, persistente que produce el sida desde 1981. Si a semejante resiliencia humana agregamos la fuerza pura y práctica de la ciencia médica, la esperanza –no solo de un alivio, sino de una solución a la crisis sanitaria mundial que nos aqueja– no parece ilusoria.
El impacto de la propagación del covid-19 sobre la economía mundial es un tema tanto o más complejo que el biológico, pero también existen señales de que el Ragnarök tan anunciado, en cuya descripción solemos regodearnos los intelectuales, posee altas probabilidades de ser evitado. Ni la mortandad de seres humanos (devastadora, por cierto, para el ánimo de cualquier habitante honesto de la Tierra) se anuncia tan alta como en los casos del siglo XX citados hasta ahora, ni el aparato productivo sufre una destrucción como las características de una guerra o de un desastre natural, por tanto no es absurdo imaginar que una intervención equilibrada de los estados en el proceso de capitalización pública y privada será capaz de reconstruir la economía de las naciones y los pueblos. Si y solo si algo de sabiduría despierta en la mayoría de la población del planeta el marasmo y vemos en este drama la ocasión de limitar y regular el crecimiento productivo para iniciar la reversión del cambio climático, al mismo tiempo que recreamos el Estado-providencia con el doble propósito de garantizar: 1) el cuidado universal de la salud humana y de las especies vivas con que compartimos la biosfera; 2) una distribución del ingreso y un reparto de la riqueza que permita impulsar las organizaciones políticas hacia el cumplimiento de los desiderata de la igualdad, la libertad y la solidaridad.
Ahora bien, lejos de mí no distinguir entre lo real, lo posible y lo deseable. Hay un factor básico, de la psique individual y de cualquier proyecto colectivo que apunte a una expansión fraterna de la actividad humana, que se encuentra bastante ausente de la escena en estas circunstancias, salvo quizás entre nuestros semejantes que ocupan las primeras líneas de la lucha contra la pandemia, esto es, enfermeros, médicos, paramédicos, y en un puñado, bastante exiguo, de mujeres y hombres de Estado que establecen los marcos legales y políticos de la emergencia sociosanitaria. Me refiero a lo que Stephen Crane llamó "el rojo emblema del coraje", título de una célebre novela suya, publicada en 1896 cuando tenía 25 años (Crane moriría de tuberculosis antes de cumplir los 30, en 1900). Entre la torpeza, los melindres y el cinismo, me temo que la generación en el poder y tal vez la que le sigue no estén a la altura de los desafíos que plantea nuestro devenir. ¿Acaso exhibimos y practicamos la valentía, la convicción respecto de algún valor que nos entusiasme al punto de entregar la vida, la resolución audaz de nuestros antepasados, muy cerca de nosotros, que derrotaron a Hitler, el mayor satán de la historia? Me atrevería a decir que no, cuando hasta decir lo que se piensa y no pensar lo que se dice provoca en nosotros un extraño temor, el de la corrección política asimilable a la "barbarie de la reflexión" que Giambattista Vico colocó al final de la curva evolutiva de las civilizaciones. No obstante, reconozco que, en varios espíritus de la hora (los que acabo de enumerar en el combate a la enfermedad), el coraje ha regresado por sus fueros y ha comenzado a erigirse en modelo de conducta. Ojalá se repita el proceso en el futuro inmediato, cuando la humanidad total deba enfrentar la cuestión de la naturaleza y del ambiente en la Tierra.
Perdonen, desocupados lectores, que parafrasee a Horacio, el poeta latino del siglo I a.C., y me describa como un puerquito en el jardín de los empíricos. En los parágrafos anteriores, hay demasiada teoría, excesivas generalidades y expresiones de anhelos. Quisiera remitirme a fenómenos, a hechos escuetos que pertenecen a los campos de mi experiencia reconocida, aunque ridículamente estrecha, de la historia del arte y de los estudios culturales. Me concentraré ahora en dos casos: el primero es el de una obra de arte concreta, producida en las últimas semanas en nuestro país; el segundo es el del despertar de la vida animal, súbito, inesperado, reconfortante, que han disparado la cuarentena, la inmovilización y el confinamiento de casi cuatro mil millones de seres humanos en nuestras madrigueras. En el primer ejemplo, procuraré detectar el núcleo duro del mal y la tristeza que nos afectan; en el segundo, pensar que el contenido de una expectativa racional donde anudar nuestros proyectos, respecto de la naturaleza a la cual pertenecemos, sería algo radicalmente nuevo, único y enaltecedor en la historia.
II
Diana Dowek ha pintado estos días un cuadro conmovedor, hasta cierto punto desesperante, Pandemia; siete personajes en uniforme médico que no deja ver ni un milímetro de la piel. Es probable que la figura del primer plano a la derecha y la del segundo plano a la izquierda sean mujeres; tal vez lo sea también la que asoma la parte superior de la cabeza entre dos hombros. Adivinamos las formas de los torsos y las piernas, vislumbramos apenas algunas facciones a través de las máscaras translúcidas, los cartílagos de las narices, los arcos superciliares, los cuencos de los ojos. Las manos enguantadas, negras, podrían ser simulacros robóticos de manos verdaderas, pinzas articuladas. El objeto visto de frente, quizás una autoclave o el monitor de un respirador, se combina con el objeto misterioso visto en perspectiva, por delante y a la izquierda del grupo de seres humanos o autómatas en marcha hacia nosotros, para darnos una sensación del espacio que de ellos nos separa.
La imagen despierta la memoria visual y recordamos varias cosas del archivo iconográfico que nuestra civilización acumuló, de modo capilar y subliminal, en nuestra mente: los llorones de la Cartuja de Champmol en Dijon, atribuidos a Claus Sluter; los dolientes de la tumba de Philippe Pot, tallada en piedra y policromada a finales del siglo XV (las capuchas ocultan las caras de los portadores del cadáver, visible solo si nos tiramos al suelo); la joven que alegoriza el pudor y el Cristo muerto, esculturas en mármol cuyas cabezas se muestran veladas (un caso de tamaña destreza técnica que refuerza la impresión de lo numinoso) en la capilla napolitana del príncipe de San Severo alrededor de 1750; las máscaras perturbadoras y ambiguas del carnaval veneciano en los cuadros de Pietro Longhi y Giandomenico Tiepolo durante el siglo XVIII; los dolientes modernos portadores del ataúd en El entierro de Ornans, pintura de Courbet de 1849-50; los soldados gaseados de la Primera Guerra Mundial que retrató John Singer Sargent en 1918 y los militares norteamericanos en Europa con máscaras antigás, fotografiados en septiembre del mismo año.
En toda esta constelación, la mayor parte de los elementos tienen una relación directa con el dolor, el duelo y la muerte salvo, por supuesto, las representaciones carnavalescas que tocan la cuerda de la alegría y, sin embargo… Sin embargo, sus protagonistas poseen una ligereza, despliegan un efecto de movimiento inestable, efímero y de apariencia transitoria (falta poco para que caigan las máscaras, cese la danza, se desvanezca la seducción) que nos empujan a pensar y sentir la caducidad del mundo. A primera vista, la inserción del cuadro de Dowek en el breve atlas de la fórmula no debería presentar dificultades. Pero no es así, porque los enmascarados de Pandemia no habrían de ser los dolientes que llevan el muerto al sepulcro, ni los velados que auscultan o pertenecen al territorio de ultratumba, ni los alegres falsarios que, mediante risas y burlas, celebran lo evanescente, ni las víctimas de la crueldad técnica y científica de sus enemigos. Suponemos que los enmascarados de Pandemia llegan hasta nosotros con el fin de salvarnos la vida. Mas deberíamos aceptar que, para quienes los vemos y esperamos, las emociones nos traicionan pues nos resulta complicado, sino imposible, sustraernos a la idea falsa de que son portadores del horror y la muerte. ¿Seremos capaces de desarmar e invertir significados y pasiones que, al menos en Occidente, hicieron de los uniformes, las capuchas, las máscaras o los velos imágenes estremecedoras de la nada final? Ignoro si acaso Diana Dowek se propuso poner en el escenario semejante efecto. Más bien creo que su arte fue vector involuntario del estallido de los significados seculares de una civilización que, tal vez, ha llegado a su hora final.
III
Hace poco más de un mes que circulan filmes y fotos espléndidas, en las que vemos ciervos de paseo en París, lobos marinos repantigados en el puerto de Mar del Plata, cisnes y cardúmenes multicolores en los canales de Venecia, pumas en Santiago de Chile, miles de gaviotas en las playas cercanas a Lima, monos en las ciudades de Tailandia y, maravilla de maravillas, elefantes salvajes en las plantaciones de té de Yunnan, China. Según se dice, se trata de animales que, liberados del miedo a los seres humanos, transforman nuestras aldeas y espacios urbanos en campos de sus correrías, al socaire del retroceso espectacular de la contaminación que ha provocado la parálisis de la gran industria y del transporte, y que revelan las tomas satelitales de enormes áreas del globo, donde regresaron los azules claros de la atmósfera limpia en reemplazo de los pardos indicadores de altas cotas de polución. Los trabajos de Jane Goodall y Jeffrey Masson, entre otros biólogos, nos permiten adscribir esas reacciones de los animales a la intensa vida emocional que poseen, un aspecto de la psique que hemos reservado a la humanidad y negado ciegamente a estos otros seres vivos. Hoy, la zoología reconoce la existencia de sentimientos no instintivos sino consecuentes de un aprendizaje, de una volición y de una experiencia propia de cada individuo que, al ser compartida junto a otros miembros de la especie, hemos considerado hasta ahora como automatismos absolutamente pre-determinados por la genética. Parecería que no es así y que los animales poseen también una historia entretejida con la historia proteica de la humanidad.
Es más, en 1979, Claude Lévi-Strauss dijo: "Al arrogarse el derecho de separar radicalmente la humanidad de la animalidad (a partir de un pensamiento centrado en lo propio del hombre), el humano occidental abrió un ciclo maldito […], en el que se separó a ciertos hombres de otros hombres y se reivindicó en provecho de minorías cada vez más restringidas, el privilegio de un humanismo que nació ya corrompido [...]".
De allí que sería muy bueno comenzar el proceso de nuestra reconciliación con la naturaleza postulando un humanimalismo que considere los orígenes y el destino comunes que los animales humanos tenemos con los demás seres se-movientes, sentientes y pensantes con quienes heredamos las tierras, las aguas y el aire. Paradójicamente, es probable que esta nueva cercanía respetuosa y no posesiva nos resguarde del salto letal de los virus entre especies. Murciélagos, pangolines y antropoides conviviríamos sin grandes riesgos para nuestras identidades biológicas en la misma nave que, sin remos ni velas, boga alrededor del sol. ¿Por qué no proponer, a modo de nueva insignia de nuestro coraje la imagen del elefante compuesto, formado por la yuxtaposición de decenas de seres humanos y otros animales, que inventaron los miniaturistas del Gran Mogol en la India de los siglos XVII y XVIII? El más adecuado sería uno fechado en 1730, montado por un simio y con su trompa erguida. Se diría que está feliz de darnos ánimos.
* El ensayo "Pintar y mirar un cuadro para conocer, humanimalismo para regresar a la vida en tiempos catastróficos" integra el volumen colectivo Porvenir. La cultura en la post pandemia que, editado por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires con Fundación Medifé, puede descargarse en www.buenosaires.gob.ar/culturaencasa
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