“Porque era él, porque era yo”
Es una película de cámara conmovedora y excepcional sobre la amistad, pero va mucho más allá: Dueto, dirigida y actuada por el escritor y cineasta Edgardo Cozarinsky y el actor, ahora también director, Rafael Ferro. El próximo viernes, 29 de diciembre, a las 22, se la da por última vez en el Malba.
Durante la pandemia, Rafael Ferro le propuso a Edgardo que hicieran una película sobre la relación de amigos que los unía desde hacía quince años; empezarían por registrar sus charlas, silencios, o situaciones que se les ocurrieran.
La harían en color, sumarían videos familiares y sueños en blanco y negro. De los encuentros, surgiría algo. Poco a poco incorporaron elementos del pasado. Fotografías de distintas épocas, fragmentos de películas y de la única obra teatral (un biodrama), que Edgardo dirigió en su carrera, Squash.
Ferro tenía el papel principal y narraba parte de su niñez y su trayectoria como jugador profesional de aquel deporte en Alemania donde tuvo su primer contacto con las drogas y vivió su primer dueto con un colega deportivo, su mejor amigo, que se suicidaría.
También incluyeron episodios lúdicos con máscaras, cabezas de animales en cartón mache, y escenas imaginarias donde actúan. Se conocieron en 2005 cuando Ferro se presentó al casting convocado por Cozarinsky para Ronda nocturna. Cuando este vio la foto del actor, se dijo: “Yo quiero filmar esa cara”. En uno de los diálogos de Dueto sobre lecturas y cine con citas y referencias, Edgardo le confiesa a su compinche: “Sos la imagen de lo que yo hubiera querido ser en mi juventud: rebelde…”
Los viajes al campo argentino y al extranjero de los dos amigos aparecen documentados; a veces, el fondo de las conversaciones es la pampa; pero sobre todo lo es el silencio o los sonidos de la naturaleza (efecto magistral). De todas esas imágenes, quizás las de mayor impacto sean las de Camboya, en especial las de Ankgor Wat, el célebre templo. Allí ambos se tatuaron, cada uno en una muñeca, el mismo símbolo zen, un enso (círculo) rojo, que representa el vacío del universo dentro y fuera de él; el más elevado estado de meditación, que permite estar libre para crear.
Los fragmentos dispersos van tomando formas; el rumbo incierto del principio fluye como el curso de un río, la memoria cinematográfica de esa amistad cobra cuerpo, y adquiere relieve el silencio, ya sea el de la pampa desmedida o el que surge en medio de un diálogo que lleva a Rafael y a Edgardo al ensimismamiento. En escenas imaginarias, Edgardo entra solo, a hurtadillas, cubierto por una campera negra y la capucha puesta, en la casa solitaria de Rafael, la inspecciona y se apropia de esa intimidad; en montaje paralelo, Rafael hace lo mismo en el departamento de Edgardo, se sumerge en la biblioteca. Es un lector voraz. En cierto momento, Edgardo y Rafael, por medio de una sobreimpresión, se sientan en la misma silla y, fundidos, se convierten el uno en el otro.
Quizá el momento más elocuente de la película sea el diálogo sobre el amor y la amistad que transcurre entre Ferro y Cozarinsky, sentados al anochecer en el reborde de la pileta de natación de la casa de Rafael.
En medio de un silencio, Edgardo le dice a Rafael que lo ama. Esa declaración no tiene un sentido sexual; señala más bien el punto extremo de una amistad cuya intensidad lleva a la identificación. El profundo silencio entre los dos se prolonga, se hace embarazoso. Edgardo mira el cielo; Rafael, cabizbajo, ve encima del reborde lo que podría ser un tallo; de a poco, con suma delicadeza lo acerca sobre el reborde hacia él como si desplazara algo frágil, valioso, y sacro. Nada hay más importante en la pantalla.
“Porque era él; porque era yo”. La amistad inefable.
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