Por una nueva literatura romántica
Llegué tarde a Bolaño, es decir, empecé a leerlo cuando el pobre Roberto llevaba tres o cuatro años muerto y sus cenizas se habían integrado definitivamente a las azules aguas del Mediterráneo. Llegué tarde pero eso no morigeró el impacto: primero fue Estrella distante, después los cuentos de Llamadas telefónicas y recién entonces Los detectives salvajes, la última gran novela latinoamericana del siglo XX. Descubrir el universo Bolaño tuvo el mismo efecto inaugural que leer por primera vez a Borges, a Cortázar, a Onetti, a García Márquez.
Luego se cometieron los abusos de los que suelen ser víctimas los autores exitosos que se mueren temprano, y se publicó hasta su lista de compras del supermercado. Entonces, muchos lectores nos distanciamos de su obra con algo de pena. Pero Bolaño no tenía la culpa: el exceso de papeles desenterrados, muchos de ellos sin interés, no logró opacar una de las obras más vitales de la literatura contemporánea. Porque cuando uno lee a Bolaño no solo quiere seguir leyendo: también dan ganas de ponerse a escribir, e incluso de salir de viaje por el mundo en busca de aventuras nuevas y poetas secretos. ¿Qué otro autor convoca esas fuerzas hoy, qué otro permite ser disfrutado por lectores y escritores al mismo tiempo?
Acaba de aparecer A la intemperie (Alfaguara), libro que reúne sus notas de prensa, discursos y conferencias de 1975 a 2003, año de su muerte. Se trata de una edición ampliada de aquel volumen titulado Entre paréntesis, con un orden cronológico claro y algunas imágenes facsimilares que le dan a la colección un aire definitivo, que invita a reencontrarse con el Bolaño columnista y polemista; es decir con el Bolaño lector, ese que trazaba fronteras literarias a golpes de hacha e ironía. Ahí están el luminoso “Discurso de Caracas” y el ominoso “Derivas de la pesada” (donde Bolaño lee la literatura argentina con la lucidez que solo puede tener alguien que no es argentino), y también el crepuscular e incompleto “Sevilla me mata”, escrito pocos días antes de su muerte, a los 50 años por una enfermedad hepática.
Bolaño fue un autor romántico. Alguien capaz de afirmar que escribir es como “saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso... correr por el borde del precipicio: a un lado el abismo sin fondo y al otro lado las caras que uno quiere, las sonrientes caras que uno quiere, y los libros, y los amigos y la comida”. Alguien que incluso supo ver con mucha anticipación los males que aquejan a la ficción actual: “Una literatura del yo, de la subjetividad extrema, tiene que existir y debe existir. Pero si solo existieran literatos solipsistas toda la literatura terminaría convirtiéndose en un río de autobiografías, de libros de memorias, de diarios personales, que no tardaría en devenir cloaca, y la literatura también entonces dejaría de existir”.
Hoy nuestros escritores parecen afectados por dos males: ese abuso autorreferencial del que hablaba Bolaño y cierta inclinación por hacer que sus ficciones incorporen asuntos de la agenda social o mediática. Cada vez más seguido las novelas reproducen una literatura temática que viaja directamente de las páginas de los medios a las librerías; discusiones y polémicas (identidad de género, lenguaje inclusivo, el menú es extenso) que la buena literatura siempre supo reflejar aunque a destiempo, de forma elusiva: nunca de manera explícita, como argumento de venta, desde las contratapas de los libros.
Creo que necesitamos más autores románticos, enfermos de literatura: que no vean en ella un mero vehículo de consagración o prestigio sino un arte al cual dedicarle la vida. Menos preocupados por las redes sociales y más dedicados a construir una obra. Bolaño fue uno de ellos. Sus libros respiran literatura. ¿No es hora de que los escritores vuelvan, como él, a enamorarse de su oficio?
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