Por qué Virginia Woolf es hoy el doodle de Google
Virginia Stephen nacía hace 136 años en Londres en el número 22 de Hyde Park Gate, una calle bautizada en honor al inmenso parque vecino, un pulmón de la capital británica. Este barrio elegante y sofisticado recibe a los turistas que se acercan al Museo de Ciencias Naturales, al majestuoso Museo Victoria & Albert (ambos gratuitos) o la sala de conciertos Royal Albert Hall. Pero también peregrinan por estas coordenadas los lectores de una de las plumas más exquisitas del siglo XX: Virginia Woolf.
La pequeña Virginia tardó en hablar y recién a los tres años comenzó a expresarse, a hacer escuchar su voz en una casa habitada por muchos niños. Quien precisa este dato es su sobrino Quentin Bell en la biografía llamada Virginia Woolf (1972). Los padres de Virginia habían estado casados antes de conocerse y los viudos sumaron a los ya cuatro niños, cuatro hermanos más: Vanessa, Thoby, Virginia y Adrian. Vanessa, como su hermana Virginia, y a la usanza de la sociedad de la época no utilizaron sus apellidos de solteras tras su casamiento. La pintora Vanessa Bell [Vanessa Stephen se casó con Clive Bellt ardó en ser reconocida, siempre a la sombra de su hermana, sin embargo, el año pasado Londres estuvo empapelado con los afiches que anunciaban la retrospectiva de la artista plástica que se realizó en Dulwich Picture Gallery.
A la residencia del n° 22 de Hyde Park Gate asistían intelectuales destacados como Thomas Hardy (Judas el oscuro, Lejos del mundanal ruido o Tess D´Urbervilles), Henry James (Otra vuelta de tuerca, Las alas de la paloma, etc.) y el pintor prerrafaelista Edward Burne-Jones, para quien la madre de la escritora posó. Su imagen etérea puede verse en “La princesa Sabra”.
En 1904, a los 12 años, y luego de la muerte de sus padres –su madre primero, un hecho que sumió a su padre en una profunda depresión– los cuatro hermanos se mudaron de esa residencia que tantos fantasmas solían visitar. Alquilaron una casa en el número 46 de Gordon Square con la magra renta que les había dejado su padre, crítico literario y escritor. Esta área, conocida como Bloomsbury (cerca de la estación de subte Euston Square, donde se encuentra la Biblioteca Nacional), no era un barrio sofisticado como sí lo era Kensington, donde los hermanos habían pasado su infancia. Virginia fue la última en instalarse, ya que debió pasar una temporada con su tía materna tras una crisis nerviosa. Recuerda Quentin Bell en la biografía sobre su tía que esta casa bohemia se diferenciaba notablemente del estilo victoriano y su ornamentación, ya que las paredes eran blancas y desnudas y sobre ellas había cuadros. Es, curiosamente, en esta misma dirección, donde luego viviría el economista John Maynard Keynes. En la actualidad una placa de cerámica azul solo señala esta casa como la residencia del padre del liberalismo.
En 1907, Virginia Stephen, aún soltera, se mudó a 29 Fitzroy Square, donde vivió hasta 1911. Otra curiosidad emerge en esta casa, donde sí está señalado que residió la escritora. Sobre esta placa hay otra, rectangular, que indica que George Bernard Shaw también vivió entre aquellas paredes. Aunque las ideas del denominado Grupo Bloomsbury eran liberales, las amistades y los hermanos de la narradora buscaban un partido para ella. Lytton Strachey sería el único que despertaría el interés de Virginia (también había enamorada a Leonora Carrington). Sin embargo, Virginia se casó a los 30 años –ya a una edad que generaba risas y miradas menoscabadoras en la pacatería de la época– con Leonard Woolf. Con este escritor y editor tuvo una vida apacible y fueron inseparables en sus actividades sociales. Juntos fundaron Hogarth Press, que publicó, entre otras obras, La tierra baldía, de T.S. Eliot y las obras completas de Sigmund Freud, a quien visitaron a menudo en Londres, luego de que el padre del psicoanálisis hubiese logrado escapar del nazismo.
Virginia Stephen se convirtió en Virginia Woolf. La pareja eligió un lugar apartado de Bloomsbury, en Richmond, pero luego de algunos años, regresarían al epicentro cultural de su tiempo. Michael Cunningham escribió Las horas, donde imagina en una de las tres tramas que la componen, los últimos días de la escritora. “Si alguien hubiese podido salvarme, habrías sido tú. Lo he perdido todo menos la certeza de tu bondad. No puedo seguir arruinándote la vida. No creo que haya dos personas que hayan sido más felices que nosotros”, le escribe un personaje llamado Virginia Woolf a su marido en los instantes previos al suicidio.
En 1924, el matrimonio Woolf, gracias al éxito de su emprendimiento editorial, adquirió una casa en el número at 52 Tavistock Square (frente hay una plaza donde hay un busto en homenaje a la escritora). Este edificio está reconstruido, ya que fue dañada durante un bombardeo alemán durante la Segunda Guerra Mundial. También vivió a pocos metros de esta casa el mismísimo Charles Dickens.
Este es el periplo que realizó Virginia Woolf, pero sus personajes se movían en otros sitios de Londres. Mrs. Dalloway, señala el narrador, vive en Westminster y el Big Ben marcaba el ritmo de su rutina. Durante la mañana del día en el que transcurre la acción, se aleja de su casa por Victoria Street. Clarissa Dalloway siente particular fascinación por el trayecto que va de Oxford Street a Bond, que en el momento del relato, 1923, y en la actualidad, sigue siendo un circuito comercial. Toda la novela precisa las coordenadas por donde se mueven los personajes. Además de Clarissa Dalloway aparece Septimus y aquí emerge un dato no menor. Gabriel García Márquez utilizaba para su columna “La Jirafa”, en El Heraldo, el diario de Barranquilla, el seudónimo de Séptimo en homenaje al personaje Woolf, el héroe de la Primera Guerra Mundial.
Pero, sin lugar a duda, el camino que desandan innumerables lectores es el del legado de la autora, quien escribió un ensayo que tiene en estos tiempos tanta o, incluso más vigencia, que durante la fecha de su publicación: Un cuarto propio (1929). En ella sostiene que una mujer que quiera escribir ficción debe tener dinero y una habitación para ella sola, donde pueda desplegar su creatividad sin contaminarse por los quehaceres del hogar. En Virginia Woolf, La vida por escrito, la brillante y exhaustiva biografía de la profesora Irene Chikiar Bauer, la investigadora señala: “Cuando se publicó Un cuarto propio, el hecho de que Morgan Forster no quisiera reseñarlo le hizo sospechar que resistiera «un estridente tono femenino» que podría desagradar a sus amigos. Virginia también pensaba que tendría pocas críticas, «excepto del tipo evasivo y jocoso», y que la prensa sería «amable y hablará de su encanto y vivacidad». Además anticipaba: «Se me acusará de feminista y, de forma velada, de lesbiana».
Virginia hoy es más que un Doodle, la imagen elegida por Google. Es más que un ícono. Es una referente y una líder, cuya voz sigue siendo audible.
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