¿Por qué nadie detesta las plantas?
Esta es una buena época para trasplantar, así que el domingo, que casi hizo calor, pasamos a tierra unas lavandas jóvenes (todavía les estoy tomando la mano) y plantines de perejil y morrón, y mis dos cardos, que ya se han convertido en ejemplares robustos y, espero, podrán tolerar el mundo sin andador. Por cardos me refiero a alcauciles. Me dieron trabajo, pero ahí vamos. Si algo me enseñó la tierra es a volver a empezar con herramientas gastadas, como aconsejaba Kipling.
Para cuando terminé, advertí dos cosas. La primera es que debo hacer más ejercicio. Urgente. La segunda, que no tenía ni la menor idea de por qué estaba haciendo todo ese esfuerzo. Hay un punto en el que sí, el tener laurel y romero siempre frescos es genial. O tomillo y orégano. Morrones y albahacas. Los alcauciles por venir, acaso. Pero, no sé si porque el ejercicio me dejó medio estropeado o porque el sol estaba fuerte, caí en la cuenta de que nunca me había cuestionado por qué me gustan las plantas. Por qué nos gustan. Quiero decir: alguien puede, sin correr mayores riesgos, declarar que detesta los gatos. Que les tiene miedo a los perros. Pero nunca oí a nadie decir que no le gustan las plantas. Hasta las fabrican de plástico, Dios me perdone. ¿Te sentirías tranquilo en la casa de una persona que tiene un perro de plástico?
La pulsión que nos empuja a los espacios verdes y abiertos y nuestra admiración por los paisajes deslumbrantes y los ocasos espléndidos se entienden. Venimos de ahí. Hasta ayer, en una escala histórica, éramos cazadores recolectores. Debajo de varias capas todavía frescas de civilización, palpita nuestro vínculo con la naturaleza; lo que no significa que todos se sientan felices de terminar el domingo medio descangallados por trabajar en una huerta. Pero, sin excepción, nos gustan las plantas. Solo algunos poseen la paciencia y la perseverancia para cuidarlas, concedido. Pero hasta los que sienten que no pueden cultivar ni un hobby prefieren tener una plantita ahí, al lado de la ventana. ¿Por qué?
Trabajo dan. Subo la apuesta. Dan más trabajo que un gato correctamente alimentado. Pero, ay, las plantas son portadoras del silencio. Aunque hoy sabemos que producen sonidos cuando sufren, lo que se marchita se marchita calladamente. Me fascinó ver la huerta bajo esta nueva luz. Había allí aromáticas, pero había también un espacio de silencio, apenas perturbado por los polinizadores y el rocío.
Lo que me llevó a pensar en que nuestras plantas no piden nada. Solamente dan. Es cierto que esto de tener mano verde conlleva un montón de esfuerzo: sembramos, observamos, aguardamos, regamos, fertilizamos, curamos, y volvemos a empezar. Pero de los seres vivos que cobijamos en nuestro mundo privado, las plantas son las únicas que nunca anteponen demandas. Solo dan.
Son también inapelables relojes de la vida. No miden horas y minutos, sino años, épocas y eras. Cuando nací, mi padre plantó un breve ciprés junto a la casa en la que vivíamos, en Longchamps, muchos años antes de que esa localidad fuera engullida por la urbanización. Volví a visitar el lugar en mi adolescencia, y ese ciprés ya era un señor árbol. Ignoro qué habrá ocurrido después. Tal vez –ojalá– siga ahí.
Carecen de carácter las plantas, no sé si lo notaron. Uno puede tener un perro loco de esos que le ladran hasta a las estrellas fugaces, un gato quisquilloso, un lorito malhumorado o una tortuga peripatética. Tampoco en esto un jardín nos traerá sobresaltos. Fuera de las proverbiales espinas o alguna sustancia tóxica fácil de evitar (como la de las glicinas), dan todo sin hacerse las divas.
Creo, para redondear una lista que se me hace mucho más extensa, que también admiramos su capacidad sobrenatural de reponerse al daño, de reverdecer tras heladas estremecedoras, de volver a brotar a partir de una ramita insignificante y de renacer, luego de años, de las inertes, pero milagrosas semillas.
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