Por qué los duelos duran un año
El 4 de julio del año pasado, mi querida y misteriosa Betty, nos dejó. Hasta cierto punto era tan solo otro perrito callejero que rescatamos en la playa, nueve años atrás. Pero con algunos de estos animales –que la civilización adoptó en larga noche de desamparo originaria, y para los que ahora usamos la exigua palabra mascota– uno establece una relación más honda. Como se dice, a Betty solo le faltaba hablar cuando me miraba en silencio, con ojos amorosos y ciertos. Pese a que me crie en el campo y que nos acompañaron docenas de perros y de gatos, nunca había tenido un vínculo así, como de película, como demasiado literario para ser cierto.
Pero la muerte es inexorable. No quiero dar detalles. Hablé suficiente de esto. Ahora me quedaba recorrer lo que sigue a esas ausencias despiadadas. Lo que sigue es un duelo.
Hace mucho, cuando era chico, se decía que los duelos duraban un año. Así lo decretaba la sabiduría popular. Hoy, en internet, uno puede leer desde consejos aguachentos hasta medulosos papers de prestigiosos psicólogos. El caso es que llegué a la adultez con la convicción de que los duelos no se despachaban en una semana, como una gripe. Y también con la esperanza de que había esperanza, que luego del dolor esperaba un nuevo amanecer del alma. Lo sufrí varias veces, pero habían sido pérdidas existenciales. Cuando se fueron mi abuelo Manuel, al que siempre me parecí y con el que tenía una marcada afinidad, o cuando murió, demasiado joven, mamá, los duelos fueron tan insondables que ni siquiera me detuve a pensar en que eran duelos. Muchas veces se olvidan de avisarnos que la muerte no es el final para nosotros, los que quedamos de este lado, y que esa bruma sin sonrisas se llama duelo. La etimología de la palabra es tan confusa como la apatía que nos invade en esas jornadas nefastas.
Recuerdo que cuando falleció mamá, un querido amigo que me llevaba una década y me aventajaba en estas agonías, me abrazó y me dijo, en voz baja:
–Ariel, tomate tu tiempo. Estos duelos son largos.
Tenía razón. De todas las personas que conocí, pocas han tenido tanta razón con tan pocas palabras. Eso fue hace 23 años, un mes y diez días.
Betty se fue hace trece meses. Cuando se suponía que esa aflicción ya debía estar saldada, a los 15 días o un poco más, me di cuenta de que algo no terminaba de ponerse en marcha en mi interior. Era consciente de cuánto me dolía la ausencia de esa perrita rubia que me acompañaba a todas partes. Sabía, ahora sí, que atravesaba un duelo; pero no sabía que ese duelo me había puesto en pausa.
Salvo por lo más elemental, dejé de ocuparme del jardín. No sentí ganas de empezar nada nuevo. Mi trabajo tenía, como en las otras tristezas irremediables, la virtud de los refugios, así que, paradójicamente, me encontré produciendo más. Pero adentro seguía habiendo una noche taciturna. Existe algo huidizo e inasible, pero esencial para vivir, que solemos traducir como tener ganas. El duelo lastima las ganas, y a las ganas les lleva tiempo cicatrizar. Y es cierto que hay heridas que nunca curan, pero esas son también las que nos definen.
No sé cuando ni cómo, pasó un año completo. El invierno, la primavera, el verano –que había asociado de forma irremediable con esa perrita solar– y el otoño. Llegó de nuevo el invierno, y hacia principios de julio hubo un leve cambio en mi ánimo. Un sábado me encontré, por fin, ordenando cosas de mi estudio que había estibado tras la mudanza. Lo había intentado otras veces, pero no había tenido ganas. Así de simple.
En ese quehacer trivial, pasó lo que menos me esperaba. Como ocurre cuando uno ordena, sobre todo después de una mudanza, encontré documentación relacionada con la muerte de mamá, de papá, del abuelo, y en ese momento supe que la falta de ganas era la sabiduría del espíritu. Ahora, habiendo atravesado el duelo, tenía la entereza para manejar esos recuerdos sin quebrarme. Había pasado justo un año, y empezaba a hacerse de día otra vez.
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