¿Por qué bailamos, Terpsícore?
La noche transcurría en el teatro como estaba previsto. La familia y los amigos de los “artistas” aplaudíamos cada acto, con más emoción y ruido cuando el turno era del hijo propio: decenas de chiquitos a un metro del suelo; decenas de jóvenes exultantes, más arriba. Los cuadros se iban encadenando en la muestra de fin de ciclo hasta que, al final, mientras un bailarín invitado improvisaba con una silla sobre la canción A mi manera, Noemí irrumpió en el escenario como la libertad, desprejuiciada. Solo dio unos pasos y conmovió a todos. A su manera, volvía a declararle fidelidad a la amiga que mejor la acompañó en su largo transitar: la danza. Como si de pronto una de esas fotos de los ‘80 que cuelgan en las paredes de su estudio se animara en tres dimensiones, un impulso vital la devolvió frente a los ojos de una platea que sabe lo difícil que ha sido este último tiempo.
Noemí Coelho cumplió ocho décadas este año. Ese 27 de junio compartió un video para agradecer el cariño, los dulces y las flores. Casi al mismo tiempo que lo veía, en la pantalla del celular, entró un correo de voz: “Hoy esta gran maestra cumple 80 años. Es uno de esos personajes que nos dan orgullo, por lo menos a mí, como artista”, me arengaba Julio Bocca para que escribiera unas líneas. Otros mensajes me recordaban su obra, la trayectoria de su escuela, que desde 1977 lleva adelante con Rodolfo Olguín, amor, cómplice y todo por más de medio siglo (para una vieja nota en el diario, una vez me contaron la anécdota de cuando se casaron dos veces). Con la suerte de conocer a Noemí y Rodolfo, los nombres del Modern Jazz, dije que antes de fin de año lo haría. Lo que no sabía entonces era que el último día de 2021 me encontraría dedicándole este párrafo porque, después de verla aquella noche en el escenario de El Nacional, me dejó prendida a una pregunta: “¿por qué bailamos?”. Hace no tanto, ella misma me había dicho: “Siempre sentí que la danza era mi forma de expresión. A través de ella soy capaz de desahogar mis sentimientos más profundos”.
Empecé a encontrar posibles respuestas por todas partes. Cerebro y corazón: científicamente, las causas van directo hasta las conexiones neuronales que disparan los estímulos de la música; sin embargo, son las emociones las que dan sentido a la danza. Es justo por esos dos factores, la musicalidad y el sentimiento, que a veces encuentro a la danza en la poesía: creo que el movimiento puede ser maravillosamente mudo, como leer. Y que bailar con los ojos cerrados o los pies descalzos nos conecta con lo ritual y, a la vez, con lo más íntimo del ser.
Dos días después de aquella muestra –de la que además de las lágrimas de la maestra me llevé la sonrisa de esas nenas–, en otra butaca de una sala más chica, El galpón de Guevara, volví a llorar al final de una función. En Hoy bailamos para siempre cinco intérpretes, incluyendo al director –Federico Fontán–, actúan a partir de material de sus biografías. No es lo mismo la danza de un ingeniero que duela a su pareja que la de una bailarina del Teatro Colón hastiada de las normas, pero ambas pueden tener el mismo motor, la pasión. ¿Por qué baila Luis? ¿Por qué baila Natalia? “Para salir de la pausa”, “para saltar al abismo”, “para dejar un testamento” van diciendo los cinco mientras se retiran del escenario, adonde volverán en marzo. Tienen una larga lista de razones para bailar; ellos le dicen “los bailo”:
Fede: Bailo para saber quién soy.
Cande: Bailo para provocarte. Luis: Bailo para salir del placard.
Ana: Bailo porque algún día no voy a tener brazos ni piernas para bailar.
Nati: Bailo porque todos vamos a morir.
Fede: Bailo para recordar a mi mamá.
Todos bailamos, todos podemos bailar. Sin edad, religión, procedencia ni género, desde los albores de la Historia; en reunión y en soledad. Después de brindar, esta noche volveré a sacarme los zapatos para abrazar a Terpsícore y los demás dioses y demonios.
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