¿Podremos volver a mirar los cuadros de Tiziano con los mismos ojos de antes?
Seis descomunales óleos del gran maestro componen el núcleo de la muestra “Mujeres, mito y poder”, que viajó de Londres a Madrid y ahora hace pie en Boston, mientras continúa interpelando sobre el choque entre ética y estética
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BOSTON.- Con una exhibición bomba titulada Tiziano: mujeres, mito y poder, el Museo Isabella Stewart Gardner de la ciudad de Boston se anota un punto en la historia del arte que instituciones de mucho mayor peso deberían envidiar, y que el público ávido del esplendor del gran maestro clásico debería sentirse afortunado de poder disfrutar. Y al mismo tiempo, esa misma muestra suscita perturbadoras dudas sobre el choque que se produce entra la ética y la estética cuando se intenta ver el arte de un pasado distante a través del lente político de la actualidad.
La exhibición se presentó primero en la National Gallery de Londres, de ahí pasó al museo madrileño de El Prado, y ahora hace su última escala, la única en Estados Unidos, en el Museo Gardner. El núcleo de la muestra lo componen seis descomunales óleos de escenas mitológicas que Tiziano pintó para el rey español Felipe II muy hacia el final de su carrera. El artista murió en Venecia en 1576.
Originalmente instalados en un solo salón del palacio imperial en Madrid, después los cuadros se fueron dispersando poco a poco. Uno permaneció en España, cuatro fueron para Inglaterra, y en 1896, uno terminó en Boston, inicialmente en el salón de visitas del hogar de la coleccionista de arte Isabella Stewart Gardner en la calle Beacon, y luego en su palacete a la italiana en el barrio de Fenway. El desembarco del cuadro en Boston detonó una ola de entusiasmo. Fue ampliamente promocionada como la pintura más costosa que estaba en Estados Unidos —Gardner la adquirió por unos 100.000 dólares de entonces, alrededor de 3,2 millones de dólares actuales—, dato que para muchos norteamericanos, obviamente, lo transformaba automáticamente en el mejor cuadro del mundo.
El cuadro era El rapto de Europa y su tema —una joven princesa fenicia raptada y fecundada a la fuerza por un dios disfrazado— inevitablemente hoy nos genera escozor y nos pone en alerta roja, acostumbrados como estamos a las acusaciones y denuncias de abuso sexual que sufren las mujeres y que aparecen en los medios todos los días. De hecho, todo el ciclo de esas pinturas, con sus repetidas imágenes de juegos de poder en base al género y su constante exposición del cuerpo desnudo de la mujer, es una invitación a un análisis desde la perspectiva #MeToo, y obliga a preguntarse si cualquier forma de arte, por “genial” que sea, puede considerarse eximida del escrutinio moral.
Porque si vamos a analizarlos exclusivamente en términos de innovación formal y de influencia histórica, estos cuadros son eso: geniales. En 1550, cuando Tiziano recibió el encargo de Felipe, por entonces todavía príncipe heredero al trono, ya era considerado en toda Europa como el pincel más desenfadadamente expresivo de la industria. A diferencia de sus colegas florentinos, Tiziano hacía que la pintura, pincelada a pincelada, cobrara una materialidad y una vida emocional propias. En ese punto, es como un no-Miguel-Ángel, el único contemporáneo a quien Tiziano considerara un verdadero rival.
Tiziano encontró en el príncipe Felipe a un mecenas deseoso de pagarle sus elevadísimos honorarios y darle vía libre en el plano creativo. Y Felipe encontró en Tiziano a un artista con prestigio suficiente para sacarle lustre a su propia autoimagen de conquistador mundial de un imperio que controlaba gran parte de Europa Occidental y había extendido su territorio África, el Sudeste Asiático y las Américas. Y al mismo tiempo encontró un pintor que era al mismo tiempo experimental y con suficiente consciencia de su marca de estila para generar un ciclo de pinturas cortesanas distintivo y vanguardista.
Lo novedoso de ese estilo lo resumió el propio Tiziano con la palabra que eligió para referirse al ciclo: “poesía”, pinturas como poemas, donde las imágenes fueran también metáforas imaginativas. De hecho, el ciclo en sí mismo está basado en Metamorfosis, el poema épico narrativo escrito por el poeta romano Plubio Ovidio Nasón alrededor del año 8 de nuestra era.
Metamorfosis es un libro ferozmente alocado, la crónica distópica de las interacciones de dioses y hombres en un mundo que, mucho después de la Edad de Oro, se va sumiendo en el caos moral. El largo poema episódico tiene momento de alegría y de humor, pero la norma es la violencia, y la forma que suele tomar esa violencia es la violación.
Esa constante está presente desde el primer cuadro del ciclo, Dánae, fechado en 1551-53, que está en préstamo por la Colección Wellington de Londres. La pintura muestra la historia de la joven Dánae, que ha sido encerrada en una torre por su padre para mantenerla a salvo de la depredación de los hombres. Pero el dios Júpiter, violador serial, se abrió paso desde arriba, metamorfoseado en fina lluvia de polvo dorado, y bajo esa forma desciende sobre el cuerpo desnudo reclinado de la joven.
La figura femenina desnuda o cuasi desnuda es el motivo repetido del ciclo, su emblema erótico, enceguecedora como un rayo de luz en la cara, exhibida desde todos los ángulos posibles, inescapable a nuestra mirada. La vemos desde atrás en Venus y Adonis —de la colección de El Prado—, la vemos estirada frontalmente y atada con sogas en Perseo y Andrómeda —de la Colección Wallace de Londres—, y la vemos en el enrosque de cuerpos del par de pinturas Diana y Acteón y Diana y Callisto —que son propiedad compartida de la National Gallery de Londres y de las Galerías Nacionales de Escocia, en Edimburgo—. Hay un solo personaje femenino, Diana, la diosa virgen, cuya imagen es asertiva, de mando, pero sus acciones son crueles y arbitrarias. Diana se ensaya con su joven seguidora, la ninfa Calisto, por quedar embarazada y ocultar su gravidez. Para variar, una vez más su seductor fue Júpiter. En un arranque de despecho, Diana también condena a un terrible destino al joven cazador Acteón, que la pescó al desnudo mientras se bañaba: lo convierte en venado a ser perseguido y cazado por sus propios perros.
En cada una de esas escenas, Tiziano demuestra su ingenio dramático, amalgamando eventos pasados, presentes y futuros en un solo incidente. Y es especialmente adepto a mostrar un mundo que está física y psíquicamente fuera de equilibrio, con figuras escorzadas, en vilo, en retroceso. Esa dinámica es especialmente marcada en El rapto de Europa, la última y en más de un sentido la más violenta pintura del ciclo de las metamorfosis.
Como relata Ovidio y Tiziano se ocupa de seguir al pie de la letra, Europa está de fiesta en la orilla del mar con un grupo de amigas, y Júpiter se le insinúa bajo la forma de un toro blanco. Se muestra tan dócil que Europa corona con flores la cabeza del bóvido y se trepa a su lomo. Pero de pronto —y es esto lo que muestra el cuadro— la orilla ya está lejos y el toro se adentra en las aguas. Europa, con el vestido abierto y las piernas abiertas, se aferra a los cuernos del animal para no perder el equilibrio y morir ahogada. Tiene la cabeza echada hacia atrás, y mira con desesperación a sus amigas que a lo lejos agitan frenéticamente los brazos. Pero ya no hay escapatoria.
Si el arte antiguo quiere estar vivo para los nuevos públicos, tendrá que ser exhibido cada vez más desde esas perspectivas duales, como creaciones formales superlativas, pero también como recipientes de historias complicadas y por lo general negativas.
El Museo Gardner claramente ha entendido ese concepto, como queda evidenciado en los textos impresos y en las entrevistas en audio que sitúan esas obras del siglo XVI de la exhibición en el contexto de las corrientes del pensamiento actual, así como en dos obras contemporáneas comisionadas para la ocasión. Una, Body Language, de la artista Barbara Kruger, está colgada sobre la fachada del museo: un largo banner vertical con un detalle ampliado de Diana y Acteón de la pierna musculosa y bronceada de un hombre estirada sobre una pierna pálida y desnuda de una mujer, como si la estuviera pisando.
La otra obra es un cortometraje de 8 minutos en blanco y negro titulado El rapto de Europa, de los artistas en residencia de este año en el Museo Gardner, Mary Kelley y Patrick Kelley. De manera intrincada, la película muestra a Europa después de la abducción y ya embarazada, como un intento feminista del siglo XXI de recrear para la mujer una historia creativa de autoafirmación, en el pasado y en el presente. La obra es surrealistamente excéntrica, como puede serlo Ovidio, y políticamente aguda, también como el poeta clásico.
Pero si uno llegó hasta acá fue por Tiziano, y por este lujo que no volverá a repetirse de apreciar semejante estallido de pintura en un solo lugar. Y esos cuadros son desafiantes, por la excitación que generan y por las dudas morales que desencadenan. Y son invaluables por la lección que enseñan: podemos amar el arte por sus bellezas y denunciarlo por su ceguera, podemos exaltarlo hasta el cielo y después sopapearlo en el suelo. Viejo o nuevo, el arte es la mejor y la peor versión de nosotros, con todo lo que eso implica, y su utilidad no tiene moda ni tiene precio.
(Traducción de Jaime Arrambide)
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