Plegarias atendidas
Madre e hijo viajan en busca de un milagro tan ansiado como temido
–¿No se te ocurrió llevarlo al Gauchito? Es el más milagroso.
Eso le había dicho Rita mientras ambas miraban a Nicolás. Hablaban en voz alta, sin cuidarse de que él las oyera. En realidad, no podía. Estaba conectado a la play station, las orejas tapadas por los auriculares, mientras unos seres veloces –animaciones casi idénticas a seres humanos– se tiroteaban en la pantalla.
"Cada vez los hacen mejor", pensó Sara. Trabajados con todos los volúmenes de la vida, pero ligeros, elásticos, sin peso. Invulnerables, no a la muerte ni al daño virtuales (a cada rato uno caía, herido o aniquilado), pero sí al dolor, una condición exclusiva de la realidad carnal. "Pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo", se dijo, citando a un poeta que ningún joven mencionaría ya, leído en sus años de secundaria.
–Rita, por favor. No creo en esas cosas.
–Si no te convence, basta ir, y mirar los exvotos. La gente agradece de todo y por todo. ¿Qué perdés? La molestia del viaje. Tomalo como un paseo.
Nicolás se sacó por fin los auriculares, dando un grito de alegría. Jugaba con ferocidad y concentración y no se perdonaba las derrotas.
Tuvieron una cena tranquila. La sonrisa iba y venía en la cara de su hijo entre bocado y bocado, como el eco de un resplandor que no acababa de borrarse.
Sara lo decidió esa noche. La luz de la luna llena había quedado encendida en el balcón y se filtraba por la pequeña claraboya ornamental, sobre el marco de la ventana. Los séptimos hijos transformados en lobizones estarían acechando en las esquinas de la ciudad, menos crueles que los vampiros. Al fin y al cabo sus metamorfosis eran siempre temporarias, y sus víctimas, si las había, morían de una vez, sin condenarse a una inmortalidad oscura y congelada. Bajo la luz de esa luna, todo parecía posible, lo maravilloso y lo siniestro.
Irían al santuario en las afueras de Mercedes, en las vacaciones de enero, para la fiesta del Gauchito. No había necesidad de hablarle a Nicolás de ningún milagro. Lo entendería solo. O no lo entendería, y sería, para los dos, nada más que una excursión folklórica hacia la tierra adentro.
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Inmune al calor, la camioneta avanzaba por la ruta. Era una cápsula fresca y dura, rodeada por tierras blandas de esteros y palmares, cercada por nubes de mosquitos y otros insectos que se estrellaban contra el parabrisas. La había comprado hacía unos años, poco después del accidente. Había lugar de sobra para la silla de ruedas y sus accesorios. También para que Nicolás se recostara a descansar, si los viajes lo fatigaban. Ahora que ya tenía dieciocho, la adaptarían para que pudiera manejarla. O la cambiarían por una nueva, con las franquicias especiales para discapacitados. Quizás –hubiera sostenido Rita– si el viaje daba resultado, ninguna de las dos cosas sería necesaria.
Miró de reojo a su copiloto. No lo hacía mal. Cebaba mate, seleccionaba y ponía música, incluso al gusto de su madre. A veces, pocas, le daba conversación. Solía hablar mucho más con el padre, que se complacía en enseñarle los secretos del camino mientras ella dormitaba en el asiento de atrás. Eso la había salvado. La cabina delantera terminó aplastada brutalmente bajo el micro. Velaron a Luis, su marido, con el cajón cerrado; imposible devolverles a esa cara, a ese torso, una forma humana. Nicolás, en cambio, estaba intacto de la cintura para arriba.
No se explayaba con ella como con Luis, aunque el padre inhábil había sido incapaz de desviar la embestida del ómnibus. Exiliado en el lugar de donde nadie regresa, apenas podía, en todo caso, hacerse cargo de su propia muerte. Nunca iba a responderle por las piernas de Nicolás.
Llegaron casi de noche al hotel que Sara se había preocupado de reservar tiempo antes (todo se llenaba con la fiesta del Gauchito). Había aires en las habitaciones, instalados hacía poco, pero la antigüedad del edificio se trasparentaba en las paredes con un brillo sepia y un olor melancólico bajo la capa de pintura reciente. En el patio central, las hojas de encaje de los helechos colgantes tocaban el piso. Desde algún lugar, la música de chamamé ya anticipaba el baile de las jornadas próximas.
Salieron hacia el santuario después del desayuno. Nicolás iba animado pero en silencio. Dependiente de ella para casi todo, se vengaba encerrando sus pensamientos y sus sentimientos como tesoros peligrosos, así como ella, herida, encerraba los suyos. Sexo, amor, futuro –los de Nicolás, pero también los de Sara– estaban escondidos en cajas secretas que ninguno de los dos abriría para el otro.
Fuera de su trabajo en la empresa bioquímica, sólo existía ese hijo único y un poco tardío que quizá no la miraba. Parecía limitarse a ver, a través de ella –la herramienta útil que le organizaba los límites de su vida, la subsistencia, la ropa, los estudios– un horizonte desconocido donde todas las cosas tenían otro color.
Iban avanzando entre las moscas, bajo los tolditos de plástico de los puestos de comida. Sus manos boqueaban como peces fuera del agua, sin los guantes del laboratorio. Con tal que a Nicolás no se le ocurriera pedir algo de lo que se asaba o se freía sobre las parrillas chorreantes de grasa, o en las sartenes tiznadas. Tenía miedo de enfrentar su ira demasiado rápida, siempre que ella le criticaba deseos que cualquier otro, no inválido, hubiera podido satisfacer inmediatamente por sus propios medios. El sol salvaje había devorado todas las sombras, y hasta la visera de su gorra deportiva colgaba inútil, como una oreja mordida y arrancada.
Lo que esa gente llamaba santuario le pareció una colección pintoresca de construcciones precarias donde los tributos al santo y las mercaderías para vender a los peregrinos convivían en un cordial desorden. Farolitos chinos, elegidos por su color rojo, se balanceaban entre los mates de hueso o de carpincho, sobre los tapices y los pósters donde Antonio Gil, siempre con la mano sobre el pecho, sufría su pasión y muerte vestido con camisa celeste y pañuelo punzó contra la cruz de Cristo.
–Son los colores de la unión –acotó, sorprendente, Nicolás–. El celeste de los liberales que lo reclutaron a la fuerza; el rojo de la Federación. Él era federal y desertó. Pero no sólo para no matar otros federales. Fue para no entrar de nuevo en la guerra civil.
Detrás de una especie de fanal, bajo varias hileras de velas encendidas, había una estatua del gaucho que sus fieles aclamaban como santo.
–Acá fue donde lo colgaron de un algarrobo, boca abajo, y lo degollaron sin llevarlo a juicio. La sangre cayó y empapó toda la tierra. El Gauchito había dicho antes que era la sangre de un inocente, y que Dios ayudaría a los que pidieran en su nombre. Ahora dame la vela.
¿Acaso Nicolás tenía toda la fe que a ella le faltaba? ¿Sería ésa una de sus confidencias negadas, inaccesibles? Sara le alcanzó uno de los cirios que había comprado. Su hijo, sin embargo, no iba a poder levantarse de la silla para encenderlo.
–¿A senhora permite?
La voz era dulce y como cantada, pero clara. Un hombre joven, robusto y alto, acababa de tomar y prender el cirio rojo con la llama de otra vela. Se inclinó despacio sobre Nicolás y le puso, casi paternalmente, una mano sobre el hombro.
–Muito miraculoso, o santinho.
La luz del mundo vino y se fue, concentrada en un guiño del ojo gris. Reverberó y resbaló en las monedas de la rastra que llevaba a la cintura, como los paisanos argentinos, o los gaúchos de Rio Grande do Sul. Lucía un buen sombrero, de paja fina, trenzada como un tiento. Bordeando el anacronismo, inclinó apenas la cabeza y lo rozó con la mano derecha, para saludarla con deferencia.
Pasaron juntos todo ese día y el siguiente, que era el de la fiesta. Habían sido felices. Las manos de Sara dejaron de sentir nostalgia de los guantes asépticos. Compró un mate de pezuña de vaca, que le pareció una rareza, y una cinta ancha y roja para colgar de la camioneta, con una imagen facetada y fosforescente del Gauchito que podía verse en la oscuridad, como una brújula.
El otro gaucho, el brasileño, se llamaba Oswaldo. Manejaba un camión propio: un Mercedes, casi nuevo; se los mostró con orgullo. Levantó a Nicolás, que lo dejó hacer sin protestas, para colocarlo en el asiento del acompañante. Pasearon los dos durante una hora que para Sara no terminaba de trascurrir. Se metió bajo los toldos con la gorra entre las manos, y llegó de nuevo al lugar del sacrificio para hacer su propia plegaria y su promesa.
Era la primera vez, después del accidente, que los acompañaba un hombre extraño a la familia. Nunca había querido mezclar en sus vidas a un amante. Ni siquiera se atrevía a mencionar esa palabra: amante, para sí misma. Claro que no hubiera elegido a Oswaldo para eso. Nada, ni valores, ni hábitos, ni intereses, parecían vincularla con ese varón mayor que su hijo, pero menor que ella. Excepto Nicolás. Un ser desconocido, con curiosidades y pasiones ignoradas, brotaba bajo la piel del anterior cuando él y Oswaldo hablaban de autos, fútbol, caballos, viajes por las rutas del Brasil y la Argentina, hasta llegar a las tierras donde terminaba el mundo.
Esa noche compartió a su hijo no sólo con el brasileño, sino con la multitud. Los tres se sentaron en el piso para ver a los otros, como si la silla de ruedas fuera sólo el recuerdo de una vida pasada. Bailaban chamamés, polkas, corridos. Las empanadas y el vino parecían multiplicarse como los panes y los peces en el Sermón de la Montaña. Pero no había sermones. Los cuerpos hablaban con los pies y las voces rezaban con cuerdas de guitarra. Oswaldo se reía a carcajadas y su hijo se reía con él. "Vas a ver que el Gauchito te va a cumplir", le había dicho el gaúcho, en portuñol; "mañana vamos a estar bailando juntos".
Los dos pares de ojos, grises y castaños, se habían enlazado como cuerpos danzantes, y la mano de Oswaldo había acariciado la cabeza enrulada y oscura de Nicolás, para quedarse, al descuido, sobre el hombro que se le abandonaba.
La resaca golpeaba el cráneo de Sara como un parche de tambor. Se incorporó, saturada de ritmo. No recordaba cómo ni cuándo habían vuelto al hotel. Pero tenía el camisón puesto y había logrado sacarse las sandalias.
Descorrió las cortinas. Era mediodía. La luz meridiana borraba los encantamientos y las fabulosas promesas de la noche. Rompía los hechizos y llevaba las cosas y los seres –distorsionados, enajenados, exóticos para sí mismos– a su medida y sus dimensiones verdaderas.
Se calzó las chinelas y golpeó la puerta de Nicolás. Había pasado la hora de salida. Tenían que volver a la vida real. A la rutina del laboratorio, a los estudios de Nicolás, que podría ir a la Universidad de todos modos, sobre las ruedas de la silla.
No hubo respuesta. Insistió. Puso la mano sobre el picaporte. La puerta cerrada, pero sin llave, se abrió de par en par. El cuarto estaba ordenado, la cama hecha. No había rastros de él. Buscó la silla y la encontró frente al placard, con un papel encima.
La letra de la hoja era de su hijo. La leyó lentamente, sentada sobre la cama, doblada en dos por el alivio y el dolor de las plegarias atendidas.
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