Publicada en 1997, la novela policial del escritor argentino tuvo una premiada adaptación dirigida por Marcelo Piñeyro; está basada en un caso real
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El día del asalto amaneció limpio y claro. A las 15.02 del miércoles 27 de setiembre de 1965, el tesorero Alberto Martínez Tobar entró en el tesoro de la sucursal del Banco de la Provincia de Buenos Aires en San Fernando. Era un tipo alto, de cara enrojecida y ojos saltones, que recién había cumplido cuarenta años y al que sólo le quedaban dos horas de vida. Hizo bromas con las chicas de contaduría y fue hacia el subsuelo donde estaban las cajas de seguridad y la mesa negra con las bolsas llenas de plata. Los empleados en mangas de camisa contaban billetes, bajo la luz artificial y el ruido de los ventiladores. Una tumba bajo tierra, una cárcel llena de dinero, había pensado el tesorero. Había vivido toda su vida en San Fernando y su padre también había trabajado en la Municipalidad. Tenía una hija con problemas nerviosos y atenderla le costaba una fortuna. Varias veces había pensado que era posible robar el dinero que le entregaban todos los meses. Incluso se lo había comentado a su mujer.
A veces piensa que habría que llevar un portafolios igual y llenarlo de plata falsa. Sustituir uno por el otro y salir tranquilamente. Tenía que arreglar con el cajero que era un amigo de la infancia. Se dividían la plata y seguían viviendo una vida normal. La fortuna era para los hijos. Se imaginaba la plata guardada en un cajón secreto del ropero, la plata invertida con nombre falso en un banco suizo, la plata escondida en el colchón, se imaginaba que dormía con los billetes bajo el cotín, que los sentía crujir al darse vuelta en las noches de insomnio. Esas noches, cuando no podía dormir, le contaba a su mujer cómo pensaba hacer el cambio. Hablaba en la oscuridad y ella lo escuchaba subyugada. Era una idea que lo ayudaba a vivir y le agregaba cierto espíritu de aventura y cierto interés personal al traslado de dinero que hacía todos los meses.
Esa tarde puso el portafolios arriba de la mesa y el empleado con la visera verde miró la nota de pago con las firmas y los sellos y empezó a separar fajos de diez mil. Eran una pila de plata, 7.203.960 pesos para pagar los sueldos del personal y los gastos de las obras del desagüe del municipio. Fueron colocando los fajos de billetes nuevos en el portafolios de cuero negro, ajado por el uso, con fuelle y bolsillos laterales.
Tobar respetó las medidas de seguridad y se enganchó el maletín a la muñeca izquierda con una cadenita cerrada con un candado. Después alguien dijo que esa precaución inútil le había costado lo que le había costado
Antes de salir del Banco, Martínez Tobar respetó las medidas de seguridad y se enganchó el maletín a la muñeca izquierda con una cadenita cerrada con un candado. Después alguien dijo que esa precaución inútil le había costado lo que le había costado.
Cuando salió a la calle no vio nada; nadie ve nada en los momentos previos a un asalto. Hay un viento que se levanta de golpe y el tipo está tirado, con un cachiporrazo en la cabeza, sin saber qué pasó. Cuando alguien ve movimientos sospechosos, es un asustado al que ya antes le pasó algo y ahora se imagina que le está por volver a pasar.
Martínez Tobar miró lo que siempre miraba sin ver, la mujer con el carrito de la feria, el chico que corría con el perro, el almacenero que abría el negocio después de la siesta, pero no vio al Chueco que hacía de campana en el bar, parado contra el mostrador, tomando una ginebrita y relojeando las piernas de la chica embarazada que salía del negocio de al lado. Lo calentaban las embarazadas al Chueco y se acordó de la señora que se movía cuando era conscripto, en una casa en Saavedra, cuando el marido estaba en la oficina. Se la había levantado en un subte porque le cedió el asiento y la señora le empezó a hablar y agradecer. Tenía la edad del Chueco, veinte años, y un embarazo de seis meses y la piel tirante, parecía transparente y había que buscar poses raras para poder hacérsela, la paraba con un pie sobre la cama y ella daba vuelta la cara y le sonreía. Lo distrajo pensar en la mujer embarazada de Saavedra, que se llamaba Graciela o Dora, pero enseguida volvió a ponerse tenso porque vio al tipo salir del banco con el portafolios y la guita. Miró el reloj. Cronometrado y exacto.
Los dos policías de custodia conversaban en la vereda y el otro empleado de la Municipalidad, Abraham Spector, enorme y pesado, se ataba con dificultad los zapatos apoyado en el guardabarros de la rural IKA. La plaza estaba quieta, todo tranquilo.
–¿Qué hacés, gordo? –dijo el tesorero y después saludó a los de seguridad y subió a la camioneta.
En el asiento de atrás iban los custodios, tipos con cara de dormidos, pesados, con las armas sobre las piernas, ex gendarmes, antiguos tiras, suboficiales retirados, siempre cuidando la plata ajena, las mujeres ajenas, los coches importados, las mansiones, perros fieles, de toda confianza, fierreros, siempre calzados para custodiar el orden, uno se llamaba Juan José Balacco, tenía sesenta años y era un ex comisario, y el otro era un cana legal de la Primera de San Fernando, un grandote de dieciocho años, Francisco Otero, al que decían Ringo Bonavena porque quería ser boxeador y se entrenaba todas las noches en el gimnasio del club Excursionistas con un japonés que le había prometido sacarlo campeón argentino.
Tenían que recorrer los doscientos metros que separaban el local del Banco (en una esquina de la plaza) de la Municipalidad (que está en la otra esquina).
–Estamos un poco atrasados –dijo Spector.
El tesorero puso en marcha el motor. La camioneta avanzó por Tres de Febrero a paso de hombre y cuando dobló la esquina hubo un ruido de gomas contra el asfalto y se oyó un motor que aceleraba. Un coche se les vino encima, a contramano, bandeado, como sin rumbo y se detuvo en seco.
Fragmento del capítulo dos de la novela Plata quemada, de Ricardo Piglia (Anagrama)
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