Philip Roth: el narrador que contó el deseo americano y su desencanto
El perfil de un escritor es móvil, cobra forma libro a libro. Philip Roth -que falleció el martes, a los 85 años, en Nueva York- fue tan prolífico que tuvo tiempo de sumarle a ese perfil exuberante su exacto negativo: después de Némesis (2010), y tras haber publicado una treintena de libros, anunció públicamente que abandonaba el oficio. Y cumplió. Fue un gesto inédito, que tomó por sorpresa a sus lectores, acostumbrados a recibir año a año aquellas novelas que escribía de pie, frente a una especie de atril, en su casa de Connecticut.
La discreción del final subraya, en vez de ocultar, la centralidad de su obra, que durante más de medio siglo marcó la literatura estadounidense, a la par de contemporáneos como John Updike (1932-2009), tan fecundo como él. La parábola literaria de Roth, sin embargo, tiene como sello distintivo la reinvención. En sus comienzos, se lo tuvo por transgresor y escandaloso. Con los años y los libros, los adjetivos irían cambiando hasta llegar, sin perder la acidez, al último, que lo declara fundamental.
Philip Roth nació en Newark, Nueva Jersey, en 1933. El lugar natal aparece una y otra vez en sus novelas. Indica no solo un lugar en el mundo, sino un entorno familiar y social (el judaísmo suburbano) y el origen de una conciencia individual que, para alejarse de cualquier condicionamiento, se desdobla en la literatura. Los álter ego son el vehículo que Roth encontró para reflejar, sin desdeñar el realismo norteamericano pero bombardeándolo con comicidad sarcástica, los tiempos cambiantes que le tocó vivir.
Comenzó con un libro de cuentos premiado, Goodbye, Columbus (1959), pero pronto se mudó a la novela. El lamento de Portnoy (1969) lo convirtió de la noche a la mañana en un succès de scandale. A tantos años de distancia, la picaresca de Alexander Portnoy, un joven judío frustrado que se masturba compulsivamente mientras tolera la sobreprotección materna, parece el adelanto, algo subido de tono, de futuras comedias de Woody Allen. Roth, en aquellos días, fue tildado de pornógrafo. La sátira sexual y política posterior (Nuestra pandilla, El pecho y La gran novela americana) abrió terreno para un segundo escándalo. Velando apenas sus problemas maritales, en Mi vida como hombre (1974) ajustó cuentas con Margaret Martinson, de la que se acababa de divorciar. La comedia de la relación tortuosa tiene varias escenas de brillante obscenidad, aunque en ella ya está el germen de lo que vendría: el protagonista, Peter Tarnopol es un disfraz de Roth, pero los cuentos que imagina tienen como figura dominante a Nathan Zuckerman, un escritor ficticio que reaparecería pronto.
Antes, había inventado otro yo: David Kepesh, un incorregible profesor de literatura obsesionado con las mujeres y el sexo. Después de figurar en El pecho (soñando que se convertía, no en un insecto, como Gregor Samsas, sino en un pecho gigante), protagonizaría El profesor del deseo (1977) y resurgiría, mucho más cerca en el tiempo, en El animal moribundo (2001), donde, ya septuagenario, sufre un amor a primera vista con una alumna.
Fue la figura de Zuckerman la que le permitió a Roth sortear en parte el círculo vicioso personal que amenazaba con empantanarlo. Le dedicó para comenzar una tetralogía: La visita al maestro (1979), Zuckerman desencadenado (1981), La lección de anatomía (1983) y La orgía de Praga (1985). Aunque es también un álter ego (ahí están los problemas de salud, que replican las que sufría por entonces su creador), Zuckerman se parece más a un antihéroe torpe y desesperado, que, además, abrió las puertas de la metaliteratura.
El primer libro de la serie muestra otra versión iconoclasta de Roth. Zuckerman visita a un escritor admirado, E.I. Lonoff (inspirado en su admirado Bernard Malamud), y se siente atraído por su secretaria que, según cree descubrir, no es otra que Ana Frank. ¿Puede la ficción jugar con símbolos tan sensibles? A Roth, siempre políticamente incorrecto, le gustaba incomodar sin mirar a quién. Su vínculo con el judaísmo nunca dejó de ser provocativo. Más tarde, en Operación Shylock (1993), redoblaría la apuesta con un giro más posmoderno todavía. Un falso Philip Roth se dedica a promover en Israel una nueva dispersión judía por el mundo mientras el verdadero, él, se dedica a rastrearlo.
Hubo un par de libros declaradamente autobiográficos (Los hechos, donde narra su infancia y sus comienzos literarios, y Patrimonio, centrado en la muerte del padre), pero, a caballo del fin de siglo, empieza a ganar espacio la perspectiva histórica y política. Pastoral americana (1997), Me casé con un comunista (1998) y La mancha humana (2000) son los títulos de ese viraje.
David Foster Wallace, un escritor mucho más joven, había acusado a Roth -con Updike y Norman Mailer- de representar el narcisismo sexual de toda una generación de escritores blancos, la que había surgido con la liberación sexual. Pastoral americana se encargó de poner entre paréntesis la acusación. Zuckerman es aquí el narrador, pero no el protagonista, y la trama abarca los aspectos más convulsos de los años sesenta y setenta (Vietnam, el Watergate).
En La conjura contra América (2004), la historia -y la identidad judía- encontraría una vuelta ucrónica. Roth, rememorando el Newark de su infancia, imagina que el famoso aviador Charles Lindbergh, de tendencias filonazis, derrota en las elecciones a Franklin Roosevelt. Fue la última obra extensa. A partir de entonces, el paso del tiempo y la edad -antes que la vejez- le darían materia moral a una serie de novelas breves. La más concluyente es Elegía (Everyman en inglés), de 2006. Roth, que había sobrevivido a un cáncer temprano, pone a su personaje sin nombre, nacido el mismo año que él, delante de una encrucijada: se siente joven todavía, pero sabe que un defecto en el corazón no le permitirá vivir mucho más. ¿Cómo despedirse cuando no se quiere aceptar la injusticia de tener que decir adiós? Su personaje compra la parcela de tierra donde será enterrado. Roth tuvo otra clase de sabiduría: siguió escribiendo hasta que le dieron las fuerzas (publicó incluso Sale el espectro, última aparición de Zuckerman) y después, dejando la pluma a un costado, se dedicó a esperar el final, leyendo libros de historia, ya no de ficción.
Al maestro y amigo
- Joyce Carol Oates, escritora estadounidense: "Supe que éramos 'almas gemelas' (en cierto grado) cuando vi en una pared cerca de su escritorio la foto idéntica de Franz Kafka que estaba en mi pared. Que descanse en paz Philip"
- Leonardo Padura, autor cubano: "Para mí, Roth es un ejemplo de lo que puede ser un escritor comprometido con su tiempo y su sociedad"
- Rosa Montero, novelista española: "Murió el gran Philip Roth sin ganar el Nobel, maldita sea. Igual que lo hizo Ursula K. Le Guin. Pero lo ganó gente como Le Clézio. En fin. No sé por qué le damos ese valor mitómano a ese premio"
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