Pettoruti en abstracto
El artista que revolucionó la escena porteña durante la primera mitad del siglo XX es protagonista de una reveladora muestra inaugurada ayer en Malba
Muchas aguas pasaron bajo los puentes desde que en 1924, en Buenos Aires, sin que fuera propósito de Emilio Pettoruti, estallaron en la galería Witcomb los petardos más groseros de la estupidez vernácula. Algo barruntó el doctor Marcelo T. de Alvear, que visitó la muestra horas antes de la inauguración. "Plazca al cielo que no necesite usted esta tarde de los servicios de la asistencia pública", vaticinó, anticipándose a la trifulca mayúscula que se inició, poco después de las cinco de la tarde, al abrirse la muestra al público. En el zafarrancho mediaron en defensa de la integridad del pintor, de su obra y de las instalaciones de la galería de la calle Florida un puñado de amigos martinfierristas.
¿El motivo de la furia? Vaya a saber; "la estupidez es insondable", afirmaba Alberto Girri. En la superficie se acusaba a Pettoruti de "futurista", equívoco acuñado por Luis Falcini, sobador de mármoles y nada frecuentador de estéticas de altura y profundidad.
De aquellas aguas vinieron otros lodos. Pettoruti polemizó con conocimiento y argumentos, pero el más enjundioso fue el rigor obstinado al que ajustó su obra y su conducta. A este artista hace homenaje y reparación la exposición de Malba curada por la experta y sagaz Patricia Artundo.
No se trata de una muestra más, seguidora de otras muchas, consagratorias, en nuestro país y el exterior. Artundo es perita en aventar los polvos que se superponen, opacando y ocultando la singularidad de los artistas que examina. Su trabajo sobre la obra gráfica de Norah Borges es prenda de lo dicho y emergente de sus muchos aciertos.
Ella establece un corte cronológico (1914-1948) resumido en 37 obras que sustentan su tesis, su convicción, del carácter abstracto del numen creador de Emilio Pettoruti. Sus argumentos se apoyan en el conocimiento de lo mucho y bueno escrito sobre Pettoruti y sobre el escenario de la época que la muestra testimonia. Pero el valor de su intervención reside en la reacción de su pupila, interpelada por la originalidad de la imagen del pintor.
Despabila también la remanida asignación de epígono tardío del cubismo, que mentes perezosas endilgan al autor de Vino Rosso , Pensierosa , La grotta azzurra , Los arlequines , la serie de Las copas o El hombre de la flor amarilla (¿homenaje a Luigi Pirandello?).
La postulación de Patricia Artundo, acompañada por el curador jefe de Malba, Marcelo Pacheco, es precisa, definitoria. Abreva en fuentes inobjetables y en su relectura da proyección actual al affaire Pettoruti. "Futurista", "cubista", "figurativo", "epigonal" y otras cizañas han pretendido desnaturalizar el obstinado rigor al que se atuvo el pintor platense.
Pettoruti se mantuvo siempre al día con el pensamiento de su tiempo. Y supo leer la lección de los maestros de altri tempi , a sabiendas de que el arte verdadero se burla de la arena, la brújula y el péndulo. Su intercambio con los protagonistas de las vanguardias europeas se sumó a su diálogo con los artistas de otros siglos, culturas y procedencias. A todos ellos escrutó bajo la órbita sensible e intelectual del vocabulario silente de las formas que la luz revela.
¿Abstracto, figurativo, combinatorio? Las clasificaciones ponen cierto orden, ofrecen parámetros, contextos y sosiegos a menudo transitorios. Hasta que otra pupila interpelada, como la de Patricia Artundo y otros selectos predecesores, nos remontan a la incertidumbre original. Allí donde el arte sucede.
Pettoruti tuvo conciencia precoz de aquella unidad que subyace -diversa e infinita- en la percepción del mundo y de la propia intimidad. El suyo fue un proceso arduo, autoexigente, siempre en procura de adentrarse, trasmutarse en el espíritu de la naturaleza, acorde con el aserto compartido por Leonardo y Hokusai.
Estos mentores no fueron ejemplos de templanza, tampoco él. Pero ésa es la idiosincrasia de los que buscan la verdad, a sabiendas de que no es unívoca sino aquella que se gana, como la libertad, cada día, según Goethe, otro universal.
Emilio Pettoruti mantuvo la unidad intrínseca sin perder el rumbo de las aguas revueltas del tiempo en que vivió. Sostuvo la coherencia en medio de combates y polémicas, de abucheos y aplausos sin repetirse, sin autorreferencias complacientes.
Magullado tal vez por rechazos o adhesiones ignoró, como sugería Kipling, a los dos farsantes: el éxito y el fracaso. Y sostuvo su dignidad en la penuria. Ese hombre de prurito dandi, que ceñía ropa de esgrimista, arrostró tempranamente la pérdida de su ojo izquierdo. Una operación que pretendía reencauzar un estrabismo lo condenó a tratamientos dolorosos, operaciones sucesivas que no revirtieron el daño. Por orgullo y dignidad disimuló, asistido por su dilecta María Rosa González, su condición de cíclope funcional. Tal vez fue su modo de afinar la puntería sobre lo visivo y su interioridad.
La lectura que ofrece Malba da para estas y otras disquisiciones. Es su valor raigal. Recordar que a 30 años de su muerte, en el Hospital Cochin de París, a los 79 años, Pettoruti, dueño del sol de Buenos Aires y de las penumbras de Vallombrosa, es un agua que discurre bajo los puentes. Siempre el río y otro río, como nos reveló otro poeta, Heráclito. No quedemos al margen. En Malba, cercano al Río de la Plata, hay un torrente muy nuestro y muy universal que nos interpela.
Los amigos
En materia de amistad, Pettoruti era matizado y radical. Discriminaba entre la condición del hombre y la calidad artística de la producción del amigo. Supo en la juventud compartir chacotas y bullicios, penurias y fatigas sin perder integridad ni compostura. Pero fue inflexible a la hora de sostener convicciones y así fue como se ganó fama de arrogante, antipático y spianta amici .
Nada más injusto. Sacrificó su larga amistad con Xul Solar, cuya obra siguió admirando, cuando se hizo evidente la adhesión de Xul al nazifascismo. En Un pintor ante el espejo , Pettoruti dedica muchas páginas al período italiano que compartió con Xul. Compañeros de hambrunas, disfrazaban la magra pitanza llamando amarillo a la polenta y blanco al pan y la leche, que eran su dieta usual en Florencia. Silbar "Bicho feo" servía en los tiempos de malaria como contraseña para comunicarse.
Compartieron la muestra de 1924 en Buenos Aires, que devino en pugilato sólo salvado por Marcelo T. de Alvear, presidente de la República, amante del arte, defensor a ultranza de los valores plásticos del platense.
Pettoruti recibió las pullas que Xul eludió con mutis de liebre. El "futurista" pasó por alto la falta de solidaridad del colega pero no resistió la creciente filiación al nazismo ni la adhesión al letal Aleister Crowley, apodado la "Bestia", quien se preciaba de ocultista, matricida y otras zarandajas por el estilo. Su calaña inspiró a Aldous Huxley un personaje de su célebre novela Contrapunto . Adoldo Bioy Casares contó que Jorge Luis Borges rompió -y muy violentamente- con Xul por el mismo motivo. A la muerte del pintor, Borges despidió al artista sin referirse al hombre.
Hijo de una familia de librepensadores, formado en la Florencia de Mateotti, mártir del fascismo surgente, Pettoruti organizó la muestra de Margheritta Sarfatti, ex amante del Duce. Accedió en razón del liderazgo vanguardista de la ex, pero prohibió cualquier injerencia de Sarfatti en su curaduría y toda incursión en otro campo que no fuera la plástica. Nunca volvió a referirse a Xul.
Autodidacta y maestro
Giuseppe Casaburi fue su primer maestro. El nonino , con quien vivió buena parte de su infancia, sólo le regaló afabilidad, papeles y colores y una máxima que regló su vida. A los once años le hizo pintar un muro del patio familiar, un gran canasto de flores. Su orden fue categórica: "Tenés que inventar las flores y no copiarlas". Entre la aventura y el orden, Emilio Pettoruti sentó el fiel de su medida estética. En La Plata, esa ciudad armoniosa, novísima, donde nació, y en Florencia, supremo acorde artístico, Pettoruti intentó asimilarse a la enseñanza académica.
Desistió con presteza, olió el tufo esclerosado y con instinto afinadísimo volvió a las fuentes. Como en La Plata, fue habitué de los museos de ciencias naturales, los jardines zoológicos y botánicos, las bottegas de artes y oficios (vitrales, mosaicos, textiles) y los museos donde con análogo tesón estudió a Fra Angelico, Masaccio, Giotto, Tiziano? Aquellos que lo precedieron en inventar y no copiar la naturaleza.
Más allá de su práctica pictórica, Pettoruti fue maestro severo, inconcesivo y generoso. En su taller de la calle M.T. de Alvear casi Callao, que Manuel Mujica Lainez inmortalizó en una novela, formó y confirmó a un núcleo de admirables discípulos: María Juana Heras Velasco, Josefina Spragon ("Fifa"), Delia del Carril (segunda esposa de Pablo Neruda), Elena Videla Dorna, Stella Morra de Cárcano, Alejandro Weinstein, Dora Cifone -formada en la Academia de Brera y la primera mujer que manejó ¡antes que Victoria Ocampo! una voiturette Citroen roja- y tantos otros.
Con matices, todos coinciden en que a su alrededor circulaba un aire frío. Provenía del celo higiénico, del orden y del método que constituían su norma, a la que se sometía y debían guardar de modo análogo quienes en él confiaban. El dibujo -la estructura- daba paso progresivo al color, siempre iniciado en paleta restringida.
"La luz es la norma que se debe conquistar, la piedra basal, la columna que sostiene la techumbre del templo", citaba Dora Cifone al maestro, ante las balbuceantes alumnas de la escuela Manuel Belgrano.
Pettoruti era nítido y certero en la enunciación de sus principios. Pionero del arte contemporáneo, advertía que la búsqueda personal y la expresión individual son valores supremos. Y que toda producción se funda en el rompimiento de viejas normas esclerosadas.
Para destruir, Pettoruti dixit , "basta una piqueta". Para construir, renovadamente, hay que conocer las leyes de la construcción. Y remataba: "¿Dónde se vio un músico que ignore la escala y pretenda renovar la música?"
Emilio Pettoruti fue formador en sus intervenciones periodísticas y en su función de director del Museo Provincial de Bellas Artes de La Plata. Desde allí combatió la esclerosis academizante, abogó con denuedo por la inclusión de lo nuevo y resistió los embates del peronismo en la figura del doctor Oscar Ivanissevich, ripioso versificador y pedestre impugnador del "arte degenerado", esa infausta y conocida estirpe hitleriana, quien que por dos veces fue -¡cosas veredes, Sancho!- ministro de Educación.
Lejos de estas destemplanzas, colegas y críticos se cebaron en Emilio Pettoruti, retaceando o haciendo relativo, epigónico o mimético su protagonismo en el arte del siglo XX.
Es probable que no fuese llevadero o simpático. Tanto da, ya que no vendía dentífrico ni pretendía estar en todos los platos, como el perejil. Los mejores entre nosotros confiaron en él como maestro y guía.
ADN PETTORUTI
La Plata, 1892 - París 1979
Virtual autodidacta, fue becado por la gobernación bonaerense por sus precoces méritos de caricaturista. En Italia inició aprendizajes académicos, los que pronto abandonó para privilegiar la experiencia en talleres de oficios y estudios en museos, que más tarde implementó en su obra, en el desempeño docente en Buenos Aires y como director del Museo Provincial de Bellas Artes de La Plata, al que hizo ariete de la renovación estética. Polémico siempre, fue consecuente protagonista, a menudo incomprendido en el país, aunque distinguido en Europa y en Estados Unidos por su condición de artista pionero del arte del siglo XX.
Ficha.