Peter Handke, el Nobel de la contemplación y la lectura
A un escritor se lo conoce también por las citas de otros que elige para sus libros. Peter Handke decidió presidir Weissagung (una de sus piezas teatrales sin escenario) con unos versos del ruso Osip Mandelstam: "¿Dónde empezar?/ Crujen las uniones y todo vacila/ el aire tiembla ante las comparaciones/ Ninguna palabra es mejor que otra,/ la Tierra retumba de metáforas". Era 1966 y Handke había escrito entonces apenas la novela Die Hornissen, pero su poética entera estaba ya insinuada en la opción por esos versos de Mandelstam. Había llegado tarde al reparto de los problemas modernos (cómo decir lo que se quiere decir y si lo que se quiere decir es lo que quiere ser dicho) y, alejado de crujidos, comparaciones y torsiones metafóricas se dedicó a mirar, aunque con la certidumbre de que el escritor que llega tarde (La tarde de un escritor no es un título caprichoso) y mira el mundo no hace otra cosa que mirarse también a sí mismo, pero despojado de toda vanidad, aun con misericordia. Más acá en el tiempo, en 2004, en el discurso que ofreció cuando se le concedió el premio Hermann Lenz a su compatriota Walter Kappacher, Handke dijo, lisa y llanamente: "Escribir es hoy una especie de conversación con uno mismo".
Como pasó en 2011 con Tomas Tranströmer, la Academia Sueca decidió premiar a un escritor (en el sentido fuerte de esta palabra) y no a uno de esos personajes públicos que traccionan obras exangües a fuerza de compromisos políticos o causas de encomio tan unánime como sospechoso ni tampoco a arrabaleros de la literatura (ya tuvimos premios al periodismo, a la canción y empezó ahora la temporada de lobby por los guionistas de series de TV). Es cierto que Un viaje de invierno a los ríos Danubio, Save, Morava y Drina o Justicia para Serbia, con su defensa del régimen de Milosevic le dio una fama indeseada y superior a la de sus guiones (la política le gana al cine); por fin, con el tiempo, leeremos esas crónicas sin tomar en cuenta los nombres propios. En las primeras palabras que dijo a un grupo de cronistas después de saber que había ganado el Nobel del Literatura, Handke contó, en un inglés entrecortado y balbuceante: "Confiaron en mi obra, pero carezco de la naturaleza del ganador. Tengo ahora una extraña sensación de libertad, como si me declararan inocente".
Es cierto también que un espejismo de sencillez en la prosa de Handke procreó epígonos y detractores, ambos parejamente equivocados. La tragedia de los mejores lectores es que a veces son mal leídos. La sencillez de la prosa de Handke es engañosa: están ahí para que miremos más allá de ella. Lo dejó claro él mismo: "Lo insuperable sigue siendo: restituir la apariencia de lo inaparente (por ejemplo, las canaletas para la lluvia en el piso de una pérgola o un balcón)". La misma presunción, una especie de programa está en el ensayo autobiográfico "Los secretos públicos de la Tecnocracia" (incluido en Cuando desear todavía era útil). Cuenta ahí que durante mucho tiempo caminó con la mirada fija en el suelo. Lo que no veía arriba (lo que no quería ver arriba) tenía su recompensa en el piso. "Un guante perdido, el celofán de un atado de cigarrillos, manos en la falda sin un rostro. Todo eso lo veía como símbolo de aquello que no veía [...] La vista gacha no era otra cosa que un movimiento de defensa frente a un panorama humanamente opresivo". En un movimiento de tipo casi dialéctico, Handke, su prosa, le devuelve la apariencia a las cosas concretas, que inusitadamente no la tienen, pero sólo para que nos remonten a otro estado otra vez sin apariencia, el que importa de veras, el misterioso.
La cita sobre la canaleta pertenece a Am Felsfenster morgens, uno de sus volúmenes de apuntes, esa prosas del observatorio que encontramos también en Historia del lápiz,El peso del mundo y Fantasías de la repetición. Incluso Ensayo sobre el cansancio podría leerse en esos términos, pero aquí las cuentas están enhebradas. Handke no se pone en esos fragmentos la máscara del aforista. El aforismo es asertivo y concluyente; el pensamiento de Handke, en cambio, se mantiene en vilo. "Artista=el sujeto objetivo", apunta en Historia del lápiz, y ésa es la piedra angular de su propia poética, la poética de un escritor que es un artista. Considerados desde esta perspectiva, los libros de Handke pierde la taxonomía de los géneros (novela, poema, ensayo, diario, pieza teatral) y se convierten en el despliegue incesante de una escritura, de ese diálogo consigo mismo cuyo tema es el acto de percibir el mundo en cuanto contemplación.
Nos dice el narrador de El miedo del portero al penalty sobre Bloch, el protagonista: "Todavía obsesionado con la idea de que tenía que evitar a toda costa dar la impresión de que quería hacer una declaración, se encontró con que estaba envolviendo el auricular con un pañuelo. Un poco confuso, se metió el pañuelo en el bolsillo. ¿Cómo le habían llevado sus pensamientos sobre las cosas que se dicen sin pensar a la idea del pañuelo?" Buena parte de la literatura de Handke es una tentativa de dar respuesta a esa pregunta, de encontrar no un sentido (él mismo escribió: "No busques el sentido donde antes hubo alguno; no busques el sentido") sino una causalidad provisoria que explique el pasaje del pensamiento al acto, que es lo mismo que tratar de explicar el pasaje del lector al escritor. Podríamos reconstruir esa secuencia con dos de los fragmentos de Am Felsfenster morgens. El primero es escueto: "Para el discurso, la ironía; para la escritura, la pasión". ¿Qué es la escritura? El otro es más explícito y, a la vez, enigmático: "Un dolor que esté unido a la calma, que irradie calma: es el dolor de lo bello, el dolor que "embellece los ojos". El artista tiene la llave de esa transformación.
Handke es sobre todo un lector tremendo: lector de palabras y de imágenes (Cézanne, Anselm Kiefer, la arquitectura). La historia del lápiz no es únicamente la del que escribe sino la del que lee. En uno de los ensayos de Lento en la sombra (la insoslayable recopilación que Matías Serra Bradford hizo para Eterna Cadencia) hay un discurso de homenaje a Franz Grillparzer. Para todo austriaco, Grillparzer es una figura tutelar, una especie de poeta nacional y, como tal, siempre mortificado. Empieza Handke: "Estoy aquí por Franz Grillparzer y al mismo tiempo quisiera callar poe él. Entre los grandes aventureros de la escritura, él me parece uno de los más problemáticos –cada una de sus aventuras, superadas o no, abre el sentido para un problema–, así como uno de los más interesantes o más cercanos". Al final del arco concluye: "De los muertos, sobre todo con una obra viva, curiosamente desaprovechada, es más fácil decir: ‘Lo amo’. Yo amo a Franz Grillparzer, mucho".
Amar a un escritor es querer ser como él con la certidumbre de que eso es imposible porque para eso está él mismo, y esa imposibilidad propia es la que nos hace amarlo.