Peligra la flor más grande del mundo
Uno puede cultivar con orgullo, acaso con jactancia, alguna de las flores más grandes que existen. Hibiscus, magnolias, lotos, girasoles o incluso el descomunal Aro gigante, cuyo nombre científico nos ahorraremos por pudor. Pero nada más imponente y alienígena que la flor de las diversas especies de Rafflesia. Con un metro de diámetro (a veces un poco menos, pero el récord es de 111 cm) y cinco pétalos monstruosos que crecen al ras del suelo y que, aunque inofensivos, meten miedo, las flores de estas plantas son las más grandes de las que se tenga noticia. Y están en extinción.
La triste novedad apareció en el sitio de la New Phytologist Foundation, una organización sin fines de lucro dedicada a promover la botánica; el artículo también urge a tomar cartas en el asunto para tratar de salvar esta pequeña familia de vegetales únicos. Únicos no solo por su flores extraordinarias. Las Rafflesia son extravagantes en todo sentido.
Mientras las flores atraen por su enormidad y colorido, también espantan por su olor a carne podrida. Dicho con una pizca de humor, para no amargarnos: ni se te ocurra quedar bien regalando la flor más grande del mundo, porque, además de que está severamente amenazada, no huele a rosas ni a jazmín. Por supuesto, y como pueden imaginar, su hedor cumple con la función de atraer ciertos insectos (moscas, sobre todo) que depositan sus huevos en animales muertos. Una vez dentro de la colosal inflorescencia quedan atrapados en un laberinto del que solo pueden salir luego de cumplir con lo único que se les pide: polinizar. Es un poco más complicado, porque las Rafflesia recrean las condiciones con las que se encontraría los insectos carroñeros con un grado de detalle estremecedor, pero sus rarezas no terminan allí.
Además de que producen miles de semillas diminutas, la planta es (dejando de lado la flor) invisible. O, más bien, se encuentra oculta. Parasita unas plantas trepadoras de la misma familia que la vid, y de vez en cuando, sin un ciclo del todo claro para la ciencia, emite su flor inmensa, llamativa, a su modo hermosa e irremediablemente fétida. Crece solo en las zonas selváticas del Sudeste asiático (Malasia, Borneo, Java, Indonesia, Sumatra y Filipinas), que se han ido reduciendo y en muchos casos degradando, con lo que hoy las 42 especies de Rafflesia están en peligro; 25 de ellas, críticamente amenazadas.
Se sabe muy poco de esta planta rara y remota, pero su flor es tan fuera de lo común que ha originado incluso una variante de ecoturismo. Es lógico. Encontrar una Rafflesia en flor no es algo que ocurra todos los días. Y la planta solo crece espontánea; no han logrado todavía cultivarla. El 67% de las especies que conocemos (a propósito, se descubren otras nuevas todo el tiempo) está en zonas no protegidas.
En un mundo convulsionado, a veces grotesco y demencial, el que la flor más grande y llamativa esté en peligro de extinción no parece demasiado importante. Podríamos argumentar (seguramente vamos a argumentar) que tenemos problemas más serios, y nos alzaremos de hombros. Pero hay una vuelta de tuerca en esta historia.
Si los medios científicos recogieron la noticia es, precisamente, porque se trata de las conspicuas Rafflesia. La flor más grande del mundo. Es vistosa. Es incluso algo que alguna vez querríamos ver en persona, y no en un molde de yeso de tamaño real en un museo. Pero en nuestro planeta todo está conectado. A pesar de su opulenta inflorescencia, las Rafflesia son solo un punto en la trama de la vida, y ese tejido está siendo desgarrado en muchos lugares a la vez, todos los días. Esta semana, por ejemplo, se supo que una de cada cinco de las especies consignadas en la lista de la Convención sobre la Conservación de las Especies Migratorias Salvajes está en peligro de extinción y, de ese listado, el 97% de los peces se encuentra amenazado con desaparecer. Y se supo esta semana también que las brutales sequías que están castigando buena parte del mundo promueven el desarrollo de una enfermedad letal para un diminuto anuro brasileño, el botón de oro (Brachycephalus ephippium), que todavía no está amenazado. Como no lo estamos nosotros. Hasta que un día toquen a nuestra puerta.
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