Esta entrevista se publicó originalmente en LA NACION el 17 de julio de 1988.
La noche antes de lanzar la bomba sobre Hiroshima, el entonces coronel Paul Tibbets ordenó que pintaran el nombre de su madre sobre la trompa del avión. Enola Gay escribieron los mecánicos con grandes letras negras de imprenta. Ese extraño bautismo, improvisado en una diminuta isla del Pacífico horas antes del primer bombardeo atómico de la historia, despertaría con el tiempo la curiosidad morbosa de legiones de periodistas y escritores, quienes trataron de encontrar una explicación razonable para ese rito que, en definitiva, identificó para siempre a una madre del medio oeste norteamericano con aquella hecatombe nuclear.
Al finalizar la guerra, Tibbets mismo alentó ciertas hipótesis desconcertantes al explicar que el bautismo había sido "un homenaje" y que no le incomodaba que el nombre Enola Gay quedara asociado a la explosión. "Son dos palabras fáciles de recordar –precisó en uno de los pocos reportajes que ha concedido en su vida– y cuando mi avión sea exhibido en un museo nadie lo va a confundir con otro".
Pero el B-29 jamás fue admitido en el Museo Nacional del Espacio de Washington, donde conviven, entre otros, el Spirit of Saint Louis, de Lindbergh, el módulo lunar Eagle de Neil Armstrong y medio centenar de aviones de combate de las dos guerras mundiales. La presencia del Enola Gay sería, todavía hoy, demasiado provocativa para muchos visitantes, sobre todo para las oleadas de turistas japoneses que pasean entre los viejos aviones con sus Nikon colgadas al cuello. Lo que hicieron las autoridades del museo fue relegarlo a un anonimato piadoso pero vergonzante: argumentaron que era "demasiado grande" para ser exhibido y lo arrumbaron en un hangar anónimo de la Fuerza Aérea en el estado de Maryland.
Tibbets tuvo mejor suerte que su avión. Pero a diferencia del B-29 nunca pudo refugiarse en la paz que trae el olvido. Tampoco sabe, cuarenta y tres años después de finalizada la guerra, cómo lo recordará la historia. Ni siquiera cómo lo recordarán los norteamericanos de las próximas generaciones. En el momento en que lo nombraron comandante del supersecreto Grupo 509 de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos –cuyo objetivo era arrojar la primera bomba atómica– ya era un piloto famoso y tocado por la gloria. Había realizado 40 misiones sobre la Alemania nazi y siempre había logrado traer de regreso a casa a sus bombarderos ametrallados por el enemigo.
Hiroshima lo convirtió, de la noche a la mañana, en un héroe nacional. Era el piloto temerario que con una sola misión sobre territorio japonés y una bomba con un poder explosivo equivalente a 20.000 toneladas de TNT había acelerado el fin de la lucha en el Pacífico y salvado de una muerte segura a decenas de miles de marines. Dos días después de Hiroshima se ofreció como voluntario para Nagasaki, pero sus superiores no lo dejaron ir: era un hombre demasiado valioso como para arriesgarlo en un segundo vuelo. Fue entonces cuando el público conoció los primeros informes de lo que había sido Hiroshima.
El Enola Gay dejó caer la bomba a las ocho y cuarto de la mañana del 6 de agosto de 1945. La explosión ocurrió en el aire, a unos 570 metros sobre el hospital Shima, ubicado en el centro de la ciudad. En los primeros 9 segundos murieron 100.000 personas y otras 100.000 quedaron heridas, muchas de ellas de gravedad. La temperatura en el lugar del impacto alcanzó los 50 millones de grados centígrados; a dos kilómetros de distancia el calor era de 1800 grados. La onda expansiva –con una fuerza de un kilo por centímetro cuadrado– derribó 60.000 edificios de un soplo y convirtió el centro de la ciudad en un descomunal baldío radiactivo. Los sobrevivientes dijeron, simplemente, que aquella mañana el cielo se derrumbó sobre ellos y luego volvió a levantarse. Pocas veces alguien dio una definición tan breve y a la vez tan fiel del infierno.
Cuando las cifras de Hiroshima llegaron a diarios de todo el mundo, los científicos del Proyecto Manhattan, los padres de la nueva arma, comprendieron también que esta había estallado sobre la conciencia de los norteamericanos. Poco después Tibbets fue convertido en uno de los blancos predilectos de los movimientos antinucleares y pacifistas. Pese a que ha evitado durante años los reportajes y que lo confronten con la imagen que millones de personas se han hecho de él, aceptó días atrás una larga entrevista con LA NACION.
–La primera pregunta puede resultar impertinente, pero tratándose del piloto de Hiroshima conviene dejar algo en claro antes de avanzar con el reportaje. ¿Estuvo alguna vez internado o recibió tratamiento psiquiátrico después de la guerra?
–Es la pregunta que me persigue desde hace 40 años, pero le agradezco que la haya hecho. La respuesta es bien simple. Nunca estuve internado y nunca me vio un psiquiatra.
–Sin embargo, a usted le consta, la historia de su presunta locura está vigente en muchos países y...
–Lo sé, lo sé. Es el resultado de una campaña muy bien orquestada por los comunistas y su objetivo no es poner en tela de juicio mis facultades mentales o mi integridad moral, sino desacreditar a los Estados Unidos por haber utilizado la bomba. Después de tantos años yo debería responder a su pregunta con una carcajada, pero entiendo que puede ser útil para que los lectores de la Argentina sepan la verdad de una buena vez.
–Sin entrar a discutir esa campaña de desprestigio que menciona, hay hechos objetivos que podrían explican el origen del rumor. Por ejemplo, que uno de los tripulantes del avión meteorológico de la misión a Hiroshima haya sido detenido cuando intentaba asaltar un banco de Texas con un arma de juguete.
–El hombre que usted menciona se llama Claude Eatherly y era el piloto del Straight Flush, uno de los dos aviones meteorológicos. A fines de los años cincuenta la policía lo encontró borracho en un bar y lo detuvo. Eatherly se defendió diciendo que nadie podía llevar preso al héroe de Hiroshima. Un periodista que estaba en el lugar escuchó parte del diálogo y lo publicó. Poco después la revista Newsweek lo reprodujo sin documentar los hechos y otro tanto hicieron las agencias internacionales de noticias. Cuando Eatherly salió de la cárcel su inestabilidad mental se agudizó y continuó comportándose en público como si realmente fuera el piloto de Hiroshima.
–Esto no explica por qué su nombre sigue despertando polémicas dentro de los Estados Unidos. ¿No cree que después de tantos años de Hiroshima sigue siendo un tema difícil para la conciencia pública de los norteamericanos?
–En primer lugar, quiero aclararle que la posición oficial del gobierno sobre mi conducta no ha cambiado. Estoy considerado un piloto que cumplió órdenes y las cumplió con eficiencia. Pero evidentemente estamos ante un tema muy emocional, un hecho histórico ante el cual no se puede permanecer indiferente. Muchos grupos que se oponen a las armas atómicas, a la guerra, a la violencia, incluso al uso pacífico del átomo, critican mi papel en la guerra. Pero yo no lo siento como un ataque personal, sino como una utilización ideológica de mi persona, por decirlo de alguna manera. Me han convertido en una figura pública a pesar de mí. No hay que olvidar tampoco que la percepción que millones de personas tienen sobre Hiroshima cambia con los años. En la década del sesenta hubo una moda en este país que consistió en poner en duda todo lo que tuviese que ver con la energía nuclear.
–En realidad, las primeras dudas sobre la bomba, no sobre el uso pacífico de la energía nuclear, las tuvieron los científicos del Proyecto Manhattan el mismo día en que realizaron la explosión inicial en el desierto de Nuevo México, varias semanas antes de Hiroshima. ¿Cuál fue realmente la actitud de Oppenheimer, Einstein, Szilard y los demás "padres de la bomba" cuando se enteraron de que ya había un blanco elegido en Japón?
–Antes de responder, quiero destacar un hecho que la gente olvida a menudo pese a que es muy importante. Me refiero a que todos, absolutamente todos los científicos involucrados en el plan eran extranjeros. La mayoría había llegado a nuestro país escapando de la amenaza nazi, y su visión de la física y del mundo que los rodeaba era puramente científica. Para ellos el Proyecto Manhattan era nada más ni nada menos que el gran camino para explorar las posibilidades que se abrían a partir de la división del átomo. No estaban habituados a las especulaciones políticas. Mucho menos a los análisis de estrategia militar. Esta gran paradoja, a mi entender, explica por qué cuando finalmente desarrollan la bomba empiezan a dudar sobre el impacto histórico y moral que tendrá esa monumental fuerza destructora. Finalmente llegan a la conclusión de que no era conveniente arrojarla y se lo dicen a Truman.
–Varios historiadores sugieren que Truman nunca hubiera aprobado un ataque nuclear sobre Berlín. Es lo que llamaron el factor étnico de Hiroshima.
–Eso es incorrecto. En septiembre de 1944 las instrucciones secretas que recibió nuestro grupo mencionaban la posibilidad de una acción dividida, es decir, operar sobre blancos diferentes. Siempre entendí que hablábamos del frente del Pacífico, no de Alemania. Pero si la guerra en Europa continuaba habríamos dejado caer la bomba en Alemania, no tengo ninguna duda.
–¿Cómo se tomó entonces la decisión final?
–Fue el día 1º de junio. Hasta donde yo fui informado, Truman se arrogó la responsabilidad final después de escuchar a todos sus asesores. Como comprenderá no fue una decisión fácil. No solo los científicos se oponían, sino también algunos miembros del gabinete, incluido el almirante King, que era jefe del Comité de Guerra. Pero el general George Marshall había preparado un informe a favor del ataque con argumentos muy sólidos; le había advertido al presidente que invadir Japón a punta de bayoneta iba a costar alrededor de un millón de muertos más, entre combatientes norteamericanos y japoneses, sin contar a los civiles. Un dato muy interesante sobre el ataque a Hiroshima (y durante años uno de los secretos mejor guardados de la Segunda Guerra) es que Truman lo consultó a Winston Churchill en la reunión de Yalta, y este estuvo de acuerdo en que la bomba aceleraría el final de la guerra en el Pacífico.
–Hábleme del 6 de agosto de 1945.
–La mayoría de la gente sigue creyendo que la parte más difícil era dejar caer la bomba en el lugar y el momento preciso o escapar de los cazas enemigos después del ataque. En realidad, el gran desafío era armar la bomba en el aire. En ese momento teníamos en la base aérea de Tinian –desde donde salió la misión– unos 600 bombarderos y unos 30.000 hombres entre pilo-tos, soldados y mecánicos. Los científicos sabían que si intentábamos decolar con la bomba lista y algo le pasaba al avión, sencillamente haríamos desaparecer toda la isla. Entonces, desarrollé una estrategia para armar la bomba a unos 15.000 pies de altura; descubrí que era donde el avión se sacudía menos en esa época del año. Recuerdo que mientras poníamos a punto la misión hice una de las preguntas más estúpidas de mi vida. "¿Qué ocurre si agarramos un pozo de aire mientras ustedes están trabajando con la bomba?", les pregunté a los científicos. "Nunca nos daremos cuenta", respondió. El nombre en código del artefacto era gimmick (engaño, en inglés) y todos los cálculos de vuelo estaban escritos en papel de arroz, de modo que si la misión abortaba, cada uno podía tragarse sus anotaciones antes de caer en manos de los japoneses.
–¿Qué sintió exactamente al ver el hongo elevándose sobre Hiroshima?
–La bomba demoró 54 segundos en caer y fueron los segundos más largos de la historia. Entonces vi el resplandor y cuando la luz llegó al avión sentí un gusto a amalgama en la boca (años después un físico me explicó que la energía atómica liberada había actuado sobre la mezcla de plomo y plata con que el dentista había arreglado una de mis muelas). Desde entonces tengo la extraña sensación de que la bomba atómica tiene gusto a amalgama. Diez segundos después del estallido nos alcanzó la primera onda expansiva. Enseguida nos golpeó la segunda y el avión se estremeció como si lo hubiese alcanzado el fuego antiaéreo. Yo seguí girando hacia la izquierda hasta completar un círculo sobre Hiroshima. El hongo atómico seguía creciendo y a los dos minutos llegaba hasta los 30.000 metros de altura. Era una imagen terriblemente conmovedora. Cuando finalmente enderecé el avión y miré por primera vez hacia abajo me di cuenta de que solo quedaban algunos edificios en ruina en los barrios alejados: la ciudad entera había desaparecido. Yo había escuchado varias descripciones posibles sobre cómo sería la explosión, pero aquello era absolutamente increíble y desolador. Ahora que han pasado los años sigo pensando que aquella fue una decisión correcta y en iguales circunstancias volvería a arrojar la bomba.
–Usted ha hecho un relato técnico del 6 de agosto, sin revelar para nada cuáles eran sus sentimientos, como si hubiese visto todo en una película en lugar de ser uno de los protagonistas. ¿No le resulta extraño?
–Imagino a dónde quiere llegar. Pero yo no puedo sentirme culpable por ser un hombre frío, técnico diría, obsesionado por la perfección. Mi relato es el de un piloto profesional que arrojó una bomba y eso es exactamente lo que yo era en 1945. Un sentimental jamás habría piloteado aquel avión. Creo que una de las cosas que más le molestó a mucha gente durante años es que nunca me haya arrepentido. Pero nunca perdí una noche de sueño por la bomba de Hiroshima.
–La victoria justifica los medios.
–Absolutamente.
–Pero obedecer en circunstancias tan excepcionales como las que usted vivió no lo habrá privado de la duda o de interrogantes de orden moral.
–Como le expliqué, las órdenes no se discuten, se cumplen. Yo acepté la misión de Hiroshima porque mis superiores me lo ordenaron. Pero debo agregar que no fue algo que hice en contra de mis convicciones. Estuve, estoy y estaré siempre de acuerdo en que en aquel contexto histórico fue una decisión acertada.
¿Por qué la elegimos?
Controvertido, criticado y con especulaciones sobre su posible locura, Paul Tibbets fue el piloto del avión de la Fuerza Aérea de Estados Unidos que arrojó la primera bomba nuclear de la historia sobre Hiroshima en 1945, mató a más de cien mil almas y destruyó la ciudad japonesa en apenas segundos. Considerado un héroe nacional, aunque con gran polémica, insistió, hasta su muerte en 2007, en que tirar la bomba fue la decisión correcta y que aceleró el final de la Segunda Guerra Mundial. Reacio a las entrevistas, conversó en exclusiva con LA NACION en 1988.
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