La foto es elocuente. Sobre el abismo negro del escenario se recorta la melena cenicienta, tentáculos de pulpos albinos trenzados; los ojos cerrados como persianas del downtown a deshoras. Patti Smith había llegado en 2017 por segunda vez a Buenos Aires con un conjunto de polaroids como parte de la colección de la Fundación Cartier de París y se fue a los gritos, con un puño duro en alto y un pañuelo atado a la muñeca, en marzo de 2018. Como si fuera la activista número uno de la causa neofeminista en Argentina.
Arrastrada por el vendaval verde, a los 71 años, Patti escribió con su presencia y canciones el prólogo para la proclama masiva por el aborto seguro, legal y gratuito. Del silencio de una sala del CCK , donde se escuchaba su voz en off y se veían las fotos que Guillermo Kuitca había seleccionado para la muestra Les Visitants, al ruido de Smith convocando a una multitud a un late night show literario con el ex director de la Biblioteca Nacional Alberto Manguel y un concierto acústico, terminó siendo eso, un mitín de los derechos civiles. Como había pasado en la fallida entrega del Premio Nobel a Bob Dylan, en este tránsito quedó expuesto su carácter anfibio: demasiado popular para la academia; demasiado libresca para el pop.
Smith también adelantó el año en que la mejor ficción de la tevé puso en foco la problemática de género (100 días para enamorarse) esparcida por toda la sociedad. Su cuerpo flaco y desgarbado sigue siendo una anatomía de la androginia. El fotógrafo Robert Mapplethorpe fue el primero que lo entendió con aquellas imágenes que la mostraban como la chica más parecida a Keith Richards sobre la faz de la tierra; Juana de Arco en el asiento trasero del Taxi Driver de Scorsese. En la mitad de los convulsivos 70, Mapplethorpe la definió para siempre en la tapa del álbum Horses. La profundidad de aquella foto residía en que al hacer foco en la indefinición constitutiva de sus huesos invertía el estatus de la época. Allí donde los machos del rock simulaban hipermujeres (Jagger, Bowie, Mercury) para ser una chica del rock inevitablemente habría que travestirse, volverse un varoncito de pelo corto y corbata.
No es que estos atributos no estuvieran presentes en la anterior visita de Smith a Buenos Aires. Las circunstancias exacerbaron las condiciones de recepción. Esta vez la poeta punk llegó precedida del moderado éxito editorial de Just Kids (Lumen), la memoria de sus días junto a Mapplethorpe, que la acercó a un público distinto. Ya no eran los connaisseurs del rock quienes la asediaban en la conferencia de prensa sino un público muy joven, mayormente femenino, que depositaba en ella ese lugar de luchadora feminista que nunca ejerció. Madrina honoris causa de todas las chicas de pañuelo verde, la dicción entrecortada con la que Smith definió una manera femenina de cantar rock se resignificó en Buenos Aires. La artista visual de la que pocos se percataron se fue como la jefa espiritual del movimiento.
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