Pasados de la raya
Tal vez –no hay certeza, pero somos varios los que nos miramos con ojos de pavor– el asunto se esté pasando de la raya. Me refiero a las tendencias de la escena cultural, a los consumos que sin disimulo fueron poniéndose de moda. A que el biodrama esté ahogando a la ficción y lo inmersivo a las bellas artes; a que la experiencia pretenda reemplazar a la contemplación y la autobiografía… que más que un poco de pelusa en el ombligo sea un enorme pelusón. Sería demasiado sencillo querer malinterpretar el punto: no es este un alegato en contra de un género, nada parecido tampoco al viejo y temido “todo tiempo pasado fue mejor”. A contramano del refrán, puede ser más bien que sea la abundancia lo que daña.
Los relatos de vida existen desde comienzos de las narrativas –mucho antes del término “literatura del yo”, de “palabras espurias como autoficción”, decía hace unos días Enrique Vila-Matas– y llevar historias reales a escena con sus propios protagonistas, en general no-artistas, tiene grandes exponentes en nuestro teatro reciente. Considerando la obvia subjetividad que determina qué funciona y qué no para cada espectador, podría decir, por ejemplo, que no vi mejor biodrama que Campo minado; agregaría en esta línea que me conquistó Hoy bailamos para siempre y que primero lloré con el libro y luego me reí hasta las lágrimas con Imprenteros (dos espectáculos que están de nuevo en cartel). En un largo etcétera, otras propuestas semejantes me conmovieron y unas cuantas más me llevaron a reiterar una pregunta retórica: ¿toda biografía es susceptible de transformarse en obra?
El coreógrafo francés Jérôme Bel presentó el fin de semana en el Festival FIBA su última creación, un “retrato auto-bio-coreo-gráfico” que titula con su nombre, y que recorre su carrera en un monólogo interpretado por una artista local, en primera persona, como si fuera él. Como Bel no viaja ni contrata bailarines para que lo hagan, tampoco compra vestuarios ni genera nuevos videos, nada que alimente su huella de carbono, la obra es la lectura de ese texto que escribió en la pandemia, apoyado en fragmentos de trabajos anteriores en una pantalla –trabajos que, valga la redundancia, aquí hemos visto en vivo antes, como The show must go on y Gala, incluso cuando ya no se subía a un avión–. Pienso en el aspecto económico: seguro conviene más esto que programar una compañía de danza que venga, haga su espectáculo y se vaya. Es más barato también convertir al público en performer (“afuera esto lo hago con actores”, confesó otro realizador en estos días) o proponer “experiencias”. Mover el dedo índice en una pileta mientras suena en los auriculares el Nocturno de Chopin, responder preguntas en voz alta, retirarse de la sala cuando el artista lo ordena –setenta años después de que Yoko Ono lo hiciera por primera vez (“Enciende un fósforo y observa hasta que se consuma”), las instrucciones están a la orden del día–. Nada de todo esto es nuevo: hace décadas que venimos “participando” de obras que nos “interpelan” hasta movilizarnos literalmente. “Back to basics”, me digo. Y enseguida: “¡No seas tan crítica, che!”.
El asunto no son las artes escénicas, también en las letras, los museos y espacios de exposiciones pasan cosas. La tecnología en el arte trajo casi a la par de los NFT las muestras “inmersivas”. ¿Cómo podría alguien querer “meterse adentro de la cabeza del artista” si nunca apreció una de sus pinturas? ¿Será porque estaba loco?¿Importa más el personaje que la obra? Después de asistir en menos de un año a tres exposiciones de este estilo dedicadas a Van Gogh en el país, donde –lo sabemos, no es engañoso– no hay colgado en la pared ni un solo cuadro del holandés, siento la responsabilidad de informar que no solo es más barato (¡qué digo barato, es gratis!) ir al Bellas Artes, sino que eso es lo verdaderamente original. Aunque muchos no lo sepan –lo confirman en el museo: la gente se sorprende al encontrarlo–, tenemos un óleo del maestro colgado de manera permanente en la planta baja. Le Moulin de la Galette habita la sala 14, la de los impresionistas: Monet, Sisley, Gauguin, Toulouse-Lautrec. Sin fundamentalismos, es bueno saber que se puede aprender sobre la historia detrás del molino en una audioguía y que este mes se realizan visitas guiadas dedicadas específicamente a esta pintura.
“Tengo miedo. Puede ser el final y no nos damos cuenta”, me dice un querido artista cuando cae la tarde, por WhatsApp. Poco después se corta la luz. No hay metáfora.
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