¿Para qué sirve el Premio Nobel de Literatura?: la Academia Sueca se prepara para ungir a un nuevo escritor
La grandeza no es lo mismo que la popularidad, advierte el autor, que a menos de 24 horas de conocer al ganador de 2024 analiza qué quiere decir la grandeza
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NUEVA YORK.- Mañana, la Academia Sueca otorgará el Premio Nobel de Literatura, el árbitro mundial preeminente -quizá único- de la grandeza literaria.
Lo que distingue al Nobel no es que destaque los mejores nuevos poemas, novelas, ensayos y obras de teatro: ese tipo de servicio para los lectores es tarea de los National Book Awards, los Booker, los Pulitzer y las decenas de otros premios meritorios que abarrotan el calendario. La academia no celebra los grandes libros, sino que consagra a los grandes escritores, recopilando no un canon, sino un panteón; no una lista de lecturas, sino una lista de inmortales.
Es muy fácil cuestionar las elecciones, contar los ganadores que han caído en la oscuridad (sin faltarle el respeto a Salvatore Quasimodo) y enumerar a los escritores que no han ganado y han quedado para la posteridad (Vladimir Nabokov fue totalmente ignorado). Cuestionar la sabiduría del Comité del Premio Nobel es un ritual paraliterario muy apreciado, junto con la compra culpable de las obras de un autor del que nunca has oído hablar (juro que llegaré a Jon Fosse en cuanto acabe con Herta Müller y Jean-Marie Gustave Le Clézio).
Sin embargo, la mayoría de los lectores, ocupados y distraídos, se contentan con tomarle la palabra a los eruditos suecos, equilibrar el escepticismo y la perplejidad —espera, ¿quién se lo ganó?— con un cierto alivio. Podemos estar seguros de que, un año más, se ha mantenido un importante principio cultural.
Pero, ¿para qué sirve ese principio? ¿Para qué sirve la grandeza?
El concepto suena anticuado, incluso retrógrado. Hace una generación, a principios de la década de 1990, el canon literario fue atacado por su estrechez, una crítica al programa de estudios —demasiado europeo, demasiado masculino, demasiado familiar— que a menudo se extendía a los escritores que lo habitaban. La sospecha de los hombres blancos muertos y sus aspirantes a homólogos vivos se ha intensificado desde entonces, en parte gracias a las agitaciones de los movimientos #MeToo y Black Lives Matter. Cada gran artista es un monstruo del arte en potencia; cada canonización es una cancelación a punto de producirse.
Además, la idea de que un cónclave de eruditos escandinavos se atreva a decidir, cada otoño, cuál es el escritor que importa más parece pintoresca, si no absurda. Por lo general, estas decisiones se dejan en manos del mercado o de mecanismos útiles afines al mercado que agregan, clasifican y ordenan. Los críticos elaboran listas, los periódicos hacen encuestas, los algoritmos y las plataformas sociales ofrecen consejos cuidadosamente seleccionados para los consumidores.
Nadie le da a ninguno de esos mecanismos demasiada autoridad. Si no te gusta lo que hay en mi lista, puedes hacer la tuya. La forma en que evaluamos las cosas que nos gustan parece, por lo tanto, basada en datos, democrática y subjetiva, algo que instituciones como el Nobel no hacen. Lo que equivale a decir que lo especial del Nobel proviene de su distanciamiento, de su ajenidad. El anacronismo —los esmóquines y las medallas, la pompa y la majestuosidad— forma parte de la marca.
La Academia Sueca no está aquí para decirte cuáles son los escritores que te pueden gustar. La grandeza no es lo mismo que la popularidad. Incluso puede ser lo contrario de la popularidad. Los grandes libros no son, por definición, los libros que lees por placer —aunque algunos de ellos resulten ser, e incluso puedan haber tenido la intención de ser, divertidos— y a los grandes escritores, al estar la mayoría muertos, no les importa si son tus favoritos. Los grandes libros son los que se supone que debes sentirte mal por no haber leído. Los grandes escritores son los que importan tanto si los lees como si no.
Qué extraño. Y, sin embargo, qué normal. “Es natural creer en los grandes hombres”, escribió Ralph Waldo Emerson. “Damos sus nombres a nuestros hijos y a nuestras tierras. Esos nombres están grabados en las palabras del idioma; sus trabajos y efigies se hallan en nuestras casas y cada acontecimiento del día nos recuerda una de sus anécdotas”. Así comienza Hombres representativos, una colección de ensayos de 1850, influida por Sobre los héroes, el culto al héroe y lo heroico en la historia de Thomas Carlyle, que persigue el principio de la grandeza a través del tiempo, localizándolo en media decena de individuos ejemplares.
Dado el título de Emerson y su época, no sorprende que todos sus ejemplares sean varones. Pero es notable que la mayoría sean escritores y pensadores, incluidos Platón, Montaigne, Shakespeare y Goethe, y el favorito de Emerson, el teólogo Emanuel Swedenborg. Napoleón es el único líder político del grupo, quizá en consonancia con la desconfianza temperamental de alguien de Nueva Inglaterra de mediados del siglo XIX hacia el poder monárquico o imperial. Y aunque la época de Emerson —que vivió entre 1803 y 1882— fue la de Bismarck, la reina Victoria y Abraham Lincoln, se recuerda sobre todo por su desfile de gigantes artísticos e intelectuales. Marx y Darwin. Jane Austen y Charles Dickens. Tolstoi y Dostoievski. Beethoven y Wagner. Sin olvidar al mismísimo Emerson.
En las primeras décadas del siglo XX se mantuvo el ritmo, y para llevar la cuenta se crearon los Premios Nobel, concedidos por primera vez en 1901. Además de la literatura, el legado del industrial sueco Alfred Nobel especificaba un grupo de ciencias —medicina, química, física— y la paz (la economía se añadió en 1968.) Los cinco campos originales sugieren un ramillete idealizado del esfuerzo humano, no contaminado por la lucha por la riqueza, el poder o la fama. Los galardonados se dedicaban, al menos en teoría, a la búsqueda de la verdad, la belleza y el progreso, indiferentes al dinero y la fama que, gracias a la generosidad de Nobel, eran su recompensa.
En nuestra época, más cínica y cuantificada, el dinero y la celebridad forman parte de la sustancia de la grandeza. Preferimos los logros indiscutibles y mensurables de las estrellas del pop y los atletas a juicios más nebulosos sobre la importancia cultural. Seguro que nadie puede argumentar —aunque supongo que habrá gente que lo haga— que Simone Biles o Serena Williams están sobrevaloradas, o que Taylor Swift no domina el panorama.
Según un poema de Stephen Spender, los “verdaderamente grandes” son aquellos que “en el aire vívido dejaron la rúbrica de su honor”, pero el honor difícilmente es un rasgo definitivo de la grandeza moderna. Los héroes que se ofrecen de manera más agresiva a nuestra adoración son los multimillonarios de la tecnología y los líderes autoritarios. Sus logros se calibran en ingresos y atención; a menudo, construyen sus propios monumentos y forjan sus propias medallas.
¿Has visto Megalópolis, la nueva película de Francis Ford Coppola? Lo más probable es que no; su pobre rendimiento en taquilla ya se ha convertido en una leyenda de Hollywood. Es posible que la película pase a engrosar las filas de los fracasos que luego son aclamados tardíamente como obras maestras, pero su fracaso puede tomarse como un referéndum sobre la grandeza, que también es su tema. Los más ardientes defensores de Coppola son los críticos deseosos de defender una concepción heroica del cine en la era de la emisión en continuo, cuando las imágenes se han hecho pequeñas.
Tras décadas de gestación, Megalópolis es una “fábula” colosalmente ambiciosa sobre la ambición colosal. A través del personaje de su héroe, un visionario arquitecto y urbanista llamado César Catilina (Adam Driver), Coppola se esfuerza por honrar el tipo de aspiración que busca cambiar el mundo y que fácilmente podría caricaturizarse como monstruosa o maníaca.
César, que resulta ser un premio Nobel (en una de las ciencias, al parecer), sueña con construir una comunidad utópica dentro de la ciudad de Nueva Roma, proyecto que da título a la película. En cierto modo, los obstáculos a los que se enfrenta predicen el destino de la película. Es un genio arquetípicamente incomprendido, alternativamente adorado y vilipendiado por un público voluble, socavado por los políticos y plutócratas que deberían ser sus aliados.
Más que eso, César encarna la tensión entre grandeza y grandiosidad. Sus instintos democráticos luchan contra su ego; su espíritu cívico está enredado con su ensimismamiento. Concibe Megalópolis como un lugar dinámico de preguntas, debates y experimentación, una ciudad Estado republicana más que imperial, con edificios que parecen más flores que fortalezas. Pero el desarrollo de esta visión choca con la cruda realidad del poder, la violencia y el engaño, y con su propio narcisismo.
Construir Megalópolis requiere la síntesis de imaginación, política y dinero, cada uno encarnado por un gran hombre: César, el arquitecto; Franklyn Cicero (Giancarlo Esposito), el alcalde de Nueva Roma; y Hamilton Crassus III (Jon Voight), el principal banquero de la ciudad. A menudo enfrentados entre sí, este triunvirato cuenta con la oposición de los medios de comunicación, las masas y un grupo de decadentes nepo babies. Durante la mayor parte de Megalópolis, la megalópolis parece condenada al fracaso.
La película ha sido criticada como un embrollo de autor, pero en mi opinión su confusión —su ambivalencia no resuelta sobre el heroísmo y el culto al héroe, su inestable aleación de futurismo y nostalgia, su mezcla de fanfarronería patriarcal y feminismo gestual, de iconografía fascista y liberalismo de corazón sangrante— es, como el confuso remolino de emociones que despierta anualmente el Nobel de Literatura, lo más oportuno y auténtico de ella. La misma confusión gira en torno al Premio Nobel pero, por supuesto, no solo se trata de películas o libros.
A.O. Scott es crítico de The New York Times Book Review, donde escribe sobre literatura e ideas. Se incorporó al Times en 2000 y fue crítico de cine hasta principios de 2023
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