Para leer a los clásicos (y no morir en el intento)
Recuerdo una charla que mantuve allá por 2009 en un pasillo de la Feria de Fráncfort con el director argentino de un gran grupo editorial. El ejecutivo no se mostraba preocupado por el desarrollo del libro electrónico y su impacto en el mercado (al parecer tenía razón: seis años después lo que parecía una seria amenaza derivó en un conato de convivencia entre formatos), sino por la ley de precios fijos que en nuestro país regula el costo de los libros: en la Argentina, cualquier novedad editorial debe ofrecerse, de acuerdo con la ley sancionada en 2001 y conocida como de defensa de la actividad librera, a un precio determinado, ya sea en la vidriera de una gran cadena como en una pequeña librería de barrio.
Me pareció que el ejecutivo tenía una idea en mente, e hice el silencio oportuno para que se explayara. Su plan era desarrollar la industria de los libros de bolsillo: había que aumentar los precios de las ediciones en rústica alejándolos del alcance de la mayoría de los lectores y así crear la necesidad de libros más baratos, y también de fabricación más económica. Desdoblar la oferta del mercado, duplicándola. Una pesadilla, pensé. Una invasión de libros, como si ya no fuera suficiente. Pero a decir verdad la idea no era del todo insólita. Cualquiera que haya viajado a España sabe que en las librerías existen dos espacios bien diferenciados donde se ofrecen los mismos títulos pero en ediciones diversas: de tapa dura y papel de alto gramaje (en general por encima de los veinte euros) y en formato pequeño, sin solapas y con papel de menor calidad, casi siempre por debajo de los diez.
Si años después de aquella charla los dispositivos electrónicos no barrieron al libro físico, lo cierto es que tampoco parece haber prosperado aquella idea. Hasta ahora. Porque la realidad económica argentina colaboró produciendo ella misma las condiciones para que aquel desdoblamiento sea posible: la inflación, estimada en un treinta por ciento anual, y el exasperante aumento de insumos como el papel han convertido a los libros en bienes suntuarios. Aprovechando este contexto y como producto de una de sus últimas grandes fusiones (que derivó en la conformación de la editorial Penguin Random House), el poderoso grupo alemán Bertelsmann decidió comenzar a distribuir en la Argentina la célebre colección Penguin Clásicos.
Entre los seis primeros títulos (de un plan inicial de veinticinco) que cuentan con el diseño que hizo famoso al sello Penguin están Moby Dick (en traducción de Enrique Pezzoni), Crimen y castigo (en versión de Rafael Cansinos Assens), Otra vuelta de tuerca y Cumbres borrascosas. Más adelante se integrarán a la biblioteca títulos locales como Facundo, El matadero y Una excursión a los indios ranqueles. No son lo que se dice una ganga (al tratarse de títulos de dominio público podrían ser más económicos), pero son bellos y se venden a precios razonables. A la hora de leer a los clásicos, y ante la falta de ediciones críticas importadas, se trata de una opción nada despreciable.
El autor es crítico literario y periodista