Paolo Virno. “Aristóteles es mucho menos aburrido que Gilles Deleuze”
El filósofo italiano reflexiona en su último libro sobre un factor de la vida contemporánea: la impotencia; advierte que, al darse en simultáneo con una sobreabundancia de posibilidades, provoca una “parálisis frenética” y “pasiones tristes”
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Próximo a cumplir los setenta años, el filósofo, semiólogo, académico y militante italiano Paolo Virno (Nápoles, 1952) ahonda en su reflexión sobre las tensiones de la vida social en el capitalismo, que había abordado en trabajos como Virtuosismo y revolución. La acción política en la era del desencanto, Gramática de la multitud. Para un análisis de las formas de vida contemporáneas y El recuerdo del presente. Ensayo sobre el tiempo histórico. Profesor de Filosofía del Lenguaje en la Universidad de Roma, en la década de 1970 Virno participó de las luchas obreras en su país en agrupaciones de orientación marxista; luego, junto con los demás editores de la revista Metrópoli fue acusado de terrorista y de integrar el grupo Brigadas Rojas. Al pasar varios años en prisión -hasta que fue absuelto- se sumó a una larga serie de filósofos encarcelados que se inició con Sócrates. Su nuevo libro, Sobre la impotencia. La vida en la era de su parálisis frenética, coedición de los sellos Tinta Limón, Tercero Incluido y Traficantes de Sueños, fue traducido y anotado por Emilio Sadier.
Lecturas de Aristóteles, Karl Marx, Theodor Adorno, Simone Weil y Ludwig Wittgenstein (al que considera “el más grande del siglo XX” junto con Walter Benjamin) se advierten en Sobre la impotencia. La vida en la era de su parálisis frenética, publicado en Italia en 2021. Para el autor, las formas de vida contemporáneas están marcadas por la impotencia. “Tiene que ver con el espíritu de nuestra época -dice Virno-. Caracteriza nuestras acciones, nuestros discursos, nuestra capacidad de luchar contra la injusticia, y no se debe a una escasez de potencia sino a una sobreabundancia de potencia, es decir, de facultades y habilidades. Una impotencia por un exceso inarticulado, desmedido, que no encuentra maneras adecuadas de traducirse en actos. Las sociedades occidentales están aquejadas por un excedente de potencia que intenta traducirse regularmente en hechos, por lo tanto, en algo constatable y presente”.
Una doble incapacidad aqueja a las personas y grupos sociales: por un lado, la de hacer lo que es conveniente y deseado; por otro, la de experimentar frustraciones y desengaños a los que se está expuesto, una “ineptitud para sufrir”. Virno redescubre un concepto crucial para su análisis: el de “límite”. Expresarse, hacer un reclamo laboral, protestar, reivindicar una idea política, cultivar una amistad; estas acciones, dice, requieren ser bien calibradas.
-¿Por qué define nuestra época de parálisis frenética y a la vez de sobreabundancia? ¿Cómo se podría graficar en el terreno social y cuáles son las figuras de la impotencia actual?
-La sobreabundancia es sobreabundancia de potencialidades, de facultades y de capacidades; la parálisis frenética se debe al hecho de que esta relación tan cercana, casi impúdica, con lo que podríamos hacer, sin embargo, no encuentra el modo de traducirse en acciones. Las facultades son probadas en cuanto tales, pero permanecen en ese estado sin devenir un conjunto de acciones. Las dos cosas juntas permiten hablar de sobreabundancia, pero también de parálisis.
-¿En qué medida el deseo “ilimitado” forma parte del problema?
-Albergo cierta desconfianza respecto de la noción de “deseo”, que encuentro vaga y alusiva. Decimos que se tiene el sentimiento, prefiero este término, vivo y agudo de lo que podríamos hacer, decir o pensar. Y, no obstante, este sentimiento conoce una frustración permanente. Esto se ve muy bien, y hablábamos antes de las figuras sociales de la impotencia, en el trabajo precario contemporáneo, que a menudo es un trabajo intelectual, part-time, mal remunerado y que, además, se basa en el trabajo con el lenguaje y la intimidad con los procesos comunicativos y cognoscitivos. Esta intimidad lleva a lo que se llama “deseo”, pero este deseo queda siempre insatisfecho. No me parece que sean excesivos el deseo o el sentimiento de cómo nos gustaría vivir; lo que me parece verdaderamente excesivo e intolerable es el modo en el que se hacen pasar por excesivos, el modo en el que impiden la actualización de nuestra potencia.
-¿Hay salidas de esta situación que usted describe como catatónica e hipnótica?
-Creo que sí. Muchas de las vidas contemporáneas están marcadas por la renuncia, el aplazamiento y la omisión. Muchas personas de nuestro entorno, alguna vez incluso nosotros mismos, pueden dar cuenta de su vida solo por aquello a lo que han renunciado o que han omitido. No es necesario creer que la salida a esta situación sea una exhibición repentina de capacidades decisionales, sino que, más bien, sería necesario aceptar esta costumbre de renunciar pero llevándola hasta la aplicación a sí misma. Está madurando el momento en el cual se renuncia a renunciar y se omite la omisión. La decisión, la capacidad de convertir en realidad actual nuestra potencia, tomará la forma de una renuncia que, antes de aplicarse a las más variadas competencias de las que disponemos, se aplica también a sí misma. Una institución, en el sentido más amplio y menos estatal del término, la concibo como algo que nace de la “renuncia a renunciar”.
-¿Cuál es el valor de la renuncia?
-Todo se reduce en aclarar a qué se renuncia. Si uno renuncia a un conjunto de trabajos precarios y mal pagados, la renuncia se da en el sentido del intento de tratar de realizar las capacidades que poseo. Por el contrario, si quiero proferir cierto discurso y, en cambio, por distintos motivos, también por el bullicio de las tonterías de internet y de los talk-show, se renuncia al discurso que habría podido proferir, entonces es muy triste y confirma la impotencia. Las dimisiones y las renuncias son nociones ambivalentes que pueden tomar un matiz u otro opuesto. Se parecen al éxodo de las condiciones presentes; si la renuncia y las dimisiones se vuelven deserciones, incluso atravesando el desierto, bienvenidas sean la renuncia y las dimisiones.
-¿Cree que la gestión de la pandemia a nivel mundial reforzó la impotencia social?
-La gestión de la pandemia ha funcionado como lo que los químicos llaman “papel tornasol” o papel PH. Ha mostrado algo que ya vivíamos: ha hecho explícito y puesto ante los ojos de todos la renuncia al pasaje de la potencia al acto, incluso el impedimento a dar este paso. Aparte de los muertos y los dramas, la pensaría como un revelador, no como una causa.
-¿Las pasiones tristes hoy se disfrazan de alegres? Usted habla de “solidaridad refunfuñante”, “arrogancia manchada de abatimiento” y “alegría ante los naufragios”.
-A menudo las pasiones tristes que nacen de la impotencia toman la forma de un oxímoron. En todos los estados de ánimo hay siempre filtrado el estado de ánimo del acreedor, por lo que se es acreedor de algo que no se es capaz de exigir: la realización de las propias facultades. Y un acreedor que nunca cobra, cualquiera que sea la tonalidad emotiva que le toca vivir, es alguien distante.
-¿Cuáles son para usted los filósofos de la Antigüedad y del presente de lectura imprescindible?
-He sido un ávido lector, tenaz y no arrepentido, de Marx y de las cosas por las que es conocido, como la crítica de la economía política y su diagnóstico de la modernidad. Siempre me ha impresionado un núcleo especulativo en su pensamiento, es decir, el embrión de una antropología filosófica. Después, naturalmente, he sido aristotélico, considerando a Aristóteles como aquel que ha escrito “el hombre es un pensamiento que desea”, mucho menos aburrido que Gilles Deleuze y, en general, que la Italian Theory. Aristotélico, por tanto, averroísta, pero también lector escrupuloso de ese gran autor que ha tenido la desgracia catastrófica de ser también cristiano y obispo y que se llama Agustín de Hipona. Posteriormente, remontando el tiempo, obviamente Kant, mucho menos Hegel, si bien con este he mantenido un cuerpo a cuerpo infinito, una lucha libre marcada sustancialmente por una sensación de fastidio porque no te deja escapar. Y, por último, la gran filosofía del lenguaje del siglo XX, con nombres hoy menos conocidos, como Gottlob Frege y Ferdinand de Saussure, a condición de usar a este último con mucha determinación y de forma unilateral; en fin, por qué no, Roman Jakobson y ese aristotélico, a su modo averroísta y a su modo kantiano, quizá de forma inconsciente, Ludwig Wittgenstein. El más grande del siglo XX junto con Walter Benjamin.
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