Palabras que se ven, fotos que hablan
Lo primero es el tacto. Tapa dura, apenas rugosa, textura de cartón con una imagen –la tomó un profesional pero tiene la cercanía de una polaroid de entrecasa– sobreimpresa. Es un libro y es un cuaderno. Un cuaderno convertido en libro.
Me refiero a Duermevela, trabajo del fotógrafo Eduardo Longoni recientemente publicado por ArtexArte, Fundación Alonso y Luz Castillo. No aparecen aquí las fotografías en las que inmediatamente pensamos al leer el nombre de este autor, esa suerte de historización de la violencia, el dolor, pero también la garra, la emoción y la belleza de un país que Longoni ha venido retratando desde fines de los años setenta.
Duermevela es otra cosa. El autor no escribe su biografía ni plasma los puntos más altos de su obra; traduce, más bien, lo que en su origen fue una serie de apuntes. Hay reflexiones, recuerdos, memorias de infancia, notas tomadas en el encierro que impuso la pandemia, postales de una Mar del Plata y un microcentro porteño que marcaron sus primeros años de vida, atisbos de su lugar de padre, pistas sobre su formación y el vínculo casi orgánico que creó con la fotografía.
En el libro alternan títulos manuscritos y textos plasmados con una tipografía que, al menos a mí, me despertó la misma añoranza que la rugosidad de las tapas de cartón: la casi olvidada huella de la máquina de escribir; palabras que se leen mientras, en algún lugar de la memoria, resuena cierto tap-tap hoy extinto, tan sepultado como el gesto de mover el tabulador, acomodar el rodillo, colocar el papel, supervisar la tinta. Los viejos tiempos de una modernidad donde lo sólido también se evaporaba en el aire, pero así y todo era mucho más palpable.
Duermevela está hecho de esa sustancia. Y de las palabras de un autor que alguna vez pensó en ser historiador, pero que muy tempranamente terminó dejando que fueran las imágenes las que hablaran por él. O, más precisamente, que fueran las imágenes las que le permitieran dejar testimonio de lo que la historia gritaba, creaba o arrasaba. Y que fuera el ojo de la cámara el que le ofreciese otro modo de atisbar al misterio del mundo.
“Irremediablemente soy fotógrafo” concluye al final de un libro que, no casualmente, se inaugura con una foto familiar –su abuela, mujer de rodete blanco, libro en mano y mantel al pie de un registro en severo blanco y negro– y con una reflexión sobre los escritos del japonés Junichiro Tanizaki, el autor de El elogio de la sombra.
Los textos de Duermevela se enlazan con fotos diversas. Están las que alguna vez le tomó su propia madre, sobre las que proyecta dibujos escolares; alguna en la que aparecen ambos padres; un retrato de sí mismo a los 19, fusil en mano, en la Patagonia: uno de los tantos conscriptos que fueron desplazados a esa región en 1978, cuando amenazaban vientos de guerra entre las dictaduras de la Argentina y Chile. Está también la fotografía de una carta fechada en diciembre de ese año –los sellos postales, los sobres: otra línea directa a un tiempo irrecuperable– donde una letra cuidadosa y prolija encabeza: “Querido Eduardito”.
En Duermevela las imágenes nos llegan como cartas: ellas también trazan su enigmático viaje a través del tiempo. Las palabras no buscan explicarlas; en todo caso, marchan a la par, se encuentran, dialogan, bucean en sus propios territorios de memoria. Y apuntan, sin siquiera ponerse solemnes, las marcas de una ética en tiempos demasiado chillones, excesivamente ruidosos. “Creo que los fotógrafos –escribe Longoni– tenemos el derecho de fotografiar para opinar, para contar historias, para develar secretos del poder, pero también tenemos el derecho de bajar la cámara en ciertas ocasiones. Hay historias que merecen ser contadas y otras, quizá por alguna íntima razón, que no queremos contar.”