La cuarentena parece haber convertido en utopía la costumbre de desplazarse en busca de descanso o de aventuras, pero por suerte no faltan buenas crónicas para compensar esa carencia
¿Nómades o sedentarios? Bruce Chatwin, el autor de En la Patagonia, estaba convencido de que la trashumancia era la condición fundamental de la humanidad. Para respaldar su tesis no dejó nunca de moverse por las más diversas latitudes. Anatomía de la inquietud, uno de sus títulos, podría servirnos en su ambigüedad como divisa de estos días. Solo que la inquietud actual no nos viene de la curiosidad exploratoria; nos viene, por el contrario, de estar, si no inmóviles, limitados de movimientos. La obligación de permanecer confinados tendría, de seguir a Chatwin, su cuota antinatural. Porque, ¿no es al fin de cuentas cierto que hace solo poco siglos que vivimos en ciudades y esos pocos siglos son nada frente a los milenios pasados por los nuestros en medio de la naturaleza?
La literatura de viajes tal vez se sustente en esa nostalgia ignorada. Otro escritor, Paul Bowles, hizo a mediados del siglo pasado una distinción entre turistas y viajeros. El viajero –decía en su novela El cielo protector– tiene mucho de peregrino, se desplaza con lentitud, puede quedarse en un lugar porque sí, casi sin necesidad. El turista, en cambio, ya conoce el fin de su viaje y sabe que lo espera la obviedad reparadora del hogar. Bowles encontró una solución al dilema: se quedó para siempre en Tánger, en el norte de Marruecos, donde pudo sentirse un viajero eterno que al mismo tiempo estaba siempre en casa.
Las crónicas de viaje producen, sin distinción de épocas ni geografías, el milagro de que mil palabras valgan mucho más que una imagen
Los tiempos se han acelerado. Hoy existen los buenos blogs de paseanderos profesionales, no faltan meteóricas historias de Instagram, pero la imposibilidad de trasladarse se puede compensar con creces por medio de las crónicas de viaje que, cuando son buenas, producen, sin distinción de épocas ni geografías, el milagro de que mil palabras valgan mucho más que una imagen.
Pueden reflejar las formas de una cultura para pensar la propia (como hace Sarmiento), pueden dejarse llevar por un mundo avasallante como la India (es el caso de Antonio Tabucchi) o adentrarse en pueblitos sin mayor prosapia. La literatura de viajes, es lo que la distingue, puede imaginar qué escenarios o paisajes le tocarán en suerte, pero no los argumentos que la esperan. Cualquier forma es óptima. La del diario, de la que se valió Michel Leiris en El África fantasmal, que consigna de manera maníaca la primera expedición etnográfica que, allá por 1930, atravesó de Dakar a Djibuti todo el continente. Puede proponerse como juego aleatorio, como cuando Paul Theroux se subió una mañana a un tren en Chicago con el objetivo de llegar al extremo sur de América (El viejo expreso de la Patagonia, donde figura un encuentro con Borges en su departamento de la calle Maipú). O también transformarse en una conmovedora despedida, como la de Robert Stevenson en En los mares del sur, escrita mientras viajaba en busca de un clima más benigno para su salud maltrecha. Por lo demás, las mujeres son legión en el subgénero: una de las grandes plumas del siglo pasado es la suiza Ella Maillart, infatigable trotamundos de la difícil Asia central.
La literatura de esta clase tal vez promueva las ganas de viajar, pero anotemos a su favor que también nos dejó un antídoto para hacer llevadero el encierro. Cuando a Xavier de Maistre le impusieron arresto domiciliario después de un duelo escribió Viaje alrededor de mi cuarto (1794), librito donde sugiere que yendo de la cama al living también se puede descubrir un mundo. Festejemos para consolarnos nuestra ventaja de que, a falta de grandes desplazamientos, podemos al menos leerlo con el espejismo de un buen paisaje titilando sobre el fondo de una pantalla.