Palabra de traductor
Quienes traducen al castellano libros escritos en otras lenguas deben hundir el bisturí en materia sensible: cualquier traspié le resta sentido o belleza al conjunto. El trabajo es complejo y no está bien recompensado
Un antropólogo cultural japonés me dijo una vez que las formas de diversión popular que se vuelven masivas en su país, aun cuando parezcan modernas y occidentales, mantienen una conexión con rituales antiguos, muchas veces espirituales. Cuando a ese pensador, que escribió sobre los lazos entre la modernidad manifiesta y una antigüedad menos visible pero presente, le propusieron traducir sus textos a lenguas occidentales, lo rechazó sin vacilar. Me sorprendió esa actitud cerrada en un intelectual dedicado a relacionar lo primitivo con la vida contemporánea, que había participado en proyectos académicos en Francia y en Canadá y que, sin embargo, insistía en que cualquier versión en un idioma occidental distorsionaría lo que él había formulado desde su sensibilidad japonesa. Sus obras se pueden leer en mandarín, pero no en inglés; en coreano y en bengalí, pero no en francés, un idioma que el propio autor domina.
Le dije que me parecía contradictoria su opinión de que se puede traducir de una lengua occidental al japonés, pero no del japonés a una lengua occidental. Él sostuvo que los escritores japoneses han puesto gran esfuerzo en lograr cambios en el idioma propio para poder conllevar la mentalidad occidental, pero que los occidentales no han hecho lo mismo. Terminó por dirigirme una mirada tan fija que me sentí en falta por haber dudado de lo que él decía.
¿Hay un "esfuerzo" que a los occidentales nos falta hacer? ¿No hemos leído, traducidos a todas las lenguas, a los grandes autores de la literatura universal? ¿No estamos viviendo en la era de la globalización? La producción de material de lectura va en aumento. Las estadísticas de la Unesco dicen que se publica un 25% más de libros hoy que hace 25 años y que la era digital sólo acelerará esta tendencia.
El intercambio de ideas ha dado un viraje, visible en las cantidades de libros que cruzan fronteras: en los años setenta la mayoría de los libros viajaba entre países de habla común, por ejemplo, de Alemania a Austria y a Suiza. A partir de los años noventa, y cada vez más, los libros salen, en su mayoría, de Estados Unidos y de Inglaterra y son traducidos después a decenas de idiomas distintos.
Un informe accesible en Internet aporta una visión esclarecedora de la situación. Se trata de "La extraducción en la Argentina: 2002-2008", de la fundación Teoría y Práctica de las Artes (TyPA). Comienza por registrar este dato: el inglés es el tercer idioma en cuanto a la cantidad de hablantes que lo usan (el castellano es el segundo), pero ocupa el primer puesto en la producción, la exportación y la traducción de libros, con amplia diferencia sobre los demás idiomas. En la Unión Europea, el 60% de los libros publicados por año fueron escritos originalmente en inglés. El segundo puesto lo ocupan los libros escritos en alemán, con un pobre 14%, y el francés está en la tercera posición, con sólo el 10% de los libros publicados anualmente en Europa. (Estos porcentajes difieren de los citados en el recuadro de Edith Grossman, porque se basan en la lengua de origen, no en el hecho de ser o no traducidos.)
Parece ilógico que un país con larga trayectoria literaria disminuya la producción en su lengua precisamente en esta época de la comunicación. En Polonia, por ejemplo, sólo la mitad de los libros que se publican están escritos en polaco. El resto son obras extranjeras traducidas. Casi el 50% son novedades escritas y publicadas en Estados Unidos. Ahora bien: las estadísticas a veces esconden más de lo que revelan. Volvamos al ejemplo de Polonia: ¿será entonces que al lado de cada libro traducido hay un libro polaco? No, es peor, porque la producción de libros no es lo mismo que su distribución. De lo distribuido, el porcentaje de traducciones ha llegado al asombroso nivel del 85%. En consecuencia, lo que uno encuentra en polaco en las librerías polacas es sólo un 15% del total. Y Polonia no es la excepción: parece ser la regla. Turquía, el país del Premio Nobel Orhan Pamuk y del prodigioso Nazim Hikmet, y Portugal, el país de Pessoa y Saramago, están en condiciones similares. En España, el 24% de las publicaciones anuales son libros traducidos, mayoritariamente del inglés. En Francia, casi el 20%.
Mientras tanto, ¿qué porcentaje de las novedades que aparecen en Estados Unidos y en Inglaterra son traducciones de libros españoles, franceses, turcos, suecos o coreanos? Un pobrísimo tres por ciento. Estados Unidos e Inglaterra llevan ya cincuenta años como los países que más títulos producen, pero muchos más son los años que llevan sin incorporar más de tres obras extranjeras por cada 97 del entorno propio. Tan predominante es el inglés en cuanto a la producción de libros que, por ejemplo, la traducción al español de literaturas más distantes depende de que primero se traduzcan al inglés. Yasunari Kawabata llega a nuestro idioma por medio de la traducción inglesa.
Gabriela Adamo, encargada de la sección literatura para TyPA y fundadora de programas anuales que desde hace nueve años tienden puentes para conectar a editores extranjeros con traductores y autores locales, dice que no todas las noticias son malas: el inglés, como lingua franca para académicos e idioma líder en cantidad de lectores (aunque tercero en cantidad de hablantes, después del chino mandarín y el español), puede ser una puerta de entrada para la difusión de una obra en diversas lenguas. Aun así, nadie niega que, como puerta, tiene llave y cerradura y apenas una mirilla en lo alto.
Cervantes ha dicho: "El que lee mucho y anda mucho ve mucho y sabe mucho", pero ¿qué pasa con aquel que puede andar mucho pero no puede leer más que el tres por ciento? En la última década, aunque las cifras no han cambiado, aparecieron tendencias positivas. Después del atentado del 11 de septiembre de 2001, la cantidad de universitarios estadounidenses que estudian en el extranjero aumentó un 250%. Se interpreta que ésa es una respuesta a la necesidad del estadounidense de salir al mundo y experimentar otras maneras de pensar y de vivir. Para salvar la brecha cultural se recomienda saltarla: viajar, ver y aprender, comunicarse y compartir. De ese modo, el pensamiento hegemónico puede democratizarse, humanizarse, enriquecerse.
Lectores con microscopios
Un escenario así reactualiza la importancia de los traductores. Sin embargo, ¿a cuántos conocemos, a cuántos podríamos nombrar? ¿Cuántos recuerdan que hay un santo de la traducción? (San Jerónimo, cuya versión al latín de la Biblia, previamente traducida al griego para su inclusión en la legendaria Biblioteca de Alejandría, costó años de minucioso trabajo.) Y si sabíamos que aquel Jerónimo fue el autor de la Vulgata latina, ¿recordamos también que su tarea le costó el cargo que tenía y que tuvo que terminarla en el exilio? No sería exagerado decir que los primeros traductores de los textos sagrados judeocristianos a otros idiomas se jugaron el pellejo.
Las primeras versiones de la Biblia en inglés fueron hechas por hombres píos y estudiosos, y a más de uno le costó la vida: en el siglo XIV, Wycliffe fue a parar a la hoguera; en el XV, Tyndale fue ahorcado e incinerado después. No es una hipérbole afirmar, como Emily Apter, de New York University, la autora de The Translation Zone: "La traducción es una zona de guerra".
El traductor hace su valiosísima labor en silencio y fuera de la vista de todos. Es casi como un ventrílocuo o un médium. La suya no es una tarea fácil ni mecánica. Desde niña me encanta zambullirme en las páginas de un buen libro y puedo leer en varios idiomas. No sería raro suponer que podría traducir literatura. No obstante, despues de haber probado con una novela, luego con otra y haber fracasado abominablemente, percibí que la traducción tiene más que ver con los modos misteriosos del arte que con el ágil saber de los gramáticos.
César Aira, narrador extraordinario y también traductor, describe a los traductores literarios como "lectores con microscopio", porque deben leer con una sensibilidad muy fina y precisa. Borges, que durante toda su vida hizo traducciones, solía decir que el traductor crea una obra literaria nueva que puede incluso superar la obra original, y felicitaba a su traductor al inglés, Norman Thomas di Giovanni, por haber mejorado sus cuentos. Vladimir Nabokov pensaba que, de su extensa producción, las dos obras que serían más recordadas eran la novela Lolita y la traducción que hizo de Eugene Onegin, la novela en verso de Pushkin, en la que trabajó diez años, más del doble que en la elaboración de cualquiera de sus 19 novelas.
Marcelo Cohen, que comenzó como traductor literario y es hoy uno de los narradores más innovadores e influyentes de su generación, insiste en que los del oficio merecen mayor reconocimiento. Opina que ser traductor y ser escritor son actividades relacionadas pero tan diferentes como tocar una partitura de otros y componer música propia.
Esa hermosa analogía me ha provocado un pensamiento que redobla mi consternación. ¿Por qué, mientras que en un disco (una sinfonía de
Mahler, por ejemplo) los nombres de la orquesta, su director y sus principales solistas aparecen en la tapa y en grandes letras, en una novela rusa, alemana o japonesa hay que buscar en el rincón superior izquierdo de la página tres para dar con el nombre, impreso en letra pequeñísima, de quien la ha traído a nuestro idioma? De nuevo pienso en la condición del traductor literario, olvidado, obviado, un artista tan capaz como invisible.
Walter Benjamin, filósofo y traductor, aclaró en el prólogo a su versión de los poemas de Baudelaire: "La verdadera traducción, transparente, no oculta el original, no le hace sombra, sino que deja caer en toda su plenitud sobre él el lenguaje puro, como fortalecido por su mediación". Aquel lenguaje puro recuerda la leyenda de la Torre de Babel y el castigo de Dios: la división de las lenguas. ¿Será entonces la traducción el arte que podría restituir aquella condición originaria de mutua comprensión y convivencia pacífica que alguna vez experimentó la humanidad?
Hoy, nadie diría que la traducción goza de un aura legendaria, pero sí que debemos una profunda admiración a los traductores-artistas por acercarnos la literatura, que es abrirnos el mundo y permitirnos el acceso a obras que van desde el poema de Gilgamesh (del segundo milenio a.C.) hasta 1984. Se trata de cruzar fronteras. Hoy los japoneses leen Sobre héroes y tumbas por el esfuerzo y la pasión de un tal Tetsuyuki Ando. Y los alemanes leen al keniano Ngugi wa Thiong’o por la cooperación entre ese autor y la traductora Susanne Koehler.
A veces ni siquiera nos damos cuenta de cuán dinámico es el trabajo del traductor. Una anécdota local, de ambientación porteña, nos servirá de ilustración. En 1947, el polaco Witold Gombrowicz, varado en la Argentina cuando irrumpió la guerra, hizo la primera traducción de su novela Ferdydurke al español (que luego publicó la editorial Argos) en condiciones que tal vez sorprendan: en bares de la calle Corrientes, sin dominar el idioma local, con asesores que no hablaban polaco y sin diccionario polaco-español. Los supervisores eran los escritores cubanos Virgilio Piñera y Humberto Rodríguez Tomeu. Pero el autor también escuchaba las opiniones de otros compañeros de ajedrez y de copas. Gombrowicz usó aquella primera versión en castellano rioplatense para hacer la traducción francesa, que encaró con un francés, Roland Martin. Nacida a los grandes idiomas occidentales con un procedimiento tan poco ortodoxo, esa novela, con tanta circulación internacional, fue prohibida en el país del autor durante casi 30 años, a raíz de la censura política. Hoy Ferdydurke es de lectura obligatoria en las escuelas de Polonia.
Tienen la palabra
Se ha dicho muchas veces que el traductor literario tiene uno de los oficios más ingratos, porque la tarea es ardua y el pago es magro. Ni hablar del reconocimiento, nos grita Vladimir, desde el más allá. La historia lo confirma pero también parece indicar mejorías: en el siglo XIX se empezó a incluir el nombre del traductor en la primera página del libro, junto al título y el nombre del autor. Con cada vez mayor vigor, desde el siglo XX y en la actualidad, actúan asociaciones profesionales, que han logrado avances como convenios internacionales para proteger los derechos de los traductores, subsidios y becas para posibilitar que se hagan más traducciones.
Aun así, esas conquistas todavía no se han extendido a todos los países. Y por supuesto, todavía es posible, acaso común, encontrar una edición de Guerra y paz en que no figure el nombre de quien la ha traducido.
¿Cómo se les podrá reconocer a los traductores el lugar que les corresponde? Más allá de avances como otorgarles derechos y nombrarlos en las fichas legales de las obras, algunas editoriales (pocas, excepcionales), sin que la ley ni el protocolo lo exijan, publican los libros con los nombres del autor y del traductor en la tapa. Un ejemplo es la casa argentina Adriana Hidalgo Editora. Me arriesgo a suponer que ese tipo de gesto no es casual sino que se hace por un compromiso asumido, acaso una ética.
Además, cada vez de modo más directo, los traductores han tomado la palabra. Son muchos los libros de traductores para traductores, pero lo novedoso son textos en los que comparten con nosotros sus aventuras lingüísticas.
Gregory Rabassa, por ejemplo, cuenta en su libro muchas anécdotas sobre los autores que tradujo y Suzanne Jill Levine habla sobre Puig como pocos podrían hacerlo: desde la intimidad de su proceso creativo e intelectual. A Edith Grossman, autora de una excelente versión en inglés del Quijote entrevistada en estas páginas por Hernán Iglesias Illa, pertenece el volumen inicial de una nueva serie que ha sido presentada por Yale University Press: Why Translation Matters (Por qué la traducción importa).
El Club de Traductores Literarios de Buenos Aires (clubdetraductoresliterariosdebaires.blogspot.com), fundado en 2009 por Jorge Fondebrider, organiza conferencias semanales. También están las jornadas y los informes que produce la fundación TyPA, los programas de apoyo que facilitan nuevas traducciones, como el que promueve el gobierno federal a partir del Bicentenario, el Programa Sur, y el programa coordinado por la Unesco y el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires desde 2005, Opción Libros, además de decenas de subsidios y becas de embajadas y organizaciones no gubernamentales en todo el mundo.
Hoy por hoy también hay un auge de programas de maestrías en traducción y el tema aparece con más frecuencia en congresos de letras y en ferias del libro. Gabriela Adamo da como ejemplo la actividad de Victoria Ocampo que, desde la revista Sur y la editorial del mismo nombre, sumando el esfuerzo propio y el de muchos colegas, promovió las primeras traducciones de muchas obras europeas al castellano, aun antes de que aparecieran en España.
Adamo enfatiza que el proyecto de traducir más, de permitir el acceso a más literaturas del mundo, depende del esfuerzo de individuos comprometidos. Y de nuestro compromiso en reconocer su esfuerzo.
POR LA VOZ DE MARINA
Selma Ancira es mexicana. Su padre es el actor Carlos Ancira. De chica, Selma pasaba horas en el teatro, jugando entre butacas vacías, mientras los actores ensayaban, y oía la cadencia de los parlamentos de obras escritas por Chéjov y Gogol. A los 17 años ganó una beca para estudiar en la Unión Soviética.
Aunque no tenía intenciones de ser traductora, de quedarse a vivir en aquel país o de hablar el ruso, Selma sí deseba viajar y estudiar en Europa. Así fue como, a los 18 años y sin conocimientos de la lengua, llegó a Moscú, donde pasó nueve años y obtuvo un doctorado en literatura. Ganadora de la medalla Pushkin en 2008 por su trabajo como traductora, Selma también tocaba música y cantaba con otros latinoamericanos en Moscú.
Llegó a viajar por la inmensa nación eurasiática y experimentó las diferencias sutiles en el habla de las subregiones. Se topó, casi por accidente, con la escritura de una poetisa compleja, sensible, apasionada, pero que no era conocida entre lectores en español: Marina Ivánovna Tsvietáieva.
Selma Ancira cuenta que a partir de "oír la voz de Marina" no pudo sino traducirla. De ese modo, hizo visible a una poetisa magistral que ni siquiera los poetas latinoamericanos habían leído.
Ha traducido también obras de Tolstoi, Pasternak, Nina Berbérova y otros. También traduce del griego moderno.
COHEN, COMO QUIEN TOCA JAZZ
Marcelo Cohen dirigió una traducción de las obras completas de William Shakespeare al español para la editorial Norma. Cohen –que ha dicho que cada generación debe retraducir las obras de los maestros– tomó decisiones específicas al definir las pautas del proyecto. Eligió trabajar con poetas, narradores y dramaturgos, más que con traductores profesionales.
Cuando le pregunté por qué, contestó que la traducción tiene que surgir de la actitud que un escritor tiene frente a una obra, con menos lealtad a lo técnico-lingüístico y más al espíritu literario. Había que hacer más controles de los manuscritos, pero se preservaba el vigor (o la ligereza) que uno experimentaba al leer el original.
Al escuchar esto, recordé la traducción que hizo Enrique Pezzoni de la obra maestra de Melville, Moby Dick. Profesores míos en Estados Unidos me habían dicho que, por más que Pezzoni fuera un excelente crítico literario, su traducción de esa novela monumental era fallida. Sin embargo, cuando la leí –en contraste con otras versiones– me impactó con cuánta fuerza la "versión libre" de Pezzoni rescata la actitud briosa, fervorosa y a la vez tensa y cauta del Ishmael de Melville.
Cohen ha traducido obras tan diversas como el Fausto de Christopher Marlowe y La máquina blanda y El billete que explotó, de William Burroughs. Ha llevado al español obras de Henry James, de T. S. Eliot, de Philip Larkin, de Wallace Stevens.
Parece demostrar el dinamismo y la movilidad de la mirada y el oído del traductor: es tan sensible al inglés de Joyce como al portugués de Machado de Assis, y escribe con una notable combinación –yo pensaba que imposible, pero tendré que decir ahora "improbable, infrecuente pero real"– de flexibilidad mercurial y precisión. Es ágil y sorprendente.
Cohen hace pensar que traducir es como tocar jazz.
GARRAMUÑO Y LISPECTOR
Florencia Garramuño es argentina. Crítica y profesora de letras argentinas y brasileñas, publica sobre todo libros y artículos de investigación y análisis en su campo. Pensadora analítica, escribe en un tono que, sin dejar de ser claro y preciso, agrada porque permite entrever la pasión con la que hace sus lecturas. Por eso, supongo, construye su trabajo sobre la base de la empatía. Es capaz de ceder ante un tono ajeno y de moverse a un son diferente. Ha traducido obras de Clarice Lispector. Le pregunté cómo había hecho para abordar una narrativa así, con una lírica tan difícil. Su respuesta me sorprendió, porque, a diferencia de traductores como Ancira o Caistor, Garramuño había quedado fascinada por "la imposibilidad de clasificar" la escritura de Lispector, porque podía "albergar a los más diversos lectores" y propiciar una lectura para todos "liberadora y hospitalaria".
Ella describe el proceso de traducir como "un cuerpo a cuerpo con el texto, un contacto íntimo". La manera de describir el objeto de su trabajo refleja su sensibilidad: la literatura es un espacio generoso, que da amparo y que puede liberar. Junto con la intuición usa la herramienta de la investigación. Así como Caistor dice que traduce no al autor sino el texto, Garramuño indica que se traduce también el entorno que produjo aquel texto: la historia cultural y literaria ayudan a afinar el oído de la traductora.
EL SONIDO DEL HAIKU
Alberto Castro Silva es argentino, poeta galardonado en su propio idioma y profesor de literatura japonesa con una trayectoria de enseñanza en Europa, Japón y la Argentina. Traduce directamente del japonés al español, algo que pocos hacen, por lo difícil que es la lengua japonesa, lo complejo de la expresión escrita y la multiplicidad de insinuaciones que puede provocar, por idiosincrasia cultural, por el uso de ideogramas y por un léxico rico en homófonos, terreno fértil para los juegos de palabra. Respetuoso de la traducción (y la lectura) como proceso colectivo, en su antología de poemas japoneses traducidos al español –El libro de haiku (Bajo la luna)– nombra a las japonesas que le revelaron sutilezas del idioma. Los poemas incluidos abarcan varios siglos. Las selecciones se agrupan de acuerdo con las estaciones del año, un gesto de respeto a las pautas inherentes al haiku. Silva ha incorporado hasta en la organización del libro el estilo y el pensamiento ajenos. De hecho, buscó y encontró su propia voz de poeta, porque imitaba la escritura de diversos otros. Convirtió aquello que normalmente hace un traductor en un camino hacia la voz propia. Silva dice que no puede imaginarse traduciendo poesía sin, a su vez, escribir poesía. Creo que más que trazar paralelos entre escribir y traducir, sugiere así que ambas actividades surgen de una misma actitud vital: una actitud atenta al sonido, permisiva y paciente con la repetición, la escritura y la reescritura que, como él dice, no es otra cosa que vivir "el placer de buscar el tono justo".
UN INGLES DE PROVINCIA
Nicholas Caistor ha hecho traducciones literarias del español y del portugués para editoriales importantes, como Faber&Faber, Harvill Press y New Directions, renombrada por su firme compromiso de hacer llegar la literatura extranjera a los angloparlantes. Su perspectiva de trabajo es muy interesante porque no proviene de los estudios literarios, no es novelista ni poeta, sino que fue periodista de la BBC en América latina. Vivió muchos años en Buenos Aires. Considera esencial que el traductor capte no sólo la manera de hablar, sino también los modos de vida de los integrantes de una comunidad. Para hacer sus traducciones –ha traducido a Saramago, a Onetti, a Dorfman, al nicaragüense Sergio Ramírez, a la argentina María Martoccia– le resulta importante haber vivido en los lugares, haber comprendido algo de la política, las hegemonías y las idiosincrasias.
Enfatiza su opinión de que se traduce un texto, no a un autor. Cree que es menos importante "oír" al autor que al entorno en el que creó su narrativa.
Un detalle me pareció también fundamental. Caistor dice que, por ser un inglés de provincias y no un londinense, la idea de vivir en parte dentro de otro idioma siempre le resultaba una atrayente vía de salida, de liberación, para poder escaparse y tomar aire de otros horizontes.