Páginas que se leen sin poder parar
Vargas Llosa parece haber sido fiel a la poética declarada en Los cuadernos de Don Rigoberto: un buen libro debe entretener al lector
Mientras se recorren (sin poder dejarlas) las páginas de El héroe discreto, lo primero que se piensa es que su autor ha sabido ser fiel a la poética declarada en Los cuadernos de don Rigoberto: "La obligación de una película y de un libro es entretenerme. Si viéndola o leyéndole me distraigo, cabeceo o me quedo dormido, han faltado a su deber y son un mal libro, una mala película". Para quien aún no se ha iniciado en la vasta obra de Vargas Llosa, el ritmo atrapante de esta novela, situada en el Perú de nuestros días, puede ser un atractivo comienzo y también una verdadera introducción al mundo cristalizado en novelas anteriores, varios de cuyos personajes retornan en ésta. Como la punta de un iceberg, El héroe discreto oculta un tesoro de alusiones, recuerdos y complicidades para el lector avezado en la literatura del Premio Nobel 2010.
¿Qué vuelve? ¿Quiénes vuelven? En primer lugar, algunos espacios clave, como las ciudades de Lima y de Piura. Y ciertos personajes: don Rigoberto y familia: su esposa Lucrecia, su hijo Fonchito, la empleada Justiniana (Elogio de la madrastra, Los cuadernos de don Rigoberto). También Lituma (La casa verde, Lituma en los Andes), que ahora es sargento en una comisaría de Piura, y algunos sobrevivientes de su tormentoso pasado: dos de los "inconquistables", sus primos José y "el Mono" León. Pero ni espacios ni personajes son exactamente los mismos. Lima y Piura han crecido. Zonas miserables han ascendido a barrios de clase media emergente. La tecnología ha llegado a lugares impensables y aun Piura cuenta con shoppings refrigerados donde conviven varias salas de cine con boutiques de primeras marcas. Salvo Lituma, los ex "inconquistables" han prosperado. Se han vuelto, al menos desde la mirada del policía mal pago, "blanquiñosos y ricos", propietarios, respectivamente, de un taller y de una ladrillera. No obstante, aun en medio de cierto bienestar general, sigue existiendo pobreza, y la violencia toma otras formas. Como la de los sicarios, o las mafias que extorsionan a pequeños empresarios y a comerciantes. Con una amenaza de ese jaez se inicia la tensión dramática que inaugura la novela y que pone en jaque la vida sencilla y rutinaria del "héroe discreto" don Felícito Yanaqué, dueño de la empresa de transportes Narihualá, radicada en Piura.
Los héroes
Si bien el título del libro está en singular, en realidad hay dos héroes, ambos en situación de conflicto (declarado u oculto) con sus hijos varones, y ambos también empresarios, pero de extracción muy diferente. Uno es Yanaqué, "cholo chulucano" de humildísimos orígenes; el otro es el limeño Ismael Carrera, dueño de una exitosa aseguradora fundada por su padre. Aunque Yanaqué se ha hecho desde la nada con ímprobos esfuerzos y Carrera ha heredado su empresa, los dos tienen en común una ética del trabajo y la disciplina, que anteponen a todo otro objetivo, y veneran la memoria de los padres que les han transmitido esos valores. Sin llegar a conocerse personalmente, sus historias se conectarán de todos modos, a través de algunos sucesos por demás extraordinarios.
La parodia humorística y la identificación empática diseñan la imagen de ambos, sobre todo la de Yanaqué, minúsculo y enclenque; a falta de artes marciales, ha sido entrenado en la práctica salutífera del Qi Gong por Lau, un amigo chino muerto en la miseria y el fracaso. En contraste con su apariencia insignificante, este singular "héroe de nuestro tiempo" se obstinará hasta el final en cumplir el juramento que le ha hecho a su padre en el lecho de muerte: jamás dejarse pisotear por nadie. El octogenario Ismael Carrera, agobiado por los disgustos que sus hijos le causan, descubrirá en sí mismo fuerzas insospechadas para enfrentarse a los herederos que esperan su inminente fallecimiento. Los dos hombres, ya viejos o en camino de serlo, imprimirán a sus destinos un giro insólito. También, con suerte dispar, experimentarán la pasión amorosa más intensa de sus vidas.
Los ayudantes, ¿las heroínas?
Los héroes tienen sus ayudantes, y entre ellos se destaca don Rigoberto, el hedonista, diletante y refinado catador del arte y el erotismo (viejo conocido para los seguidores de Vargas Llosa), que decide jubilarse por anticipado de su puesto de gerente en la empresa de Carrera. Sus proyectos para una vejez larga y feliz, dedicado a los placeres del amor y la cultura, se ven complicados seriamente cuando Carrera le pide que sea testigo de su tardío matrimonio con su ama de llaves, que rompe el orden de clases y desatará la ira de sus herederos frustrados. Por momentos, la importancia de don Rigoberto crece hasta el punto de formar un triángulo con los dos protagonistas. También él es padre de un hijo varón (problemático en otros sentidos) y podría decirse que, de los tres, es el más dotado de "discreción", en el sentido de agudeza intelectual que la palabra tuvo en el Siglo de Oro; el más complejo y perplejo ante los problemas existenciales que Carrera y Yanaqué abordan como pueden mediante la acción concreta.
Otros ayudantes, del lado de Yanaqué, son Lituma y el comisario Silva. Si bien primero aparecen de manera casi caricaturesca, como estereotipos de la policía latinoamericana que vegeta en instalaciones anacrónicas, y que es, en el mejor de los casos, inútil, y en el peor, corrupta, van adquiriendo relieves más matizados y significativos. Por otro lado, Adelaida, vieja amiga de don Felícito, lo aconseja con sus "inspiraciones divinas", pero no puede encasillarse fácilmente en los moldes de bruja o curandera.
En la épica masculina de El héroe discreto, las mujeres no son heroínas, sino el objeto de amor de los héroes. Alguna, como Armida (la alusión a Tasso y la novela de caballerías no es casual), conocerá una transformación tan mágica como la de Cenicienta, gracias al matrimonio que la convierte en millonaria. Mantenidas de la "casa chica", sofisticadas esposas (Lucrecia) o víctimas traumatizadas por un pasado de explotación sexual, pelean por un lugar en el mundo a través del sexo, la belleza, la maternidad.
Lenguas y culturas, civilización y barbarie
El "sabor local" no abandona nunca la lengua de la novela, que es rica y variada, y transita múltiples registros discursivos, desde la música y la comida populares hasta las discusiones teológicas. Los localismos y coloquialismos abundan, tanto en las descripciones como en los diálogos: chifa, churre, chambeo, papacito, comadrita, lisura, chavetero, cachaco, che guá, calata, cucufata, chompita, trinchudo, descachalandrada, entre muchos otros, por no hablar de los platos culinarios. En las antípodas del "español neutro", se reivindica la pertenencia cultural específica en un contexto de globalización.
No se ahorra cierta ironía hacia don Rigoberto, que pretende a toda costa salvaguardar un "espacio civilizado" en el microclima de su escritorio, entre grabados, libros de arte y exquisitas interpretaciones musicales, aislándose del entorno para protegerse de la "barbarie". Sin embargo, como le señala Fonchito, aunque añorando Europa, ha pasado en el Perú toda su vida. La cultura, por lo demás, también está en la calle y puede ser autóctona y popular. La redención del dolor por la belleza, el acceso a una dimensión trascendente, se logra tanto desde la música de Cecilia Barraza, la famosa cantante de valses criollos, admirada por Felícito, como desde los clásicos europeos que don Rigoberto escucha en su refugio.
Por lo demás, más allá de las viejas antinomias "civilización
barbarie", Europa/Latinoamérica, hay un estado de barbarie global que encuentra su máximo alcance en los medios de comunicación masiva y en el ejercicio de un pseudoperiodismo "donde parecía salir a flote toda la maldad, la incultura, las perversiones, resentimientos y complejos de la gente".
Padres e hijos, psicología y metafísica
Los vínculos entre padres e hijos, y en otro plano, entre Dios padre y sus criaturas, angélicas y humanas, conforman el eje del relato y su principal núcleo problemático, en relación directa con el gran tema del mal.
Los hijos de los héroes (aunque no todos ellos) son los "villanos" de la novela. Tanto Yanaqué como Carrera tienen una "pareja" de varones, de características físicas opuestas: uno es de tipo europeo y el otro de rasgos indígenas. Pero esto, cabe advertir, no está asociado a una dupla de rasgos morales, sino que funciona más bien como indicador de la identidad híbrida del Perú y de Latinoamérica.
¿Por qué existe el mal? A la luz de los sucesos de la novela, la respuesta más adecuada podría ser la que esboza Fonchito en un ensayo para el colegio: el mal nace de la libertad, un don otorgado por Dios padre. Que esa respuesta sea la conocida para la tradición judeo-cristiana no implica soluciones fáciles, más bien genera otras preguntas: por qué algunos eligen el mal y otros no, de qué manera puede prevenirse o, una vez desatado, corregirse. No parece haber respuestas. El "progreso", en el orden científico-técnico y en el cívico-social, no lo elimina, antes bien lo acompaña como una sombra. Los héroes discretos, ambos "buenos hijos" formados en el rigor, no han podido impedir el mal en sus hijos propios, aunque hayan utilizado distintas recetas educativas, desde el trato espartano hasta la abundancia y la complaciente indulgencia.
Por otro lado, Fonchito, cuyos precoces desvaríos sexuales con Lucrecia (Elogio de la madrastra) presumiblemente han quedado atrás, sigue dando problemas a su padre, don Rigoberto. Ahora cuenta relatos perturbadores sobre las apariciones intempestivas de un misterioso personaje: Edilberto Torres, en quien Rigoberto, a pesar de ser agnóstico y desde sus lecturas goethianas, cree vislumbrar por momentos al mismo demonio, aunque en realidad es Torres quien se dirige a Fonchito llamándolo "Luzbel". ¿Se trata, en efecto, del diablo, es un pedófilo vulgar, una alucinación psicótica, una experiencia de orden metafísico, una fábula inventada por el adolescente para llamar la atención, un símbolo inquietante? Quizás el mayor enigma es el que plantea la personalidad de su hijo, que escapa a las clasificaciones (¿un "ser puro", como lo llama el padre O’Donovan, un monstruo?) y es tan hermoso como Luzbel, el rebelde arcángel caído, portador de la luz.
En cualquier caso, Edilberto Torres le parece a Foncho, por momentos, la viva representación del sufrimiento humano. Lo cual no es del todo contradictorio con sus connotaciones demoníacas: los malos y Satán también padecen. Por otra parte, la imagen de Chronos-Saturno devorando a sus hijos en el terrible cuadro de Goya es aludida más de una vez, y –aunque en sordina– recoloca el foco del mal sobre un Dios que ha entregado sus creaturas a las degradaciones del tiempo y el horror de la muerte.
Homenaje a los géneros populares
La tragicomedia humana, demuestra Vargas Llosa, puede narrarse también con tácticas folletinescas que mantienen en vilo a los lectores, sin derivar por ello en la banalización de problemas y personajes. Esta novela, donde se cruzan con naturalidad la alta cultura y la cultura de masas, es también un homenaje a los géneros populares: el folletín, el culebrón, la película de aventuras. En esa clave, se dice, está escrita la vida real (y también la obra de algunos escritores fundamentales):
Dios mío, qué historias organizaba la vida cotidiana; no eran obras maestras, estaban más cerca de los culebrones venezolanos, brasileños, colombianos y mexicanos que de Cervantes y Tolstoi, sin duda. Pero no tan lejos de Alejandro Dumas, Émile Zola, Dickens o Pérez Galdós.
Felícito Yanaqué se decía que la historia de Armida parecía salida de una de esas películas de aventuras que a él le gustaba ver, las raras veces que iba al cine.
El héroe discreto nos devuelve a lugares centrales en el imaginario del escritor desde una perspectiva renovada, con humor logrado, tono de divertimento y un final parcialmente feliz que no excluye la reflexión y la melancolía. Pero, como don Rigoberto rumbo a su soñado viaje, atravesamos la capa de nubes del cielo bajo, reconciliados de algún modo con la vida.
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