Otra flecha dorada de María Gainza
María Gainza no da entrevistas. Bueno, sí: responde preguntas por escrito, lo que prácticamente restringe la posibilidad de una conversación y la aparición de asuntos periféricos al tema en cuestión. En este caso, “el tema” sería la publicación de Un puñado de flechas (Anagrama), que llegó después de El nervio óptico y La luz negra, acaso una trilogía donde arte, literatura y biografía se entraman de manera inseparable e irresistible. Más que una característica de los libros de esta autora, a estas alturas, esa es una forma de escribir.
Fue todo un acierto, entonces, asistir a la presentación pública de este nuevo libro en la búsqueda de algunas respuestas (ya no a preguntas propias) más espontáneas, menos medidas. Ella sabe como es esto, es periodista. “Una noche me fui a dormir periodista y a la mañana me levanté escritora”, dirá la crítica de arte cuando reconozca sin reparos que el éxito le llegó demasiado rápido, que no estaba preparada y que esa súbita transformación se la debe a la generosidad de Mariana Enriquez, que un día le compartió el contacto de su agente literario en España, junto con una sugerencia: “¿Por qué no juntás todo eso que tenés escrito?”.
Ahora que ya es famosa, para escucharla la gente llega hasta la vereda de la librería Verne, en Villa Crespo, cerca de donde vive (“será por eso que accedió a venir”, bromeaban). Entre escritores –además de Enriquez, Esther Cross, Mauro Libertella–, galeristas y artistas –Orly Benzacar, Guillermo Kuitca, Cynthia Cohen–, muchos lectores a secas siguieron de pie la charla, moderada por el dueño de casa, Maximiliano Tomas, y el “académico” Patricio Fontana, que escribió un texto analítico, inteligente y divertido para abrir el encuentro. “Siempre quise tener un académico en mi mesa”, confesó Gainza, sentada en medio de ambos, con unas pocas anotaciones que mantuvo entre las manos como ayuda memoria, por si se quedaba en blanco o entraba en pánico. Los presentadores habían atravesado previamente la zona de promesas, para no encender el pudor de la autora: todo duraría no más de una hora, no se excederían en elogios. Además de ser breve (“importantísimo”, coincidieron los tres), Fontana se comprometió a no incurrir en spoilers, y pivoteó sobre una pregunta que atañe al trabajo de la “narradora y esquiva protagonista”: ¿En qué blanco dieron las fechas que hasta ahora disparó?
Tomas remarcó dos o tres cosas muy ciertas sobre los libros de Gainza, “que desafían al lector hasta llevarlo a preguntarse: ¿qué es lo que estoy leyendo?”, lo pone a googlear referencias, títulos de cuadros, a leer de manera hipervincular, lo que para muchos ya es una marca de esta era. Subrayó su “capacidad de mentir, de disfrazarse, de duplicarse”. La segunda verdad va de la mano de la anterior. Aseguró: “Uno termina los libros de María Gainza creyendo que sabe más de lo que sabía antes de empezar”. Ejemplificó con el descubrimiento de un término para referirse a la alegría que genera el bienestar de otras personas: muditā.
Así es como Gainza sorprendió en la periferia del asunto: reveló su insólita atracción por la farándula y el chisme televisivo (“la comedia humana”); reconoció que muchas veces no recuerda las cosas que escribe (o que escribe “para olvidar, para sacarse algo de encima, para drenar”); se refirió a la enfermedad, a una internación que la marcó y a un síntoma de cataratas que intempestivamente una vez casi la deja ciega (“El nervio óptico se hizo en esa situación”); contó las razones por las que Arlt y Aira le dan ganas de escribir y, al contrario, Pascal Quignard no le “enciende la mecha”.
Escribir sobre la presentación y no estrictamente del nuevo libro de Gainza es una forma de adherir al pacto antispoiler. Los quince ensayos que lo integran merecen esa delicadeza. Sí diré que, si como le confió una vez Francis Ford Coppola, el artista viene al mundo con un número limitado de flechas doradas que irá lanzando, para beneficio de todos los lectores ojalá aún le queden a ella unas cuantas en su carcaj.