Opus diabolo, un instrumento monstruoso que materializó la megalomanía nazi
La historia del órgano Walcker 2500, el más grande de la historia, se remonta a una orden de Hitler, quien consideraba que la mejor manera de perfeccionar su abrumadora estética fascista era conmoviendo a las masas con un sonido gigantesco
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Hay una paradoja en la representación de un instrumento que, si bien la historia de la música ha identificado como la voz de Dios, la cultura del cine la ha asociado a la voz del mal. Desde el misterioso Capitán Nemo en Veinte mil leguas de viaje submarino, pasando por el inspector de La pantera rosa y el mayordomo de Sunset Boulevard, hasta el Maestro Forte que pugna contra el amor en La Bella y la Bestia, son incontables los ejemplos de villanos cultos que ha recreado el cine tocando un órgano tubular. Esto en la ficción, pero ahora en la realidad: el instrumento monstruoso que materializó la megalomanía nazi.
En 1935, uno de los líderes del partido, el secretario privado del Führer, Martin Bormann, le encargó a Oskar Walcker, el mayor fabricante de órganos del mundo, un instrumento para la sala Luitpold en Nuremberg, la ciudad sede de las congregaciones nazis. La orden venía de Hitler que consideraba que la mejor manera de perfeccionar su abrumadora estética fascista sería conmoviendo a las masas con la mise-en-scène de un sonido gigantesco, tan monumental, tan brutal y aterrador como las águilas imperiales que escoltaban su tribuna. Imposibilitado de satisfacer el pedido en el plazo obligatorio de 12 días, Walcker hizo montar un órgano que había diseñado en honor a Lutero para una iglesia en Berlín. El ejemplar resultó demasiado modesto para las dimensiones de la sala (180 metros de largo, 60 de ancho y 25 de alto para 30 mil personas de pie), demasiado intrascendente para las ambiciones del Reich.
Recién para el congreso de 1936, la famosa firma organera, proveedora del Vaticano y de toda Europa desde el s. XVIII, firmó la contratación del que se convertiría en el órgano más grande del continente —220 registros, 5 manuales y más de 16.000 tubos que implicaron una odisea en plena carrera armamentista, con cifras que impresionan de solo imaginar la logística de la construcción y del transporte desde los talleres en Ludwigsburg hasta la instalación en Nuremberg—, un artefacto de escala inhumana en sus proporciones y sonoridades, signado con el número de Opus2500.
El contrato estipulaba que además de su potencia natural, como si acaso fuese necesario aumentarla, “el órgano debía ser amplificado para las manifestaciones masivas sin afectar la afinación ni la calidad del sonido” y, la pauta que con mayor descaro revelaba la utilización del arte como herramienta de propaganda, “que no podía acaparar la atención por su magnitud ni belleza (motivo por el cual fue ubicado casi oculto detrás de unas columnas de estandartes con esvásticas rojas), sino servir a la causa nacionalsocialista animando el espíritu del partido nazi”.
El organista Eduard Kissel lo estrenó en público en octubre de 1936, pero nada quedó en pie de ese delirio. Las bombas incendiarias lo destruyeron por completo en los ataques aéreos de 1942 cuando las tuberías se fundieron en el calor, los vidrios explotaron, los metales se derritieron, las maderas se volvieron cenizas y las estructuras del colosal recinto se redujeron a basura y escombros.
Descubrí esta historia mientras preparaba un artículo acerca de la restauración de otro órgano Walcker, el del Templo Libertad. Buscando información sobre su mecanismo (construido en Alemania en 1931, instalado en Buenos Aires en 1932) surgió el dato de sus 1.637 tubos. ¡Vaya ironía al escribir sobre el instrumento de una sinagoga porteña! Me detuve en la página siguiente del archivo alemán sorprendida ante el impactante número —diez veces mayor— de un ejemplar desaparecido: los 16.013 tubos del Opus 2500. Terminé el artículo con la cita del organista Ulrich Eckart explicando que “son las resonancias que retumban en las cavidades del cuerpo humano”, lo que al hombre se le revela como la voz de dios. Y hoy agrego, al contrario, los ecos creados para insuflar una ideología del terror, aquello que, como la voz del mal, los herederos de Walcker llamaron Opus Diabolo.