Opinión: de “Fahrenheit 451″ a “Cometierra”, cómo empezó todo
De la novela de Ray Bradbury que imagina un futuro distópico de libros prohibidos a la lectura colectiva de la ficción de Dolores Reyes: el autor recorre casos emblemáticos de ataques contra obras y escritores
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Todos los que amamos la lectura y los libros nos sentimos tocados por Fahrenheit 451, la novela de Ray Bradbury que imagina un futuro distópico de libros prohibidos y bomberos encargados de descubrir y quemar las bibliotecas clandestinas. Lo que no siempre recordamos es que, según se narra en el primer capítulo, el proceso “no bajó desde el Gobierno. No hubo decretos, ni declaraciones, ni censura en un principio, ¡no! La tecnología, la explotación en masa, la presión de las minorías fueron suficientes… ¿A las personas de color no le gusta El negrito Sambo? Quémalo. ¿Los blancos se sienten incómodos con La cabaña del Tío Tom? Quémalo. ¿Alguien escribió una obra sobre el tabaco y el cáncer de pulmón? ¿Los fumadores lloran? Quema la obra.”
Esta novela de 1953 ofrece una imagen cabal del modelo de censura “a la Americana”, dónde ésta no emana en un principio de las arbitrariedades del poder de Estado, como una imposición de arriba hacia abajo, sino que se origina, o parece originarse, en un pedido de ‘la gente’: asociaciones civiles, padres de escuelas, creyentes de diversos credos; el estado entonces, benévolamente, atiende a esos reclamos y retira los libros de las bibliotecas públicas o escolares, los prohíbe, eventualmente los quema, real o simbólicamente.
En el año lectivo 2023-2024, más de 10.000 libros fueron retirados de las bibliotecas escolares de los EE.UU., según consta en el informe del Centro PEN: https://pen.org/book-bans/. Allí, la organización dedicada a la protección de la libertad expresión en todo el mundo señala que se trata mayormente de obras de autores de color, LGBTQ+ y mujeres, cuyos temas incluyen el racismo, cuestiones de género y situaciones sexuales – en especial cuando se presentan desde el punto de vista femenino, o incluyen historias de violaciones y abuso sexual.
Este es el modelo que está siendo copiado hoy en día en nuestro país. La reciente avanzada del gobierno nacional, de propagandistas adeptos y de periodistas afines sobre algunos libros y autores incorporados por el gobierno de la provincia de Buenos Aires a las bibliotecas de la escuela secundaria sigue aplicadamente este patrón. No debería llamarnos la atención, así, que el ataque se haya centrado en cuatro obras escritas por mujeres –Cometierra de Dolores Reyes; Las aventuras de la China Iron, de Gabriela Cabezón Cámara; Las primas, de Aurora Venturini y Si no fueras tan niña, de Sol Fantín- cuyas temáticas incluyen el femicidio, el abuso sexual, la homosexualidad y la crítica del patriarcado. El ataque va más allá del pedido de retirar los libros de las escuelas y de la denuncia penal contra el director de Cultura y Educación provincial Alberto Sileoni, sino que incluye el acoso y las amenazas personales a algunas de las autoras, en especial a Dolores Reyes y su familia.
Vuelvo sobre la palabra ‘copiado’. Si algo caracteriza al nuevo gobierno nacional es su casi absoluta carencia de ideas propias: le alcanza con comprarlas, junto con sus métodos, en los foros internacionales de la extrema derecha, a los cuales el actual mandatario es tan afecto y donde le dan la letra que luego repite y las instrucciones que sigue al pie de la letra. No es casual, entonces, que desprecien y agredan a educadores, investigadores y artistas: si nosotros hasta ahora nos hemos arreglado lo más bien sin ellos, parecen pensar, lo mismo valdrá para el país entero.
El caso que estamos tratando es apenas una instancia de un proceso global que llega a nuestras costas tardíamente. Como propone Pablo Stefanoni en ¿La rebeldía se volvió de derecha?, el fin de la Guerra Fría trajo aparejada la necesidad de construir un nuevo enemigo para reemplazar al colapsado comunismo soviético. Se empezó a proponer, entonces, que ‘la batalla’ había sido ganada en la economía y la política, pero se había perdido en la cultura: los ‘marxistas’, ya sea en su propio rostro o disfrazados de actores, artistas, feministas, personas trans, ecologistas e indigenistas, se habrían atrincherado en universidades, institutos de investigación, en el periodismo, en ciertos partidos políticos, para someter a la ‘gente común’ a lavados de cerebro, para llenarlos de la culpa o la vergüenza de ser blancos, varones, heterosexuales, colonialistas, etc. etc.
El nombre que le dan a este adversario proteico y gaseoso es lo de menos: marxismo cultural, progresismo woke, batalla cultural, lucha contra la casta: lo importante es proponer una fórmula reconocible, una marca, un hashtag al cual los adeptos y aun los irresolutos reaccionarán pavlovianamente, segregando odio e insultos, generando adhesiones irreflexivas, impidiendo cualquier discusión o argumento. Porque la supuesta batalla cultural ya no se libra con ideas, sino con meros estímulos, y su campo de preferencia será sobre todo el de las redes. La eliminación del Salón de las mujeres de la casa de gobierno en el Día Internacional de la Mujer, el cierre del INADI, el desfinanciamiento del CONICET y de las universidades públicas, los intentos de desmantelamiento del INCAA, del FONA y del Programa Sur de subsidio a las traducciones, la difusión de un video celebrando “El día de la raza”, las solitarias votaciones en contra de las dos resoluciones de la Asamblea General de la ONU sobre derechos de los pueblos originarios y la protección de niñas y mujeres, el rechazo a la Agenda 2030, los ataques a la ESI y esta intentona de purgar las bibliotecas escolares no son hechos aislados, sino parte de una agenda internacional que localmente se va cumpliendo a rajatabla, etapa por etapa, respondiendo siempre al desafío autoimpuesto de posicionar a nuestro país a la derecha de la ultraderecha.
Para quienes vivimos la última dictadura, la palabra ‘censura’ evoca una entidad monolítica que desciende desde alturas insondables, una bota que nos aplasta, un sudario que nos cubre y nos asfixia. ‘Allá arriba’ habrá sin duda algún personaje tal vez concreto, tal vez mítico, que nos impone su moral, su visión, sus gustos. Esa imagen no ha perdido toda su vigencia - ahí está, para demostrarlo, nuestra vicepresidenta – pero no da cuenta de los nuevos procedimientos, minuciosos y múltiples, mediante los cuales se instala en grandes sectores de la población la convicción de una amenaza o un problema. Padres convencidos o que se dejan convencer, periodistas, tuiteros e influencers, vaporosas asociaciones surgidas como por generación espontánea tejen entre todos una trama en la cual la censura parece venir de todas partes a la vez. Las diversas iglesias, por ahora, no se han sumado a la liza, lo cual también es una novedad, que esperamos se siga manteniendo.
No creo que sirva desechar a estos muchos atropellos como mera barbarie: los valores invocados podrán ser los mismos retrógrados y pueriles que recordamos de otras épocas, pero los métodos y las estrategias son nuevos, y efectivos en su coordinación no centralizada, y reclaman de nosotros nuevas respuestas. En los EE.UU., éstas van desde las demandas judiciales de editores contra los censores, a acciones individuales o colectivas, coordinadas a través de asociaciones como PEN America. Entre nosotros, esta mañana más de cien autores realizamos una lectura pública de las obras cuestionadas en el teatro Picadero. Seguramente habrá otras, porque se impone dar respuesta, no necesariamente a cada provocación, pero sí a cada ataque concreto, si no queremos encontrarnos un día rastrillando las cenizas, preguntándonos “cómo empezó todo.”
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