Olivia Gallo: "Leer es mucho más placentero que escribir"
Las hojas de un fresno se mueven con el viento y dibujan lunares de sombra en su cara. El sol vertical cae sobre los pómulos satinados como la camisa que lleva. Frente a la parada ahumada del 39, Olivia Gallo refleja la luz del mediodía como las mujeres que pintaba Vermeer. "¿Querés anteojos negros?". "No, está bien", dice Olivia, y levanta la pera en un gesto desafiante de gracia aristocrática o elegancia gatuna. O ambas. Con esos ojos marrones captura imágenes mientras camina o viaja en colectivo. Una vez vio pestañas pintadas con rímel y pensó que eran tan curvas, gordas y negras como las patas de un escarabajo. "Ahí, paro y hago anotaciones en el celular", dice la escritora de 24 años, que se convierte en mujer y autora a lo largo de las páginas de Las chicas no lloran. A veces todo (un cuento, una vocación) puede empezar por una imagen. Como esta: dos mujeres en camisón, madre e hija, comparten frazada en la cama. Olivia tiene siete años y antes de dormir se acurruca junto a su mamá y, como ella, lee. Los libros de Olivia son esos de chicos, con letra grande y dibujos. Su mamá, la editora y escritora Mercedes Güiraldes, lee el suyo y le dice "pasá la página si terminaste". Pero la hija no quiere. Va a esperar a que su madre termine para dar vuelta la hoja. Nace una sincronía que se hace evidente en la dedicatoria del libro: "Para Mercedes". Y también en el epígrafe, donde cita a Kate Moss: "Mi mamá siempre me decía: No podés divertirte todo el tiempo, y yo respondía: ¿Por qué no? ¿Por qué mierda no me puedo divertir todo el tiempo?".
Las chicas no lloran (publicado por la editorial Tenemos las máquinas) contiene doce cuentos de un coming of age por momentos angustiante. Porque crecer duele y no sólo en las rodillas. Es una maratón llena de postas tan resbaladizas como peligrosas: infancia, adolescencia y juventud. Olivia corre y se desgarra, pero no se le agita la voz. Toma distancia y escruta a esa chica que siente en el pecho por primera vez "el nudo horrible y hermoso de la nostalgia" al ver el polvo sobre el papel de celofán en "Caramelos ácidos de limón". Las imágenes pueden tocarse y olerse. Y ella conoce el olor adolescente como el de la remera de su amiga Mora: "Una mezcla de su perfume afectadamente dulce, con algo de transpiración y un poco del olor tibio de las sábanas de su casa".
Dice que cuando era chica era casi muda. No tanto como para que la llevaran a la psicopedagoga, pero sí para guardar ese aire y en cambio de soltar palabras, pensarlas. Como tantos escritores, Olivia siente que es más fácil escribir que hablar. Su rincón preferido era su cuarto, con el corcho donde pegaba las fotos, y el desorden como regla natural de la adolescencia. "Me gustaba leer o mirar tele. Estar sola. Estaba mucho encerrada en mi cuarto. Todavía soy así. La timidez queda, pero un poco menos. Soy muy exigente con mi escritura. Con otras cosas, no. A veces escribía cosas en mi diario y me desilusionaba. Le ponía demasiada presión", dice, y se ríe mostrando unas paletas anchas y apenas adelantadas como rasgo que revela algo de su identidad. Olivia es una sabia centennial. Si miraba a un grupo de chicos tirarse de cabeza a la pileta como una manada de delfines despreocupados, le daba envidia. Ella nunca fue así. Y lo explica en "El lugar más seguro del mundo", su segundo cuento: "Nunca fui una de esas chicas sin miedo. De esas que avanzan por la vida como si el mundo fuese un gran supermercado lleno de ofertas accesibles y llamativas. Yo siempre tuve miedo, siempre tuve vergüenza".
De padre historiador y madre editora, Olivia nació el 18 de mayo de 1995 y se crió entre Palermo y Belgrano. Ella siempre supo que quería estudiar Letras. Era verano y se despedía del uniforme del Cristoforo Colombo. "La salida del colegio me costó. Me fui entristeciendo –dice Olivia, mientras frota su aro plateado, un tic permanente cuando busca palabras y reflexiona-. Era mucha libertad de repente". En esas vacaciones de 2012 se anotó en el taller de escritura creativa de Santiago Llach. Todavía se acuerda de la primera consigna: escribir un cuento sobre el día en que nació.
-En cuanto a la lectura, ¿tu mamá te dejaba a Madame Bovary cerca de la heladera para acercarte a los libros?
-No sé si me los daba tanto, pero si me acuerdo de verla a ella leyendo mucho. Crecí en una casa con una gran variedad de libros, todos muy a mano.
-¿Sentís que escribir es una vocación?
-Nunca sentí que la literatura era algo que yo descubría, sino que era algo que tenía muy adentro. Y siempre quise hacer algo con eso; escribir, aun cuando no escribía. Supongo que eso es una vocación, aunque la palabra me suena a algo más místico, y para mí escribir es algo bien terrenal.
-¿Es posible rastrear ese primer momento en que empezás a escribir historias?
-Me acuerdo de escribir varios principios de intentos de novelas, a los once años o algo así, en una computadora de mis viejos. En ese momento, empezaba a leer libros de Jane Austen y las Brontë, aunque rara vez los terminaba. Quería hacer novelas que pasaran en el siglo XIX, con protagonistas mujeres que usaran vestidos difíciles y anduvieran en carruajes. Y que sufrieran. Me trababa escribiendo unas descripciones larguísimas y los dejaba por la mitad. Más adelante, en el colegio, tuve una profesora de Lengua que nos hacía escribir todos los viernes un cuento. Esa obligación me ayudó.
-¿Cuáles son los libros que más te impactaron de adolescente?
-Pasé por varias etapas; en la preadolescencia fue Mujercitas y ya un poco más grande, El guardián entre el centeno. Ocio, de Fabián Casas también; no había leído, hasta ese momento, a ningún escritor argentino contemporáneo, y los clásicos (Borges, Silvina Ocampo, Cortázar) parecían instituciones: muy lejanos, medio temibles. La literatura de Casas era algo que sentía más cerca, y después de leer Ocio empecé a leer a otros autores y autoras contemporáneos/as.
-¿Qué encontrás en la lectura que no hallás en la escritura?
-Leer, para mí, es mucho más placentero que escribir. La escritura es más neurótica, más esquiva. Leer no requiere casi nada de esfuerzo, es más liberador. Nunca me pongo de mal humor cuando leo, pero a veces sí cuando escribo.
-¿Cuánto hay de autobiográfico en tu trabajo?
-En todos los cuentos hay elementos de la realidad deformados; ningún cuento es enteramente ficticio. Pero, en cuanto a los argumentos, la mayoría son inventados. De las imágenes casi ninguna es inventada.
-El tema del suicidio está muy presente en tus cuentos…
-Cuando empezamos a editar el libro dudaba porque sentía que había muchos. Eran de una época en la que yo era más chica. Es raro decir que era más chica. Pero de veinte a veinticuatro años crecés un montón. Después hubo un cambio. Al principio yo pensaba que el argumento tenía que ser muy movilizante. Entonces, escribía cosas muy terribles y después lo fui dejando. En los cuentos más recientes el texto no se apoya tanto en el argumento, sino en las cosas que están alrededor del argumento. Traté de trabajar el lenguaje y poner la atención en describir escenas y metáforas, más que en buscar un argumento que fuera impactante.
-¿Cómo definís tu estilo?
-Creo que es un estilo que trata de mostrar bastante. Las imágenes son lo más fácil para mí. Es una escritura no tan reflexiva y más de imágenes y escenas, más del show, don´t tell (mostrar, no contar).
-Toni Morrison, Premio Nobel de Literatura en 1993, que murió en agosto pasado, dijo: "Uno tiene que trabajar muy cuidadosamente sobre lo que está entre las palabras. Es lo que uno no escribe lo que frecuentemente le da poder a lo que escribe". ¿Este estilo te sale naturalmente?
-Creo que me sale para no escribir de manera muy sobrecargada. Siempre termino sacando más. Para no cargar demasiado termino sacando lo más posible. Es el resultado un poco de eso.
-¿Qué es lo que no puede faltar en una buena historia?
-Poesía. Es una respuesta que suena cursi, pero de verdad lo creo. Cuando era más chica pensaba que lo que no podía faltar era un buen argumento, pero ahora sé que los argumentos, para mí, se quedan cortos si no van acompañados de imágenes poéticas.
Olivia construye imágenes poéticas que hipnotizan por lo que callan. La autora, que se encuentra trabajando en un nuevo libro de poemas, apunta al terreno de la memoria y se convierte en una francotiradora de los recuerdos.
-¿Cuál es tu cuento favorito?
-Va cambiando con el tiempo. Pero siempre me acuerdo de uno de Magalí Etchevarne que se llama "Furia contra la máquina". En un momento está describiendo a una chica y dice algo así: ella estaba ahí fumando con esa cara de puta desganada. Yo quería ser esa chica mala y distante. Pero no soy así. Viste que Patti Smith dice en el libro que escribió sobre el fotógrafo Robert Mapplethorpe (Éramos unos niños o Just Kids, en su idioma original) que él era un chico bueno tratando de hacerse el malo y ella era una chica mala tratando de hacerse la buena.
-Y vos, ¿quién serías?
-No sé si puedo decir que soy buena. Me gusta algo de la distancia que tiene la maldad, entre comillas. Ese sentir que no te importa nada. Cuando sos tímida, sos muy consciente de lo que te pasa y de cómo te miran los demás, y me gustaba eso de no estar tan preocupada.
"Yo le seguía teniendo miedo a casi todo, pero había desarrollado un mecanismo de defensa para que ese miedo no afectara mis experiencias amorosas: me convertí en una especie de anarquista emocional, una nihilista del sexo", escribe Olivia en "El lugar más seguro del mundo".
-El miedo es una nota constante en la mayoría de los relatos ¿cómo surgió la idea de este cuento?
-Venía pensando en hacer un cuento que transcurriera en Mar del Plata, que fue el lugar donde pasé casi todas mis vacaciones de verano. Y supongo que un poco la idea era mostrar cómo un personaje crece ahí, en un ámbito de vacaciones, un poco al margen de la vida más "real" o cotidiana.
En el ensayo que Virginia Woolf dedicó a Jane Austen escribió: "Una de esas hadas que se posan sobre las cunas debió de llevarla en vuelo por el mundo al poco de nacer. Cuando volvió a dejarla en la cuna, Jane no solo sabía qué aspecto tenía el mundo sino que además ya había elegido su reinado". La cuna de Olivia estaba en Palermo frente al Botánico y la plaza donde tantas veces se acercó a alimentar a los gatos. La sabiduría y distancia con las que narra lo que pasó ayer hacen pensar en un recorrido de avistaje similar. Pero la geografía de su reinado no puede ser más distinta. Olivia se desplaza hacia la costa argentina, esa Mar del Plata de casas de piedra y hortensias delanteras, donde alguna vez sintió el bajón después de tomar éxtasis como una especie de tristeza prehistórica y latente que despertaba en su cuerpo. Al campo de la abuela en Capilla del Señor donde aprendió a andar en bicicleta con su amigo Tomi, hasta que la pubertad alteró sus cuerpos y cambió todo. En "El susurrador de caballos" escribe: "La cercanía casi fraternal que teníamos había sido reemplazada por una distancia breve pero intensa, como la que toman los cowboys antes de dispararse en los westerns". La narradora vuelve a los bares de Palermo donde camina por pasillos largos iluminados por luces rojas, y viaja a San Antonio de Areco donde piensa, mirando a otra mujer, que ser una persona simple y alegre debe ser lo más difícil del mundo. O se sienta a la mesa familiar donde los padres empiezan a hablar de un amigo en un tono preocupado. "Al resto de sus amigos les decían que había tenido un episodio, y cuando decían esa palabra yo pensaba en capítulos, como los de una novela o de una serie". Si bien la narradora es muy chica en "Caramelos ácidos de limón" y se ahoga en su propia risa hasta ponerse roja cuando la agarran de los tobillos y la ponen boca abajo, es una esponja hambrienta de imágenes y metáforas. Incluso entonces Olivia ya se dedicaba a la escritura.
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