Obras de arte rotas y subastadas en la caótica acción de cierre de la Bienal de Performance
Una obra de Nicola Costantino está tirada sobre el piso, con un gran hueco en el medio que le hizo a hachazos uno de los enmascarados que destruyeron toda la muestra: sólo quedan restos de piezas de Marta Minujín, Liliana Porter, Marcos López, Roberto Jacoby, Mariana Telleria y otros referentes del arte argentino.
Cada parte es subastada ahora entre cientos de personas que acaban de ver perplejas cómo todo se reducía a pedazos en cuestión de minutos. "¿Quién da más?", pregunta el rematador. "Se usa como arte o como mesa para comer; se arregla y no se nota", propone, antes de dejar caer el martillo para sellar un récord cuando una mujer ofrece 410 pesos. "¿Quién no quiere un Jacoby?", insiste Emilio García Wehbi a continuación, mientras ofrece un pedazo de auricular roto.
Con esta caótica acción programada se cerró anoche la tercera edición de la Bienal de Performance BP19, en la sala Imán de la Fundación Cazadores, en Chacarita. "Un Banksy destruido vale más que el original", recordó hace minutos Maricel Álvarez en referencia a la obra del artista anónimo británico, triturada por él mismo segundos después de haberse rematado por casi un millón y medio de dólares.
En su rol de curadora de la efímera muestra Vida y muerte del concepto clásico de utilidad, la actriz no dejó a nadie bien parado: artistas, galeristas, curadores, coleccionistas y directores de museos fueron criticados por igual, en un ácido y desopilante monólogo plagado de citas a pensadores contemporáneos.
"¿Cuánto vale el arte? El límite es el cielo para una obra invaluable, en esta burbuja financiera que auspicia Chandon", dijo Álvarez al señalar la falta de "un ente regulador", días después de que una escultura de Jeff Koons con forma de conejo se rematara por más de 91 millones de dólares. "A los estafadores del engaño -agregó- les conviene decir que el arte no tiene precio."
A modo de ejemplo recordó el caso de la Mierda de artista enlatada por Piero Manzoni, que llegó a venderse por 275.000 euros. Expuesta por primera vez en 1961 en una galería italiana, la obra conceptual consistió en una provocación a las leyes del mercado, al equiparar con el valor del oro el del excremento "creado" y firmado por un artista.
"El humor es una herramienta muy efectiva: sirve para llegar a ciertos lugares de manera más fácil. Aligera, ayuda a radicalizar pensamientos sin sonar pretencioso", dice a LA NACION García Wehbi, autor de los textos de la performance.
Incluido el análisis curatorial de esta muestra ficticia integrada por obras reales (donadas por sus autores, cómplices del simulacro), que se enreda en una serie de citas y términos complicados hasta culminar en una sucesión de símbolos ilegibles. Cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia.
Este artista interdisciplinario se unió a Álvarez, actriz reconocida a nivel internacional, para formar un cóctel -literalmente- explosivo. Desde 2015 impulsan La Columna Durruti, grupo productor de esta performance, con un equipo formado en la escena independiente de las artes escénicas.
Desde el principio, sus acciones apuntaron a derrumbar los mandatos heredados y "destruir los iconos de la cultura". Comenzaron por las raíces: cuestionando nada menos que a la familia como institución, con performances que también culminaron con una anárquica destrucción de objetos simbólicos.
En esta ocasión, a modo climax de la Bienal de Performance, arremetieron contra la escena del arte contemporáneo y su relación con el mercado. Claro que el recurso de la destrucción, en este terreno, no es nuevo. Justamente fue ése fue el título que Minujín le puso a su primer happening, realizado en París en 1963. Consistió en permitir que otros artistas intervinieran sus obras realizadas hasta entonces, para después quemarlas mientras liberaba cientos de pájaros y conejos.
Dos años antes, un grupo de artistas informalistas había abierto el camino al arte de acción al exhibir Arte destructivo, una muestra integrada por desechos encontrados y sonidos perturbadores en una de las principales galerías de arte de Buenos Aires.
"Nosotros decimos siempre: la destrucción sirve para trabajar con el despojo, con el resto. Como cuando uno quema el prado en el campo para que lo que nazca, lo haga con más fuerza", aclara García Wehbi. "Si se quemaran el MoMA o el Louvre, ¿qué obra salvarían? -dirá Álvarez al interpretar su texto-. Lo único que habría que salvar es el fuego, para empezar todo de nuevo."
Estas ideas radicales tienen mucho que ver con el nombre del grupo, La Columna Durruti, inspirado en las milicias populares anarquistas que participaron de la Guerra Civil Española y fueron lideradas en sus inicios por Buenaventura Durruti. Ocho décadas después, toman cuerpo en estos enmascarados que ahora dibujan con aerosol rojo un voluminoso pene sobre el "Cristo" de la última cena recreada por Marcos López, antes de arremeter contra la obra a hachazos.
Un final dramático y provocador para esta tercera edición de la bienal, dirigida por Graciela Casabé y curada por Álvarez. La autocrítica y el humor habían marcado el tono desde la conferencia de prensa, realizada semanas atrás, que cerró con un video del colectivo de artistas Young-Hae Chang Heavy Industries. "Si no sabe hacer un corno -anunciaba la obra-, tiene un futuro prometedor como artista de performance. El artista de nuestros tiempos."
Inaugurada en 2015 con la participación de la artista serbia Marina Abramovic, considerada "la abuela de la performance", la bienal presentó este año una veintena de trabajos, incluidos los del italiano Romeo Castellucci y la francesa Gisèle Vienne, en otras tantas sedes de Buenos Aires, Vicente López y Córdoba.
Entre las propuestas más atractivas se destacaron Ronquidos oceánicos, una siesta colectiva que incluyó masajes para el público y escenas eróticas entre humanos y delfines, y Estás conduciendo un dibujo, un paseo en moto a ciegas por la ciudad. Todas experiencias destinadas a destruir, por lo menos, el concepto tradicional de lo que consideramos arte.
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