Nueva visita al mundo feliz de La Menesunda
Tuve una experiencia alucinógena sin haber consumido ninguna sustancia psicoactiva: me zambullí dos veces en el mismo río, con medio siglo de diferencia entre la primera y la segunda vez. Obviamente, ya no era el mismo río. Pero, a la vez, era el mismo. Heráclito y Parménides convivieron en mí: todo fluye y todo es uno, eterno e inmóvil.
En 1965 yo tenía 11 años. Era un niño al que le gustaba el arte y que solía ir habitualmente al Di Tella. En mayo de ese año se anunciaba La Menesunda, creada por Marta Minujín y Rubén Santantonín. No se permitía el ingreso de menores (entre otras cosas, porque había una pareja en una cama), pero fui igual y una señora del público se apiadó de mí. Armó un escándalo. Vino alguien que tenía cierto poder en el Instituto Di Tella y autorizó mi recorrida (acompañado por la señora).
De la versión de 1965 quedó grabado en mi memoria algo que era insólito para la época: yo me vi en la TV. Una cámara oculta tomaba la imagen de cada participante y se nos reproducía en TV por circuito cerrado. Que yo sepa fue la primera vez que se hizo algo semejante a nivel mundial en una obra de participación masiva. Era como viajar a la Luna.
En 2015 yo tengo 50 años más y La Menesunda ha sido reconstruida según la versión de Minujín (Santantonín murió en 1969) con el aporte de archivos documentales.
Si bien la memoria no sólo es falible sino también maleable, La Menesunda que recorrí el viernes pasado es casi idéntica a lo que yo puedo recordar haber recorrido antes.
Al terminar de recorrer la obra por segunda vez sentí que Marta Minujín había dado una vuelta de tuerca mágica en su capacidad de cambiar el mundo: se transformó en una Pierre Menard de sí misma. Como el personaje de Borges, que quiere escribir exactamente el mismo Quijote que Cervantes, y termina demostrando que no hay nada más distinto de una obra anterior que hacer la misma en otro contexto, sospecho que Minujín debe haber sentido lo que sentí yo al recorrer de nuevo La Menesunda: que es, en lo material, tan igual a la anterior que es lo más diferente de aquella que podamos imaginar en términos conceptuales.
En 1965, la clase media porteña estaba accediendo masivamente al consumo cultural sofisticado: los Beatles y la música pop, Mafalda, la nueva publicidad gráfica y televisiva, la omnipresencia de los medios masivos, la sociología y el psicoanálisis, la militancia política como forma de darle sentido estético a la vida.
Visto a medio siglo de distancia, 1965 aparece como el año ícono de una época ingenua, desconocedora feliz del futuro de sangre y fuego que le esperaba a la sociedad argentina.
En 2015, con Internet, redes sociales, celulares inteligentes, 32 años ininterrumpidos de vida democrática, La Menesunda es otra cosa. Por un lado, el recuerdo de que todo tiene una historia, hasta lo que olvidamos. Por otro, que el arte siempre es igual a sí mismo, porque cambia tanto que se transforma en lo que ya era.
El autor es crítico cultural
@rayovirtual
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