Además de alterar el ritmo planetario, la pandemia nos lanzó hacia un mañana que trae tanta incertidumbre como posibilidades, y frente al cual vendrá bien poner a punto la más antigua de las destrezas: el encuentro con los otros
El tapabocas que cuelga junto a las llaves, la botella con lavandina, la multiplicación de pantallas en la geografía hogareña y el susurro del Zoom, la clase de gimnasia virtual, las voces de los compañeros de trabajo que hace tantos meses –como los amigos, la familia, el aula escolar– son exclusivamente eso: una voz, un mensaje de WhatsApp, una imagen a veces más pixelada que otras.
La pandemia no vino para quedarse, porque de pandemias, pestes y la supervivencia a esas y otras hecatombes está hecha nuestra humanidad. Esto que hoy vivimos, como tantas otras cosas, algún día va a pasar y apenas será un recuerdo. Para los más afortunados quedarán una o dos anécdotas pintorescas, para la gran mayoría, la huella del miedo. Y para muchos, demasiados, la catástrofe económica o el trauma devastador de la muerte en soledad de un ser querido.
La pandemia, que algún día acabará, nos deja su estela y la pregunta por un futuro que, sospechamos, ya comenzó. Incluso podría haber estado asomando –esquirlas del mañana diseminadas por ahí– antes de que el coronavirus –ínfimo entre los ínfimos, forma de vida a la que algunos siquiera otorgan la entidad de "organismo"– nos sumergiera en este descomunal baño de humildad.
La pandemia, con su letal multiplicación de víctimas, no vino tanto a inaugurar fenómenos como a descorrer velos. Ahí estamos, parapetados tras nuestras pantallas, mirando de frente a lo real
Porque la pandemia, con su letal multiplicación de víctimas, no vino tanto a inaugurar fenómenos como a descorrer velos. Ahí estamos, parapetados tras nuestras pantallas, mirando de frente a lo real. La desigualdad no es nueva, pero el virus la volvió más obscena; la violencia de género ya estaba, pero el encierro la potenció; el pasaje de los vínculos a la escena virtual hace rato que ocurría, pero hoy, repentinamente, descubrimos lo agobiante de su omnipresencia. Por no hablar de los "esenciales": ¿quién no sabía lo fundamental que era para su cotidianidad el trabajo de médicos, enfermeros, maestros, cajeros de supermercado, repartidores de delivery? Ya eran esenciales; también mal pagos y peor protegidos.
Sin embargo, hay algo más crucial que, en su sinceridad descarnada, dejó expuesto el virus. La vida es incierta, siempre lo fue. Y el mañana nunca, jamás, ni en los tiempos más primorosamente organizados (si algo así hubiera existido alguna vez) fue territorio sencillo de prever.
La vida es incierta, saberlo es inquietante, y allí van los esfuerzos por acotar el misterio: hacemos planes, diseñamos agendas, coordinamos citas, damos exámenes, establecemos grillas, nos proponemos metas. Trazamos las coordenadas, el surco contenedor que nos protegerá de la intemperie. Entonces ocurre lo impensable: una forma de vida ínfima y un tanto parasitaria se escabulle de los parámetros convenidos, encuentra su propio cauce y desquicia los planes del mundo, nuestras vidas y lo que proyectábamos para ellas.
John Berger decía que la esperanza es un acto defe. Y que, para sostenerse, la fe necesita de acciones concretas. Por ejemplo, escribió, "la acción de aproximarse, de calcular la distancia y caminar hacia el otro". Ir hacia el otro, reconocerlo, ejercitar la sencillez transformadora de la colaboración. De eso se trata.
Allá afuera, el futuro que ya empezó nos dice que habrá que repensar cómo habitar las ciudades, que tal vez–quién lo sabe– el tapabocas permanezca durante un buen tiempo incorporado a nuestro vestuario, que habrá que mejorar la conectividad porque todos usaremos aún más los dispositivos virtuales, que el mundo fue, es y será feroz, y que a cada quien le toca acotar el espacio de esa ferocidad.
Antes de la pandemia, el filósofo Byung-Chul Han sugería, ante la demanda omnívora de la sociedad del cansancio global, aprender a construir ciertos paréntesis. Podría parecer simbólico, pero su planteo era literal: proponía cultivar un jardín.
Es que la historia avanza a grandes trancos, mientras las pequeñas vidas siguen su pequeño ritmo y hacen lo que pueden. Ir hacia los otros, cultivar un jardín, qué más atemporal y cargado de futuro que cualquiera de estas dos acciones. No está claro qué nos espera del otro lado de la puerta, el día en que el coronavirus comience a ser recuerdo. Pero podemos empezar a tejer nuestro propio mañana, conjugarlo en presente y desplegarlo como un abanico amoroso, abierto a lo que vendrá.