Nosotros y los miedos
Terror, pánico, pavor. ¡No, por favor, no puedo ni pensarlo! Me asusto, me alarmo, es un espanto. Todos tenemos algún miedo, hasta aquellos que se declaran livianamente hipofóbicos, peligrosamente carentes de esta emoción. Ya lo decía el título unificador de un viejo programa de televisión a comienzos de los 80: Nosotros y los miedos. Los mejores actores argentinos encarnaban en ese ciclo episodios de títulos subyugantes: “Conocer al enemigo (miedo al cáncer)”, “El espejo (miedo a ver)”, “Un caño en común (miedo a decidir)”, “Me quedo aquí, quieto (miedo al mundo)”. Lo veía con mi papá, un hermoso y evidente irresponsable que autorizaba esta transgresión a su hija menor –¿qué tendría?, seis, siete años– con la sola condición de su compañía.
Desde chica me llamó la atención que la misma cosa que a uno puede causarle una aversión paralizante a otro sea capaz de darle risa. Real o inexplicable, ocasional u obsesiva. No importa. Si, en definitiva, esa cosa genera turbulencia o atraviesa como una espina filosa, no es más serio temerle al apocalipsis que al número 3 o a un objeto inanimado (los globos, los muñecos; una amiga por ejemplo tiene koumpounofobia: sí, hay un nombre para la fobia a los botones). Escribo “espina” y ahí está: tengo miedo a las espinas del pescado, pero sobre todo me espantan los gatos (diría que padezco ailurofobia), y sólo en determinadas ocasiones, pero cruciales, debo confesar un tipo de vértigo horroroso que no me deja seguir adelante: si lo que está por debajo de mí se mueve. Me sentí tontamente aliviada al respecto cuando leí que casi el 20% de las personas tienen miedo a las alturas y que para cerca del 5% de la humanidad estas suponen un auténtico horror. Estaba escrito en el Atlas de las fobias y las manías (Blackie Books), de Kate Summerscale, un libro fascinante que ahora convive en el mismo estante de la biblioteca con otro de la misma colección, el Atlas de las emociones, custodiados por un diccionario de dioses griegos donde no falta Fobos, claro.
Del mostrador de mi librería amiga recientemente me traje un Catálogo de miedos ridículos (Galería Editorial) que contiene 58 especies llevadas al collage con mucha gracia por Lupe Sendra –me hizo acordar a Cosas que piensas cuando te muerdes las uñas (Espasa), un robusto best seller ilustrado de la colombiana Amalia Andrade, que fue viral hace unos años–. Un disparador y muchas respuestas. “¿Cuál es tu miedo ridículo?”, preguntó la autora a los demás para exorcizar el propio, y así le dio cuerpo a este volumen de apariencia infantil, tal vez por las cartulinas de colores que representan las frases: “A perder el control”, “A dejarme las llaves dentro de casa”, “A olvidarme como respirar”. (Están también las espinas del pescado y los botones: amiga mía, no somos tan originales).
Uno que aparece en todos los libros es el miedo a terminar las cosas, que no es exactamente igual a que las cosas se terminen. En el Estudio Los Vidrios, una sala del barrio de Villa Urquiza, se está presentando ahora una obra de Florencia Werchowsky que pareciera no contener miedo alguno, salvo por el título: Ensayo del fin del mundo. Son cinco bailarines y un cantante, haciendo lo que hacen a diario. Nada extraordinario. O sí: completamente extraordinario es que los de afuera los estemos viendo calentar, estirar, probar, pifiar, ponerse desodorante o repelente. Matarse de risa. Pienso una paradoja, sentada en la grada: si acaso el apocalipsis ocurriera en este instante, estaría al mismo tiempo presenciando la generación de algo nuevo. Y escribo rápido en el buscador de Google: “¿Cuándo es el fin del mundo?” Una nota periodística del año pasado recuerda que, según un científico de Harvard, no sé qué ecuación matemática realizada en 1960 arrojó una fecha precisa. No falta tanto. ¡Qué miedo da el margen de error! Al fin y al cabo, si no hubiera un mañana, este ensayo que, me temo, nunca estará terminado, sería un buen final para estas seis criaturas y para todos los demás también.