¡Nos habíamos sonreído tanto!
Hace unos días, recibí por email la reproducción de un supuesto bando de época, vaya uno a saber de qué siglo, de origen italiano. Me hizo mucha gracia. Decía: “Ha terminado la Navidad. Aviso a toda la población. La simulación de paz y amor ha terminado. Pueden volver a comportarse como de costumbre”. Una noticia expuesta con la llana sinceridad de la cocina italiana, donde uno sabe lo que tiene en el plato. Hay en Italia, una larga tradición de dichos populares y también ilustres y eruditos contra la Navidad; un hecho muy lógico en un país que, durante siglos, luchó contra el poder papal o lo apoyó. La Iglesia no es una cuestión tan sólo espiritual en la península; por el contrario, tiene intereses muy terrenales en toda la Bota, mezclados, como es inevitable en el Cielo y en el Infierno, con el Mal. Eso se hace evidente hasta en pequeños detalles políticos de época. Durante el período fascista, antes de que se llegara a un convenio entre el Estado y la Chiesa, se buscó desterrar de la ornamentación navideña el “arbolito”, porque esa tradición era de origen nórdico, no italiano, y tenía sulfurosos aromas paganos. La decoración de raíz itálica se encarnaba tan sólo en el pesebre. Durante casi diez años, en los hogares del eximperio romano, se libró una lucha ideológica y, al mismo tiempo, religiosa, entre el pino y el pesebre. Hasta que la batalla cesó. Se impuso el mercado. Cualquier emblema navideño de consumo es bienvenido.
En la década de 1950, Italia estaba dividida políticamente entre la Democracia Cristiana y el Partido Comunista. El periodista y escritor católico Giovannini Guareschi puso en escena ese conflicto en una serie de cuentos y novelas que se desarrollaban en una pequeña ciudad de provincia, donde el alcalde, Peppone, era comunista, pero tenía enfrente, como rival, a un carismático y hábil sacerdote, Don Camillo (en italiano con doble “l”; traducido al español con una sola “l”). Los dos, cada uno a su modo, eran santos; en el fondo, estaban de acuerdo en todo; pero tenían que simular por razones partidarias, hasta entre ellos mismos, una rivalidad política más bien retórica; todo en tono de comedia o francamente cómico. Best seller inmediato, trasladado al cine de modo triunfal. Peppone y Don Camilo estaban interpretados por dos actores estupendos: el italiano Gino Cervi y el francés Fernandel. Libros y películas se hicieron famosos en todo el mundo. La Guerra Fría se hacía “calda” en la iglesia de la ciudad. Sin embargo, Peppone y Camilo se protegían de modo recíproco. El equilibrio “europeo” y “parroquial” se mantenía, tal como ocurría en el mapa mundial. El enfrentamiento entre las dos ideologías, la marxista, y la católica, nunca superaba las costumbres y los humores “a la italiana”. Internacionalmente, se usaba la expresión “a la italiana” para indicar que los dramas no eran tales, que la sangre nunca llegaría al río. La música italiana, ya fuera de ópera o popular, volvía amables, hasta gozosos, los debates encarnizados. Todo se terminaba con palmadas en la espalda. Por cierto, hubo momentos de zozobra. Por ejemplo, empezaron a aparecer sacerdotes de imponentes barbas que pertenecían vaya a saber a qué ejércitos, acompañados por secretarias (una rubia; otra, morena) que atendían no sólo a las necesidades administrativas. La población miraba al trío del cura y sus asistentes con desconfianza, pero también con la seguridad de que, como todo, también esa moda pasaría. En efecto, pasó. La vieja y cortés tradición de la década de 1950 fue reemplazada por costumbres más serias, casi salvajes; el humor “a la italiana” se evaporó. No quedó ni el humor, ni “a la italiana”. Fue una pena: ¡nos habíamos sonreído tanto!
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