Noche sangrienta de gloria teatral
Hay noches en las que el teatro parece recuperar su origen religioso y alcanza la perfección del rigor estético que sabe establecer límites hasta en el delirio y en la “espontaneidad” inspirada en los autómatas humanos del siglo XVIII. Eso ocurrió en el estreno de Bela Vamp, el monólogo (¿aunque no hay dos voces y dos personajes?) escrito y puesto en escena por Alfredo Arias e interpretado por Marcos Montes en la sala de El extranjero. El escenario está a oscuras. Cuando se hace la luz blanca (iluminación: Matías Sendón), se ve una cámara negra vacía, salvo por una mesa y dos sillas. Entre los cortinados del lado derecho se desliza subrepticiamente una sombra suave mientras suena la música de “The Cold Song” (La voz del frío), de Henry Purcell (1659-1695), cantada por la voz bellísima y desgarradora del contratenor Jakub Josef Orlinsky. La sombra resulta ser un hombre alto vestido con smoking negro y cubierto por una capa también negra. forrada en seda roja. El pelo está peinado hacia atrás, brillante por la gomina (vestuario de Julio Suárez). Es Bela Lugosi, caracterizado como Drácula, que avanza con lenta solemnidad a pasos iguales y rítmicos, como quien cumple un severo ritual mágico o esotérico. Su trayectoria hasta llegar a la mesa está hecha de líneas rectas ensambladas. La cara de Bela está pintada de blanco; sus ojos. de negro, y su boca, de rojo, tiene bordes negros (maquillaje; Matías Nazareno).
La historia de la obra está basada en una circunstancia real. A partir del momento en que interpretó de modo insuperable a Drácula en Broadway en 1927 y en la película Drácula (1931), de Tod Browning, Bela Lugosi tuvo que luchar contra el personaje que lo hizo célebre. Ese film se convirtió en un clásico, se difundió en todo el mundo y Bela nunca más pudo liberarse del vampiro, ni éste de su intérprete. Los dráculas posteriores de otros actores adoptaron hasta los tics de Lugosi. A éste sólo le ofrecían papeles de terror o peripecias de la misma criatura.
En Bela vamp, Bela va al consultorio de la psiquiatra Dra. Dorothy Couch, que habla con acento norteamericano; ella es famosa porque todos sus pacientes terminan por suicidarse. El actor que no puede vencer a su personaje va a ese consultorio no en busca de cura, sino de su suicidio.
En la vida real, Lugosi había sido un gran actor teatral en Hungría, la patria de su padre y la patria cultural del intérprete. Bela había triunfado en el teatro húngaro en todo tipo de papeles clásicos. Era un hombre de ideas de izquierda, un gremialista, y debió huir de su país. Terminó por refugiarse en Estados Unidos, donde se hizo un lugar en la vida teatral, a pesar de su pesado acento extranjero. Marcos Montes lo dota en la obra de un acento inventado con genialidad; el rasgo más gracioso es que transforma la “u” en una mezcla de “u” y “v”, característica de algunos emigrados “mitteleuropeos”, en particular de judíos (Bela no lo era), que es un detalle cómico y, a la vez, trágico, porque revela el drama de la emigración. Bela y la Dra. Couch dialogan cada uno con su propio acento. Hay dos personas en escena, pero ella tiene sus propios ojos de mujer ávida escondidos en los angustiados de él. Brillan de astucia femenina y se oscurecen con amenazas; en cierto momento, Dorothy canta con gracia dos canciones en inglés con la bella voz y la perfecta entonación inglesa de Montes. Lección magistral de desdoblación escénica.
Un párrafo aparte merece la coreografía diseñada por Arias y Montes para los movimientos de Drácula. Las veces que Bela echa a volar su capa e invade la escena con su rojo revés de seda son escenas de danza inolvidables. Sublime Alfredo-Marcos Lugosi. Cincuenta minutos de gloria teatral.
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