No vimos bastantes muertos
Una de las lecciones que aprendí en los veintiún años que pasé pateando la geografía de las catástrofes, es que donde no hay foto, donde no hay imagen que mostrar, no hay reacción. Si no enseñas, no conmueves; y además, la gente cree que el drama no va con ella, o que ocurre demasiado lejos como para preocuparse, o que eludir la realidad la pone a salvo. Sobre eso y otras cosas relacionadas escribí hace tiempo una novela titulada El pintor de batallas, quizá la más personal y descarnada de cuantas he escrito en estos treinta años, pues tiene poco de ficción y mucho de realidad. Recuerdos, remordimientos y fantasmas personales.
Ocurrió muchas veces cuando era reportero: la lucha diaria, crónica a crónica, telediario a telediario, entre los que estábamos allí, donde fuera, queriendo mostrar el horror para sacudir conciencias y provocar reacciones, y la censura de ciertos jefes empeñados en que no fuésemos demasiado explícitos en lo que mostrábamos. Sangre, pero no demasiada. Muertos, pero pocos y de lejos. No hiramos sensibilidades, decían. No seamos morbosos, etcétera. No le estropeemos la negociación a Javier Solana, el pacificador de Europa, porque hoy le toca besarse en la boca con Radovan Karadžic. Y aquellas maneras de hace tres o cuatro décadas condujeron a hoy, cuando sale un presentador o presentadora de telediario con cara muy seria, dice gravemente «les advertimos de que van a ver imágenes muy duras», y acto seguido, en una información sobre el zambombazo de Beirut, te enseñan una manchita de sangre en el suelo, una señora llorando y un par de féretros a lo lejos. Los muy imbéciles.
Ha vuelto a ocurrir, y seguirá ocurriendo. Durante los meses de pandemia que llevamos en el currículum, el horror ha galopado a lo largo y ancho del mundo, España incluida, y supongo que seguirá haciéndolo durante un tiempo más –el día que me alcance a mí se darán cuenta, porque escribiré en Twitter Váyanse todos a la mierda–. Sin embargo, las imágenes cercanas de ese horror nos han sido cuidadosamente ahorradas por las autoridades encargadas de que durmamos bien por las noches, no nos angustiemos demasiado, no nos turben imágenes demasiado duras en los periódicos ni los telediarios, hasta el punto de que una fotografía de prensa que mostraba ataúdes fue muy criticada en las redes sociales, por desconsiderada y morbosa. Y eso ya no fue el gobierno, sino el público soberano. O sea, que no es sólo que el presidente Sánchez, el ministro de Sanidad y su fiable portavoz Simón nos hayan estado vendiendo por dosis una normalidad y una seguridad que no eran tales, sino que tenían mucha razón al hacerlo, pues lo que la peña deseaba oír era precisamente eso. Que todo estaba bajo control y que era cosa de cuatro días.
Todo lo demás se quedó fuera: fotos que no hemos visto de los ancianos que morían solos en residencias, dolor de familias enterrando a familiares de los que no podían despedirse, rostros enfermos y agonizantes, lágrimas de esa vecina mía que en dos semanas perdió a su marido, a sus padres y se vio ella misma con su hija en un hospital. Los cuerpos amontonados en las morgues, la desesperación, la angustia, la muerte de cerca y en directo. Los resultados de la vida, en fin, cuando la naturaleza, que no tiene sentimientos, se muestra despiadada y mortal. Todo eso nos lo han escamoteado, ocultado a petición propia; y en su lugar hemos tenido a docenas de políticos contándonos su puta vida en lugar de la verdad, empresarios perjudicados, médicos y enfermeras ensalzados como héroes pero al mismo tiempo amordazados para que no gritasen su horror y desesperación, viudas y huérfanos filmados de lejos para que las lágrimas no salpicasen la lente de la cámara ni se oyeran sus gritos de dolor o cólera. Hemos aplicado a todo eso los filtros sociales de rigor, con el resultado de que cientos de miles de personas han creído que esto era un pequeño inconveniente que les ocurría a otros, pasajero y relativo. Hemos olvidado, sobre todo, que el ser humano es un animal tan estúpido que ni mostrándole de cerca el horror, ni restregándole la cara por la sangre, es capaz de sentirse personalmente afectado. Hasta que le toca a él, claro. Hasta que llaman a la puerta y aparece el cobrador del frac y uno pone cara de gilipollas mientras su mundo, sus seres queridos, su vida entera, se van a tomar por saco.
No nos han enseñado suficientes muertos. Por eso todos estos meses de tragedia y dolor no han servido para un carajo. Y aquí estamos. Acabando agosto puestos de coronavirus hasta las trancas. Protestando porque no nos dejan bailar en las discotecas.
Más leídas de Cultura
“Enigma perpetuo”. A 30 años de la muerte de Liliana Maresca, nuevas miradas sobre su legado “provocador y desconcertante”
“Me comeré la banana”. Quién es Justin Sun, el coleccionista y "primer ministro" que compró la obra de Maurizio Cattelan
De regreso al país. Sergio Vega, un coro de loros y el camino que va del paraíso al antiparaíso