No todo tiempo pasado fue mejor
Es muy difícil escapar de esta paradoja, que es a la vez una trampa mental y la fuente de muchos de nuestros padecimientos. La historia entera de la civilización, incluso los orígenes de nuestra especie, de todo lo que vive y hasta de este planeta y del cosmos que lo rodea aparecen en nuestra mente como algo del pasado. El pasado carece de dimensión. Lo percibimos al revés que al presente, que tiene la consistencia del ahora, y al revés también que al futuro, que sentimos vasto y, por un sesgo indispensable, esperanzador.
El pasado, todo el tiempo pasado, en cambio, ocupa una dimensión nula en nuestras mentes. Podemos recordar años de nuestra vida y, de forma muy abstracta, ponerles fechas al Neolítico, a Esquilo, a la dinastía Ming, a San Martín. Pero lo que alguna vez ocurrió ya no transcurre.
Dejando de lado una docena de especulaciones cuánticas y místicas, que son muy interesantes, pero que no vienen al caso, el hecho es que tenemos la impresión de que el pasado está ahí, quieto. Tal vez es interesante y por eso lo estudiamos, lo llevamos al cine, de algún modo lo revivimos, pero sabemos que ya está, que fue, que no es actual, que es historia. Esto, que ninguno de nosotros discutiría, porque es de sentido común, porque es obvio, resulta también ser en gran parte falso. Y contiene, además, una falacia monumental (estamos en tiempos de falacias) que puede traer consecuencias a futuro. Intentaré explicarme.
Prácticamente todas las condiciones de vida a las que estamos acostumbrados son el resultado del esfuerzo de generaciones. Ni siquiera estoy hablando de individuos o, todavía más, de individuos cuya existencia la historia ha olvidado o que nunca registró. Fue preciso, para casi todo lo que damos por sentado hoy –eso que aceptamos como la nueva normalidad– la voluntad, el sacrificio y el trabajo en soledad de legiones de seres humanos que en general no llegaron a ver el fruto de sus desvelos, de sus visiones, de esa idea ardiente que obsesiona a algunos, la de que el mundo podría ser un poco menos peor.
Después, sí, claro, logramos enfocar en individuos. Llamémoslos héroes. Es lo mismo. Las estatuas no actúan. El bronce no emite ninguna radiación. Y todos creemos que el mundo siempre fue como era en el momento en el que nacimos. Sabemos que no es así, pero no lo advertimos. Estamos atrapados en la confortable ilusión del hoy.
Creo que fue Aristóteles el que dijo que el presente es el límite entre algo que ya no existe y algo que todavía no existe. La trampa mental nos hace creer que siempre fue normal la libertad de expresión, el caminar sin miedo por la calle, la jornada laboral de ocho horas (y que los niños no trabajen), disponer de heladeras (la principal causa de muerte hace 2000 años eran los alimentos en mal estado), que te administren anestesia para sacarte una muela (eso es muy reciente) o que, como me ocurrió la semana pasada, pueda hablar por videoconferencia con mi mujer, que estuvo en Inglaterra unos días.
Pero luego, a la noche, por la diferencia horaria, se hacía un silencio pasmoso donde caía en la cuenta de que estábamos en hemisferios distintos y que nos separaba un océano.
Casi todo lo que hoy es usual alguna vez fue, de mínima, una fantasía delirante, cosa de locos, de soñadores supuestamente desconectados de la realidad, y, de máxima, algo herético e indignante.
Lo que me lleva a la falacia. Nosotros, todos nosotros, somos el pasado de las generaciones por venir. La historia no terminó y siempre habrá cosas por mejorar, injusticias que desanudar, inequidades obscenas o normalidades que en el futuro avergonzarán a nuestros descendientes. La bidimensionalidad del pasado nos impide ver que somos también pasado. La decisión que cada uno debe tomar, si decide llamarse adulto y responsable, si tiene hijos o nietos, si está aquí para honrar la vida, es si somos el pasado de un mundo mejor. O si no lo somos.