“No te va a querer todo el mundo”, sentencia Isabel Coixet, la cineasta española que ama los libros
Una compilación de escritos que acaba de distribuirse en el país agrupa las reflexiones de la directora de “La librería” y “La vida secreta de las palabras” sobre temas de actualidad, recomendaciones de películas, series y música
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“Los textos que se reúnen en este libro han sido publicados en El Periódico de Catalunya, en El País y en Crónica Global, en los últimos cuatro años -advierte la directora de cine catalana Isabel Coixet en el ‘antiprólogo’ de No te va a querer todo el mundo (Malpaso)-. Si he ofendido a alguien con ellos, pido perdón desde ya, porque mi intención era esa”. Con una introducción de Berta Monge fechada en 2020, el volumen se distribuye recién ahora en la Argentina. Reúne crónicas y recuerdos, homenajes y listas al estilo de Joe Brainard (”Me sorprenden las camelias y los bosques de bambú. Me sorprenden las sorpresas. Me sorprenden James Salter y Gustave Flaubert y Adolfo Bioy Casares. Y Clarice Lispector y Flannery O’Connor y Carson McCullers”), escritos sobre cine, política y viajes, y recomendaciones de series, películas, libros y música. Se asemeja a otra compilación de artículos publicada por la autora en 2011: Alguien debería prohibir los domingos por la tarde.
Isabel Coixet (1960) es una directora que ama la literatura y, especialmente, en lengua inglesa. Desde la exitosa Mi vida sin mí, basada en un cuento de la estadounidense Nanci Kincaid, hasta sus películas basadas en novelas como La librería (sobre la obra homónima de la inglesa Penelope Fitzgerald), Mi otro yo (sobre un libro de la escocesa Catherine MacPhail) o La elegida (basada en Elegía, del estadounidense Philip Roth), en su obra cinemotagráfica hay referencias a escritores de todo el mundo, de Julio Cortázar a Vladimir Nabokov, y de Kenzaburō Ōe a Natalia Ginzburg.
Tanto cuando se refiere a la amistad y el feminismo como al nacionalismo catalán y el inevitable paso del tiempo, Coixet deja entrever su pasión por los libros. La directora y guionista (que en 2010 estuvo al cuidado de un homenaje al escritor británico John Berger en Madrid) interpreta la lectura como un modo de conectar en forma genuina con los otros (lo mismo pasa, en su opinión, con el cine y la música). “Hay un instante de resplandor cuando uno comparte un vagón de tren con alguien que lee con avidez un libro que tú has leído y de repente os ponéis a hablar del autor y pasáis a hablar de la vida y la muerte y el amor y de otros libros y de otras películas -escribe-. O cuando descubrís que una cajera de setenta años de un supermercado de una ciudad perdida escribe poesía en sus ratos libres y se pone a hablar de Rimbaud y os reís de ‘su corazón encogido en un bol de sopa’, y su sonrisa ya no es la sonrisa de una septuagenaria, sino la de una adolescente de catorce”.
Algunos pasajes imperdibles de No te va a querer todo el mundo.
Sylvia Plath
Desde mi adolescencia, como muchas mujeres de todas las generaciones, Sylvia Plath ha supuesto un icono, una leyenda, y también una especie de faro de luz negra, como todas las poetisas que se han suicidado: Pizarnik, Anne Sexton (que pensaba que Plath le había robado protagonismo suicidándose antes que ella lo hiciera). Durante mucho tiempo, fue la infidelidad de Ted Hughes (un poeta inmensamente respetado en el mundo anglosajón y totalmente impenetrable, debo confesar, para mí) la que supuestamente empujó a Plath a meter la cabeza en el horno, pero, después de leer los diarios de la autora y todas las biografías que he podido encontrar, no consigo desprenderme de la sensación de que a Sylvia Plath la mató el ansia de perfección. Ella tenía que ser la autora más perfecta, la perfecta amante, la perfecta esposa, la madre perfecta, la mejor cocinera del mundo, la más hacendosa, la que horneara las tartas de ruibarbo más deliciosas, la que remendara los pantalones con más destreza, la más ingeniosa, la mejor hija: la mujer maravilla, Wonder Woman, la mujer imposible.
Autoayuda
Hoy, las librerías poseen secciones enteras destinadas a la autoayuda con libros que prometen, de manera rápida, indolora y fácil, solucionar cualquier problema, desde la soledad a la depresión, pasando por la caspa o la pobreza. Estos manuales amenazan con fagocitar a los libros de filosofía, que se defienden como pueden, utilizando también colores llamativos y títulos sensacionalistas en los que se repiten como un mantra los términos “en tres días”, “para siempre” y “en tu poder”. A veces parece que la única diferencia entre estos es que los autores de los libros de autoayuda salen sonrientes en la foto de la contraportada, mientras que los filósofos salen invariablemente serios. Conocidas figuras de la televisión, pseudocharlatanes, hijos e hijas de semifamosos escriben sin miedo al ridículo decálogos para ser más feliz, más alto, más listo y hasta más guapo, para alcanzar el nirvana, la riqueza, la alegría y la paz y el poder mental, en cómodas lecciones que, hasta en algunos casos, permiten el acceso a una app para monitorizar los progresos, de haberlos.
Cultura de la cancelación
¿Cómo hacemos ahora? ¿Prohibimos canciones, boicoteamos películas, quemamos libros? Otras veces, desde estas páginas, he dicho que preferiría no saber muchas cosas de autores a los que admiro. Pero una vez que sabes algo, ya no hay manera de ignorarlo. Hay mucha gente indeseable en este planeta, pero muy pocos de esos indeseables han escrito “Billie Jean” o Grandes esperanzas (Dickens se ha unido al grupo cuando ha salido a la luz su comportamiento con su mujer). En mi cabeza, voy a intentar establecer una división (que no creo que sea más ética o más justa que otras): una cosa es la obra, otra, el o la que la crea. Voy a disfrutar de las canciones, las películas, los libros o las coreografías, sin tener en cuenta a quienes las crearon.
Sally Rooney
En los últimos años, he leído buenas novelas, grandes novelas, novelas mediocres, inanes, irrelevantes, excelentes, pero puedo contar con los dedos de una mano las novelas que me han tocado la fibra, hasta el punto que creí que quizás mi fibra había ya desaparecido. Cuando terminé Normal people, sentí el impulso de volver a leerla. Y lo hice, y lloré aún más. Desde que terminé esta doble lectura, no dejo de preguntarme qué tiene este texto para conmoverme así. Los protagonistas de la novela, Marianne y Connell, tienen apenas trece años cuando empieza la novela, veintiuno, quizás veintidós, cuando esta se acaba. Son irlandeses. De clases sociales diferentes. Casi de planetas diferentes. No hay crímenes, ni mujeres en trenes o ventanas, ni asesinos en serie, ni intriga propiamente dicha, ni dragones, ni apocalipsis ni épica en esta novela. Marianne y Connell se acercan, se alejan, se aman, dudan, cada uno piensa que al otro no le importa lo bastante, se deprimen, sufren, gozan y el vals que nos narra Sally Rooney termina siendo una historia de amor cercana, honesta, pura y bellísima.
Jeanne Moreau
Bastaba su presencia para iluminar la pantalla, su rostro contaba una historia que transcurría paralela a la historia de la película, distanciándose, alimentándola. La noche, de Michelangelo Antonioni, enfrentada a un Marcello Mastroianni con aspecto de tenerle miedo. Las tres películas que hizo con Orson Welles, un director que intentó seducirla sin éxito y que supo sacar su parte vitalista y alegre en Falstaff y su parte tenebrosa en El proceso. Ascensor para el cadalso y Les amants, con Louis Malle, con el que tuvo una relación y que dijo de ella “que abandonaba a los hombres en la cuneta”. Nathalie Granger, con Gérard Depardieu, dirigidos por Marguerite Duras. El diario de una camarera, dirigida por Luis Buñuel. Jeanne Moreau se codeó con las mentes más estimulantes del último siglo: Jean Cocteau, Jean Genet, Marguerite Duras, Blaise Cendrars, Henry Miller, Tennessee Williams, André Gide… y sedujo hasta el final de sus días a todo el que se le puso por delante.
La hermana menor, de Mariana Enriquez
Un retrato fascinante de Silvina Ocampo, la escritora argentina que siempre permaneció a la sombra de su hermana mayor, la formidable Victoria Ocampo, y de su marido Adolfo Bioy Casares. Alguien a quien me hubiera gustado conocer.
Ian McEwan
Estoy a punto de acabar la última novela de Ian McEwan [Máquinas como yo], que cada día me hace pensar un poco más en el mundo que nos espera o que ya está aquí. McEwan mezcla la cronología de la historia y hace contemporáneos el conflicto de las Falkland (o Malvinas, según se mire) con la creación de androides tan evolucionados que pueden pasar por humanos. El protagonista, un hombre sin grandes aspiraciones ni cultura ni ideales, decide invertir una herencia en la compra de un robot. No mide las consecuencias que este acto va a tener en su vida y en la de su novia, y dota al androide de una ética poderosa y coherente. Es una novela sorprendente y engañosamente lineal. Cada noche antes de dormir, sus páginas sacuden mis sueños y los pueblan de personajes de metal que se toman la justicia por su mano.
Amistad
La profundidad de una amistad no puede juzgarse por la proximidad o la regularidad en la comunicación, sino por la generosidad con la que cada uno acepta las faltas del otro. Es una manera de sentirse humano, vulnerable, aceptado: los amigos nos aceptan como somos porque nosotros también los aceptamos a ellos en un pack completo, aunque nos molesten sus tics, alguna manía o incluso cuando no nos pongamos de acuerdo sobre la bondad de las croquetas de un bar o la genialidad de Xavier Dolan, la amistad es capaz de remontar desacuerdos profundos, disensiones, criterios diametralmente opuestos.
Mark Zuckerberg
Cada vez que leo cómo Amazon, Starbucks o Facebook se las apañan para, facturando en países X, emitiendo los pagos desde Z y recibiendo desde Q, ahorrarse auténticas fortunas, me pregunto por qué, en vez de salir a la calle por chorradas, no nos tiramos a la calle a protestar violentamente contra esta injusticia flagrante. Porque bastaría con que estos tipos pagaran impuestos como todo el mundo para que un montón de problemas, incluidos el hambre en el mundo y la educación universal, tuvieran remedio inmediato. Y aquí viene lo peor: ¿por qué todos los que somos plenamente consciente de esta aberración seguimos dándoles dinero a los que nos roban? ¿Porqué? ¿Es masoquismo? ¿Negligencia? ¿Abulia? ¿Debilidad? ¿Por qué no reclamamos a nuestros gobiernos que lo hagan? ¿Por qué lo aceptamos con resignación fatalista? No puede ser. Cada vez que veo la cara de Zuckerberg, me dan ganas de cruzársela y de hacer que me firme un talón. Sin rechistar.
Mujeres y poder, de Mary Beard
Este pequeño libro de la historiadora Mary Beard es un prodigio de sabiduría, ironía, sentido común y conocimiento con argumentos apoyados en el enciclopédico saber de la autora. Desde Medusa a Teresa May, Beard traza un recorrido sobre las actitudes frente al poder de las mujeres. De esos libros que deberían estar en todos los colegios donde los alumnos todavía leen en vez de “googlear” contenidos masticados.
Harry Dean Stanton
Sonreía a menudo, pero siempre tenías la impresión que lo hacía a pesar suyo. Era un personaje de Faulkner encarnado en un ser de una delgadez de alambre, pálido, ceniciento, de ojos mates y dedos nudosos. El bar donde cantaba a menudo en Los Ángeles se llenaba siempre de amigos y acólitos y fans como yo, que asistíamos con solemnidad y aguantábamos sus cambios de humor, sus crípticos monólogos, sus desplantes, sus canciones marchitas que él desafinaba con un estilo único. A menudo, repetía una frase de Twin Peaks, que todos coreábamos: “Llevo 75 años fumando, nunca me he sentido mejor”. Recuerdo esas actuaciones con fervor: él y Frank Sinatra son los artistas más carismáticos que he visto nunca sobre un escenario, y a ambos les vi cuando ya cumplían más de setenta otoños.
Nathy Peluso
La argentina con acento indecible hace trap mezclado con lo que le da la gana y el resultado es fresco, sorprendente y rabiosamente personal. Para los que estén hartos de cantantes genéricas, inofensivas y aburridas.
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