Argentina campeón del mundo: no te lo puedo explicar
Estamos tan eufóricos. Podría lanzar un grito bestial en cualquier momento, en donde sea. El domingo pasado la selección argentina de fútbol, guiada por Lionel Messi, ganó la final del Mundial Qatar 2022 a Francia y trajo la copa al país tras 36 años de silencio. Y la alegría aún nos queda. La tenemos en el cuerpo como si nos hubiéramos juntado todos en un mismo lugar a comer cual desquiciados, una gran panzada popular. Así quedamos, llenos. Pero ¿por qué nos da felicidad este título? No reduce la inflación, no termina con la corrupción, no consigue que los índices de pobreza bajen, que la desocupación desaparezca, que los delitos se esfumen. Ningún argentino (salvo los futbolistas) obtiene por esto un aumento de sueldo o un ascenso en el trabajo. Ni siquiera más vacaciones. La copa no mejora la salud, no resuelve problemas familiares, no paga las deudas.
Y sin embargo yo, que no soy hincha de ningún club porque el fútbol no me interesa (aunque si me preguntan por supuesto digo que soy de Banfield porque qué diría Ezequiel si no), que jamás miro un partido, que no conozco el papel que debe cumplir un 5 ni las reglas de un tiro libre indirecto, sigo contenta. ¿Qué será?
Ver la final contra Francia no fue verla sino soportarla (y eso que no la pude mirar completa porque en el entretiempo se inundó la cocina de casa y con Ezequiel tuvimos que sacar el agua de a baldes y llamar a un destapador y resistir los goles de Mbappé con las manos empapadas en sarro y la angustia en la garganta porque cómo nos puede pasar esto justo el domingo, un domingo en cuatro años). Y como yo el resto. La taquicardia frente al televisor, las manos que quietas tiemblan, el estómago que no resiste ni siquiera respirar, la emoción guardada en el pecho pero lista para salir, las ganas de que por favor termine.
En el gol de Di María (previo al desborde) Ezequiel me alzó y él nunca me había alzado de ese modo, con la fuerza de la decisión tomada. Y como él también los demás, mis vecinos que salían al balcón para descargarse con un “Vamos, Argentina, carajo”, los rollos de papel higiénico que volaban como ofrendas de paz que no vamos a admitir, mis amigas en el celular, las familias, aquellos que pasaban manejando y alentaban incluso cuando Francia ya empataba.
Después el alargue, después los penales y ahí sí el 4 a 2 y somos campeones y las bocinas se mezclaban con las voces y lo que se escuchaba parecían los acordes del himno. Libertad, libertad, libertad. Entonces a la calle, a caminar al Obelisco, a las plazas en los barrios, en el país, a llenar las redes con la frase “ser felices era esto”, a llenar las avenidas de personas que agitaban banderas desde los autos, sentadas sobre las ventanillas bajas, con medio cuerpo en el aire para confirmar que si existe la gloria tiene que ver con esto, con no sentir el suelo. Y cantamos esa canción de cancha por horas, por días. A pesar de tener que vivir.
Cantamos en casas, en bares, cantamos mientras andamos, mientras comemos. En una pizzería, golpeamos las mesas y repetimos: “Muchachos, ahora nos volvimos a ilusionar”. No podemos ni hablar porque decimos dos palabras y empezamos a cantar y menos callarnos porque cantamos para adentro. Cantamos y tiramos espuma y brindamos con quien sea, cantamos a pesar de la política, de la economía, de la violencia.
¿Cuándo estuvimos todos tan contentos al mismo tiempo? ¿En qué nos cambia la vida? ¿Será que nos hace bien unirnos? ¿Por qué no nos pasa lo mismo si ganan Las Leonas? “No te lo puedo explicar, porque no vas a entender”, afirmamos cada día durante el último mes. ¿No será que ni nosotros comprendemos? Yo no sé qué pasa. Me gustaría algún día tener la respuesta. La llamaría, si pudiera, la fórmula de lo maravilloso.